lunes, 22 de marzo de 2010

Raimundita



Es una noche muy larga. En la mesa hay aparatos que no entiendo. Ellos sabrán lo que hacen, yo sigo en silencio para no estorbar. ─¡En el espejo!─ dicen. Sus miradas y los cables no tardan en localizar el lugar. No hay nada. Antes estaba tranquila, ahora tengo miedo. Me levanto y miro a través de mis manos el recuerdo azul de los zapatos de baile. Busco los ojos del que tengo al lado y él atraviesa mi mirada sin hacerme caso. Estoy nerviosa. Observo que más allá del balcón entreabierto aún es noche cerrada, no quiero verlo, no me gusta la noche. Cierro los postigos. ─¡En la ventana!

sábado, 6 de marzo de 2010

Rafael tiene cara de gitana vieja


Triana, 15 de marzo de 2009


Mi querido Rafael:

Hoy, justo hoy, cuando se cumple un año desde que volví a tenerte cerca y habíamos planeado pasarlo juntos, me han llamado del hospital. Por fin hay hueco, ya sabes, lo que te conté. El riñón. Meses llevo esperando y tenía que ser precisamente hoy.
Como no quiero dejarte sin aviso, le voy a dar esta carta a la gitana y cuando llegues la lees. Me ha prometido dar contigo aunque yo no esté, que le diera una foto y algo que hubieras disfrutado en vida. Con las prisas no se me ha ocurrido otra que darle el taladro, y es que nada te gustaba más que hacer agujeros en las paredes. Y la gitana, con la guasa que tiene, dice que no sabe si podrá concentrarse agarrada al mango, ¡anda que...! Aunque yo sé que sí.
Un año ya, Rafael. Parece mentira. Y yo como una tonta desde que te fuiste sin creer en estas cosas del otro mundo, con la de veces que me insistió Julita. Desde el accidente estaba detrás de mí y fíjate si hace años. Que si en la calle Betis todos confiaban en ella, que si era muy milagrosa, que si sólo cobraba la voluntad. “Desde emplastes de hierbas para los males de barriga hasta oficios para desaojar y contactos con el más allá, de todo hace la mujer”, me decía, pero yo ni caso de puro miedo, la verdad, que ya sabes el susto que me dieron siempre las almas en pena. Hasta que una noche le vino un aire a la pobre gitana y se quedó parada de medio cuerpo, entonces Julita me dijo que o corría o no la pillaba. Y es que los años no perdonan a nadie, por muy bruja que se sea. Si yo ya voy para los ochenta a ella no le faltará mucho, que poco más nueva que yo parece y encima con el paralís. A estas edades, Rafael, lo que tanto importaba ya no importa. Tú, como te has quedado en los cuarenta quizá no me entiendas, pero qué más me daba a mí, hace un año, ocho que ochenta; ni los miedos importaban ya. Los hijos hacía tiempo que se me habían ido, y tú para qué contar. Por eso fui, por probar y, lo que son las cosas, te encontré. Un año ya Rafael, cómo pasa el tiempo.
Me acuerdo ahora de aquella primera vez. Julita me acompañó, como ella es cliente de toda la vida nos hizo hueco un sábado, porque era sábado. Creía yo que la casa sería oscura y empolvada, pero no, buen patio con montera tiene la gitana, con unos geranios reventones que ya me gustarían a mí para mi balcón. La mujer nos recibió en una salita del primer piso, sentada porque el ataque la había dejado en silla de ruedas. Se rió al verme y me dijo que si por fin me había decidido, y es que toda la vida me conoció huyéndole siendo vecinas como somos. Me hizo preguntas, muchas. Tu nombre, tus gustos, cómo nos conocimos, la vida, los hijos, los apuros y los contentos, el accidente, sobre todo el accidente. Luego cerró los ojos y agarró mis manos, respiró hondo tres veces, y cuando volvió a abrirlos ya no era ella, sino tú. No eran sus ojos, sino los tuyos, ni su voz, sino la tuya, como si la gitana no fuera más que una máscara de carnaval. De la impresión creí que me desmayaba, solté tus manos, que tuyas eran, y casi me caigo de la silla antes de oírte decir: “Pero Amparito, ¿que has hecho con tu rodete? ¿Dónde vas a pinchar ahora la moña de jazmines?”. Me dejaste tan asombrada que se me fue el susto y sentí que no había pasado el tiempo. “Me lo corté, Rafael. Los niños me convencieron ya de vieja”, te contesté. ¡Cuántas cosas nos contamos aquella primera vez! ¿Te acuerdas? Supe que nunca te habías ido, que seguías pegado a mí desde aquel maldito día. Y supe de dónde vinieron tantas cosas raras que me tocó vivir, que siempre fuiste tú, tan guasón en vida y así seguías, para quedarte conmigo y reírte un rato a mi costa ¡Mira que el entretenimiento! Ni limbo ni porras, igualito que siempre. Anda que no prendiste luces a las tres de la mañana, que hasta la hora tenías cogida, loco tenías al electricista. ¿Y los muebles que aparecían en medio del pasillo? También te divertía esconderme las cosas; que si la radio, que si el bolso, que si la cabeza, eso es lo que llegué a creer muchas veces, que había perdido la cabeza. ¡Y siempre fuiste tú!, ¿será posible? Luego pensándolo bien recordé el principio, reciente el accidente cuando no podía dormir de pura soledad, que aparecías a mi lado en la cama, tumbado boca arriba igual que siempre habías estado y yo quería tocarte, pero al alargar mi mano te disolvías como si fueras humo. Después no quise más rozarte, sólo te miraba queriéndote igual que siempre, porque mira que te quise ¡Qué guapo eras, Rafael! Con la piel tan suave y ese pelo negro, y tu sonrisa zumbona que me volvía loca, ¿te acuerdas? Así te veía a mi lado, aunque parecías como de aire y humo, cada noche más transparente, hasta que un día no te vi más. Luego me olvidé de aquello. Es ahora cuando recuerdo aquellas noches de soledad mirando tu sombra. Pero te prefiero así como hoy, aunque tengas la cara fea de una gitana vieja y tullida, porque te escucho y me escuchas y hasta te toco, aunque sea con otra piel. Sí, ya sé que piensas que estoy rancia, con esa manía tuya de no callarte nada me lo has largado más de una vez en estos últimos tiempos. Pero ten paciencia, parece ser que cuando estemos juntos al otro lado volveré a tener pocos años, menos mal, no quisiera parecer tu abuela allí donde sea.
Pienso ahora en mi suerte por tenerte, no disfrutaron la misma las otras viudas del accidente cuando aquella grúa os arrancó de cuajo la vida. En Astilleros dijeron que fue vuestra culpa, un descuido, no cumplir las normas, y eso nos dejó una pensión que no daba ni para pipas con tantos hijos como se tenían entonces. Por eso a unas más que a otras, nos tocó sacar las castañas del fuego. Yo me coloqué en un piso de la Plaza de Cuba, de aquellos grandes que construían cuando te fuiste, ¿te acuerdas?, y allí crié a unos hijos que no eran los míos. Ahora, casi más me quieren que los nuestros Rafael. Yo creo que los pobres míos aguantaron mucha rabia, tú sabes, que gracia no podía hacerles quedarse solos mientras su madre hacía de madre de otros. Pero qué iba a hacer yo. Ahora sé que no me lo perdonan, que me tienen guardada aquella rabia, sobre todo los mayores. Vienen poco a verme. Rafaelín se casó con una sobrina del estanquero y viven cerca, pero ni así. A sus dos hijos, mayores ya, hace tiempo que ni los veo. Esperancita se fue lejos, heredó tu fuerza y desde jovencilla sólo quiso conocer mundo, en América vive, sola. Por mucho que le insisto ella no quiere venirse, cuando la vi hace dos años me pareció otra, Rafael, que hasta el habla lo tenía distinto. Me da miedo morirme y no verla más. Mariano es distinto. Es el que más se ocupa de mí, viene cada semana a ver cómo sigo, qué necesito. Tiene una niña chica que se llama Amparito, como yo, y que es mi alegría Rafael. Siempre le digo que se parece a ti, que tiene tus ojos negros, y entonces ella coge tu foto con sus manitas gordas y te da mil besos. Luego tengo que limpiar el marco con cristasol porque lo deja todo pringado. Mi corazón.
Bueno, Rafael. Ya termino. Tengo que dejar la carta a la gitana y el niño está al llegar para llevarme al hospital, quiere estar conmigo cuando salga del quirófano, ya te digo que Mariano es distinto. No puedo contarle de ti, pensaría que me he vuelto loca y me llevaría a una residencia, con lo bien que me manejo todavía. Espero que cuando leas esta carta vengas corriendo conmigo y me cojas de la mano, aunque yo no lo note. Si sé que te tengo cerca cualquier dolor será menos, y si Dios quisiera llevarme, espero que seas tú quien me reciba, que si no a ver cómo te encuentro luego. Tengo miedo Rafael. No me dejes sola.

Siempre, siempre tuya.

Amparo

martes, 23 de febrero de 2010

Representación



Era ridículo el temblor del último minuto, no podía vencer éste a tantas horas de trabajo. Las luces aún no la iluminaban y en la sala se oían voces que se preparaban para el silencio, papeles de caramelos estrujados,… Al salir, los aplausos. Sus primeros aplausos que en vez de animarla la envolvieron en una nube de sensaciones extrañas. Comenzó a interpretar maquinalmente dentro de ese ensueño de focos y silencio roto por los progresivos sonidos que salían del piano; luego, al fin logró formar un solo cuerpo con la música.
Era una mano larga, pálida y delgada, con cinco ligeros bailarines que en el teclado hacían su primera representación. Al principio tímidamente, pero su juventud acabó imponiéndose y a lo estético de su movimiento de academia se unió una energía vitalizante. Era maravilloso ver, y oír, y sentir con todo el cuerpo la perfecta armonía de los cinco dedos con el teclado. A veces uno saltaba y los demás esperaban su vuelta y otras, cuando la composición llegaba a su cima, estaban los cinco, con sus cinco movimientos, acordes. El hechizo llegaba a Todos, la nube cubría la sala.
Así, cuando uno de los dedos cayó y los demás abandonaron la obra para levantarlo, esa nube, el encanto que rodeaba a Todos se fue dejando un vacío que nadie se atrevía a llenar. Sólo la mano entendía, la iba invadiendo un nerviosismo que ella transformó en excitados, magníficos movimientos sobre las teclas. Improvisaba una danza extraña, del piano salían voces cautivadas. Todos los sentidos daban desordenados sus cortos informes por la excitación de querer pertenecer a aquel momento único.
Después, una paz serena se apoderó de la mano. Los frenéticos aplausos de Todos llenaban el espacio, pero tras una tranquila barrera ella permanecía en el recuerdo de la ilusión pasada. Para Todos era una gran artista, ella se sentía renacer viendo claro el motivo de su existencia.




Vivía para el piano porque sólo ella podía hacerle sentir. No tenía derecho a callar la voz de un ser hasta entonces mudo y que ahora quería expresar todo su silencio en un instante. No podía ocultar la música que salía de la perfecta unión de los cinco dedos en el teclado y tenía poco tiempo; las manos envejecen y pierden su fuerza pronto.
Para Todos se equivocaba, había elegido una vida vacía, una pérdida de tiempo y de talento, pero ella se sentía completa. Palabra a palabra su unión con el piano fue mayor; ella prestaba la fuerza y la expresión, él daba su voz. Había días en que uno frente al otro se decían simplezas, hablaban de la lluvia, de una nota desafinada,…A veces entablaban fenomenales conversaciones sinfónicas sobre filosofía, política, religión, la armonía de un acorde, el sonido de una nota.
Recuerdo una mañana en que la mano, muy inspirada, hablaba con el piano recién afinado. El baile empezó suavemente, pero con la sucesión de sonidos, de minutos, fue cobrando intensidad. La música subía, bajaba, se paraba de pronto para empezar siempre suavemente y acabar en la mayor culminación del poema. El espectáculo visual era tan bello e insólito como lo que se escuchaba, una completa armonía de movimientos entre los cinco, expertos ya.
Pocos tuvimos la suerte de asistir a aquel concierto que, interpretado en un famoso teatro, habría sido un hito por su alta calidad. Digo pocos porque sólo estábamos en la habitación los de siempre: el armario que guardaba las obras, obras de la mano que yo copiaba en la oscuridad y que estaban siempre calladas, el polvo del piano, la luz de la ventana, la sombra de los rincones más apartados y la estufa que, luchando con el frío, nunca conseguía vencer. También las paredes escuchaban, y las grandes cortinas de la ventana cuando no dormían plegadas en una esquina. Hace poco supe que más allá de nuestras paredes también había oídos intentando escuchar algo de lo que ocurría en nuestro cuarto. Finalmente, las duras e indiferentes herramientas que alguna vez afinaban las cuerdas del piano y yo, la escritora siempre sentada junto al armario donde guardaba las obras copiadas ilegalmente con la ayuda del piano. Éste me ayudaba por amor, decía, y sé que por vanidad. Le gustaba pensar que Todos descubrirían alguna vez la música creada con sus sonidos.




La vida había pasado tranquila. Íbamos envejeciendo. La mano, más encerrada en sí misma, veía cerca su muerte y pensaba mucho en su vida pasada. Menos impulsiva, tendía constantemente hacia las teclas izquierdas del ya no tan blanco teclado. El piano también estaba más viejo, su agilidad era un recuerdo, los dedos necesitaban una fuerza perdida para empujar penosamente las teclas.
El armario estaba lleno y los papeles se amontonaban en algunos rincones, las obras más antiguas estaban amarillentas y olían fuertemente al polvo que no cabía en la tapa del piano. La luz era débil y la sombra aumentaba invadiéndolo todo; ya rozaba la madera negra provocando una extraña visión, el piano era un manto que cubría gran parte de nuestro cuarto. Las herramientas, por ser fuertes y prácticas, conservaban su juventud. Yo sí estaba más vieja, cansada de escribir, de observar un mundo tan cerrado. Demasiado cansada para salir y añadirme a Todos.



Ahora ya todo ha terminado. La mano ha muerto cerrando el piano. El polvo ha aumentado y los papeles apilados por los rincones están más amarillentos aún. Las cortinas son, desde hace tiempo, un montón de trapos en la sombra y las paredes no se distinguen bien. Los oídos siguen intentando escuchar desesperanzados lo que no van a volver a oír. Y yo, puedo por fin cerrar la ventana, los ojos, y descansar.

lunes, 1 de febrero de 2010

Pateras




Aquél iba a ser el último viaje para Hamid Soudad y tenía miedo. Aún no sabía cómo, pero abandonaría aquello. Quizá muriendo.
Después de una semana de espera, parecía que la noche sería propicia al paso del estrecho. El viento de levante había cambiado al fin en la tarde; una brisa suave venía desde el noroeste cuando Hamid se acercó al mar para ver su movimiento. Olas suaves llegaban a la orilla con esa respiración tranquila que, antes, tanto le habría gustado. El agua arrastraba las conchas que se amontonaban en el borde de la tierra seca, las algas mecían dulcemente sus tentáculos con el vaivén de la marea. Pero aquella tarde el muchacho sabía que el mar no era dulce, había visto morir a muchos. Aquél sería su último viaje, aunque no supiera cómo hacerlo. Quizá muriendo.
Se dirigió al punto de encuentro, era un grupo de negros, de Nigeria, o quizá de Sierra Leona, para Hamid era lo mismo; esperaba que sólo hubiera hombres, no soportaba ver mujeres y niños amontonados en la barcaza. Llegó al almacén cuando el sol iluminaba apenas la calle sin asfaltar. Del cafetín de la esquina salía música española, era la televisión que unos viejos oscuros miraban callados, la luz amarillenta de una bombilla daba algo de luz a Hamid cuando abrió la puerta del almacén. No sabía cuanto tiempo llevaban allí, quizá una semana, puede que más. Olía a desechos y restos podridos; un ventanuco era la única entrada de aire fresco del almacén, un grifo goteando, un retrete oculto tras una cortina costrosa. Eran treinta y dos, entre ellos dos mujeres embarazadas, ningún niño. Él les dio instrucciones por señas, saldrían cuando el cafetín hubiera cerrado, cuando la luna nueva no pudiera delatar sus pasos hasta la playa.
Hamid había llegado a Tetuán desde Alhucemas después de la muerte de su padre. Tras del accidente, la Societé d´Explotation des Mines du Rif no se hizo responsable más que del entierro y una pequeña cantidad a la madre, y él soñaba con ver salir el sol por el otro lado del mar. En Tetuán no era fácil sobrevivir, sí lo era encontrar patrones que llevaran gente a Europa, patrones que contrataran a muchachos acostumbrados al mar, y Hamid conocía el mar, de tanto mirar el horizonte, de tanto soñar con cruzarlo.
A pesar de la aglomeración, el silencio era casi total en el almacén. Al llegar el momento, Hamid los dirigió a la playa, la barcaza estaba oculta entre las rocas y tendrían que llevarla al mar. Después de tanto levante, esa noche encontrarían más embarcaciones cruzando el Estrecho, no sería raro que los detuvieran las lanchas españolas. Subieron a la barca en orden, como si hubieran ensayado previamente sus pasos, y no se volvieron para mirar la tierra de la que se alejaban quizá para siempre. Ya separados de la costa marroquí, Hamid supo que la travesía sería fácil, el viento era suave y el motor de la barcaza la hacía avanzar a buen ritmo. Recordó otras veces de mala mar, en las que las olas subían por encima de los cuerpos ateridos, y el zarandeo los hacía vomitar por la borda, en que las madres abrazaban tan fuerte a sus hijos que ahogaban sus llantos dentro de sus vientres, en que tardaban diez horas en divisar el resplandor del faro de Trafalgar. Pensó en su madre, en las cartas que un amigo le enviaba por él desde Huelva y que contaban mentiras sobre vergeles freseros y playas de arenas finas, sobre dinero honesto y felicidad.
Un golpe de mar desvió ligeramente el rumbo y Hamid tuvo que girar el timón; un hombre gritó de dolor por las quemaduras que le produjo la gasolina derramada junto al agua salada, fue su compañero de asiento quien lo calmó hasta quedar de nuevo en silencio. Hamid no se movió, hacía mucho que no atendía ninguna mirada, así era más fácil olvidar. Porque aún soñaba cada noche con la mar dura, y las lanchas acosándolos desde Tarifa, con los ahogados de aquella primera travesía. Hombres y mujeres que al caer al mar no pudieron mover los brazos, los tenían endurecidos por el frío y el miedo y se hundieron sin luchar. Los lamentos de los que permanecían en la barcaza resonaban aún en los oídos de Hamid y las miradas de los ahogados aún las sentía clavadas en él.
Cerca del amanecer divisó el relumbre del faro. Abandonaría la barcaza en la orilla y huiría con los demás por los montes de Meca. Sí, aquella sería su Meca, su peregrinación al sitio del profeta. Si lograba escapar iría a Huelva en busca del amigo y de trabajo en las fresas, si no, se mataría antes de ser devuelto al patrón. Le habían dicho que la policía llevaba a los marroquíes a un lugar llamado Isla Paloma mientras organizaban la repatriación, y que los heridos acababan en un hospital del que era fácil escapar en un descuido. Faltaba poco, pronto divisarían la costa de Trafalgar, algunas motoras más potentes ya habían dejado su carga y desandaban el camino. Una pasó tan cerca que el tripulante avisó a Hamid de que había patrulleras, que no hicieran ruido, que sólo escaparían si por suerte las lanchas se ocupaban de otras embarcaciones que iban delante de ellos.
- Son lo menos diez. Nos esperaban – se le oyó decir.
- ¿Cerca del cabo?
- Sí, y también en los Caños y en Barbate. Mejor navega hacia Tarifa. – y antes de alejarse – Mal día para cruzar.
Los hombres estaban nerviosos, se levantaban en sus asientos mirando con ansia el horizonte, algunos decidieron llegar a nado y Hamid supo que no lo lograrían. Una luz potente lo sorprendió de pronto acercándose a gran velocidad. Él cambió ligeramente el rumbo, buscaría un lugar más seguro en la costa. Pero la luz seguía acercándose. Los negros no tenían miedo a la deportación, sabían que si tiraban sus papeles por la borda no tendrían que aclarar su procedencia, a ellos los dejaban deambular por las ciudades esperando una oportunidad. Pero Hamid no tendría la misma suerte y los montes de la costa, desde aquel mar, ya con la luz del amanecer, no parecían tan lejanos. Casi se podían tocar extendiendo los brazos, y oler los pinos desde allí.
Cuando la patrullera llegó hasta ellos, Hamid Soudad se lanzó al agua; no pudo moverse, tenía los brazos endurecidos por el frío y se hundió sin luchar. Pero él no buscó ninguna mirada a la que agarrarse. Antes de desaparecer bajo las olas sólo quiso contemplar el sol que ya salía por el otro lado del mar.