domingo, 29 de noviembre de 2009

Lamia



Atardece. El sol suave de estas horas me acaricia la espalda y dejo de caminar. No quiero moverme. Me apoyo en un muro que encuentro en el camino y con un brazo oculto mis ojos de la luz; cuelgo la azada en el hombro, así pesa menos. Unas hormigas juegan entre los dedos de mis pies. Mis pies anchos y planos, morenos, resecos. La tierra se lleva el cansancio del día. Hoy el sembrado no tenía muchas hierbas, es por la falta de lluvias; si no vienen pronto se secará la siembra, como el otro año.
Pienso en mi hijo, sólo uno. Siempre pienso en él. Es fuerte, es hombre. Amina perdió a los suyos con las moscas. El médico extranjero dice que hay que hervir el agua, que cocine con un buen fuego, pero casi no queda leña, la que hay está muy lejos y tengo que trabajar la cosecha. Amina caminaba hoy junto a mí, sin hablar, sólo se dejaba llevar por el calor y el esfuerzo. Perdió a sus hijos y ya nadie honrará su tumba.
Si sigo caminando llegaré a la casa con tiempo para ir al pozo, pero el sol me calienta la cabeza y quiero dormir. La madre de él se quejará al verme, él me gritará. Yo cogeré a mi niño y le cantaré al oído, acariciaré su carita morena mientras come de mi pecho ¡Me gusta tanto rozar su piel dulce! Si cierro los ojos me parece ser pequeña otra vez y tocar los pechos de mi madre, me parece seguir enganchada a sus pezones. Sonrío.
Una hormiga sube por mi pierna. Si no la detengo se meterá entre la ropa y me picará, aunque si me quedo así, quieta, como muerta, a lo mejor se va. Las hormigas no se llevaron a los hijos de Amina, fueron las moscas, las que vienen del pantano seco. No quiero que se acerquen a mi niño, me dan miedo, cuando las oigo corro y me alejo con él en mis brazos. Amina no corría, no tenía miedo, ni prisa. Amina nunca tiene prisa. El médico extranjero le dijo que era tarde, que no podía hacer nada, que la medicina de la abuela no sirve. Amina no lloró, sólo dejó de hablar, ya no habla nunca.
Siento un cosquilleo doloroso en la mano que tengo sobre la cabeza, pero no la muevo, el sol sigue acariciándome cada vez más suave. Una levísima brisa se está levantando con la luna, la siento en toda mi piel que se despierta con un escalofrío. También se siente frío en el calor. Como cuando él me tocó la primera vez. No le vi la cara, en la boda no quise curiosear como hacen todas, pensaba en mi madre mientras me llevaban de un lugar a otro. Al conocer su cara nada cambió, era como los demás. Ahora tengo a mi hijo, desde que lo sentí moverse dentro de mí lo soñé igual que lo sueño cada noche. Cuando sea grande me llevará lejos, cruzaremos el desierto para llegar a otros mundos. Cuando sea grande me sonreirá y querrá agarrarse a mi pecho tierno, y yo lo acunaré con canciones de amor.
Pesa la azada en mi hombro. La necesito para limpiar las malas hierbas del sembrado. Tienen que llegar las lluvias, cuando sienta las primeras gotas caer sobre la tierra reseca ofreceré regalos al que todo lo da, verteré leche y harina en el polvo humedecido de la siembra que saldrá fuerte y abundante. Sí, esta vez será así, no morirá la simiente como el otro año. Para la recogida traeré a mi hijo al campo, quiero que respire el olor del fruto y de la tierra fértil.
El sol se va. Oscurece. Debo seguir andando, aún me queda un rato hasta la casa y tengo que ir al pozo antes de dormir a mi luna; entonces no escucharé los gritos de la madre, ni sentiré los golpes de él. Levanto la mano sobre mí, no puedo moverla. Intento levantar la cabeza y poco a poco recupero el movimiento. Doy un primer paso lento, luego otro,... pronto llegaré a la casa y al sol de mis noches. El suelo, bajo mis pies, recobra la vida cuando la luz se va. Los animales salen a respirar. Debo tener cuidado con los alacranes, salen al camino desde sus piedras y no quiero pisar nada que me haga daño, mi niño me espera. Cuando llegue a la casa cogeré el cántaro que está en la puerta, nadie me verá. Volveré del pozo sin sentir y me acercaré a la cuna. Ya escucho su risa desde tan lejos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Florence Foster Jenkins


Hace poco, gracias a un grupo de Facebook al que me he agarrado como una lapa, y que se denomina: “Me gusta la ópera pero no soy finolis ni tengo mucho dinero”, he sabido de un personaje fascinante que ahora os presento:
FLORENCE FOSTER JENKINS fue una loca de la vida que vivió en el este de Estados Unidos, a caballo entre los siglos XIX y XX. Apasionada cantante y pianista, todas sus fuerzas las dedicó a luchar por una carrera operística que tuvo mil impedimentos. El primero, claro está, su falta absoluta de sentido musical. Sí, su padre y luego su marido lograron disuadirla por lo que en principio no consiguió más que llegar a fundar en Nueva York “The Verdi club”. Pobrecilla, sólo tenía ganas de demostrar que cantar era su vida, que podía hacer que los demás disfrutaran la ópera igual que la disfrutaba ella, porque estaba convencida de que su voz y su capacidad lírica eran extraordinas. Por eso en cuanto desapareció la contención paterna, y tuvo suficiente manejo económico, se lanzó a la aventura. Con sesenta años, muerta su madre, recibió una herencia que empleó en costearse la deseada carrera. A partir de entonces comenzó a llenar los teatros vestida con alas de ángel, joyas relucientes y mil perifollos. La gente se reía de ella y la crítica la machacaba, por lo que la curiosidad aumentó y las entradas desaparecían nada más ponerse a la venta. “La gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá decir nunca que no canté”. Las risas no eran más que adoración, las malas críticas envidia de quien no tenía sus facultades extraordinarias, y así convencida, logró tener una larguísima carrera musical. A los setenta y seis años actuó por última vez en el Carnegie Hall, fue en octubre del 1944, muriendo poco después convencida de su valía y más que satisfecha con lo que la vida le había deparado.
Aquí os dejo una muestra de su arte único. Puede que sea difícil de escuchar, pero es inevitable sentir una gran ternura y cierta complicidad.


http://www.youtube.com/watch?v=6h4f77T-LoM

lunes, 23 de noviembre de 2009

Mira que te quiero


¡Mira que te quiero, hermoso! Que tengas las orejas de soplillo y nariz de termitero a mí no me importa. Y eso que dice Marisa, con esa mala leche que Dios le dio, que con lo feo que tú eres y lo fea que soy yo los niños nos iban a salir de exposición. Mala, mala leche. Pero en el fondo a ella también la quiero y hoy se lo he dicho en la fiesta de la oficina. Te esperaba y no has venido, lo he sabido por ella. -Escríbele, aprovecha ahora que tienes fuerzas, Puri-, me ha dicho . Entonces he olvidado las rencillas y le he dado un abrazo muy sentido, -Marisa, ¿tú sabes que te quiero?-.
Antúnez el de nóminas se ha traído la guitarra, ha cantado sevillanas y rumbas de Bambino y yo me he tirado al ruedo, he agarrado a don Remi por las solapas y lo he llevado hasta el centro del corrillo para bailar esa pared que separa tu vida y la mía. Después lo he besado y le he dicho que para mí es como mi padre, tan serio, tan formal, -que sí, don Remi, igualitos los dos-. He sonreído a todos cuando jaleaban “ole y ole, Purita”,-os quiero mucho a todos, por ésta que es verdad, no sabéis cuánto os quiero-. Después se me ha encogido el corazón y casi lloro, que así de tierna me han puesto las muchas copitas del Luis Felipe de mi jefe que llevo dentro. Don Remi siempre tiene una botella en su despacho para las visitas, pero nunca la saca, nadie quiere coñac añejo en estos tiempos, sólo piden Chivas los muy catetos. Me sirvo otra copita, bebo y se me calientan el esófago y la garganta, me da valor para seguir escribiendo.
Estoy en tu despacho, Marisa lo ha abierto sin que nadie se de cuenta. -Tú tranquila, que yo vigilo- me ha dicho. Así que aquí estoy. Acaricio las teclas de tu teclado donde tantas veces has apoyado los dedos y me da un escalofrío de sólo pensarlo. Delante tengo la foto que te hiciste con la tribu masai en aquel viaje a Kenia, se te ve tan feo, tan larguirucho y descolorido rodeado de hombres negros con lanzas, que me conmueve. En la pared cuelga el título de licenciado en derecho y las dos reproducciones de Zóbel que te regaló la cursi aquella con la que saliste una temporada. Otra foto, esta vez saludando al presidente de la Junta ¡Qué jovencito se te ve! Así eras cuando te conocí, cuando llegaste aquel día de verano en que Marisa estaba de vacaciones y don Remi me encargó tu despacho, -Purita, échele usted una mano hasta que se oriente-. Eras tan tímido y era yo tan tímida que en un mes no llegamos a mirarnos a los ojos, pero yo te quise sin remedio. Sería por tu juventud, o por ese aspecto tan indefenso, no sé, pero cuando al entregarte los papeles rozabas mi mano sentía un no sé qué que me aceleraba las entrañas. Me sirvo otra copita. El Luis Felipe me calienta por dentro y por fuera, abro la ventana para que la brisa de la noche refresque el aire del despacho. Desde aquí se ve el río, pasa un barco de turistas con música pachanguera y luces de colores, y me pregunto dónde estarás.
Nunca habías faltado a la fiesta anual de confraternización, ni siquiera el año que te casaste y eso que no habían pasado más de dos semanas desde la boda, ni cuando nacieron tus hijos o murió tu madre, pobrecilla. Tampoco faltaste cuando la imbécil de tu mujer te dejó por otro y tú parecías un alma en pena. Tenía que ser hoy, que me decido y le birlo al jefe su botella de Luis Felipe, cuando no vienes. No importa, te escribo mi amor por fin, ahora o nunca me ha dicho Marisa, y tiene razón, ahora o nunca, ya está bien. Hace tanto que te quiero que he perdido la cuenta de los años, toda una vida debe ser. Pero hoy me siento fuerte y parece que el tiempo no ha pasado, parece que la juventud se ha enquistado dentro de mi cuerpo y por mucho que la edad no sea la misma hoy me sé todavía capaz de engendrar a tus hijos, esos que tanto he deseado. Será por el coñac, la cabeza me da vueltas. La botella está en las últimas, apuro el último trago y la tiro en la papelera que hay bajo la mesa. Mañana te preguntarás qué hace ahí. Me da la risa al pensar en ti mañana, cuando descubras la botella y mi carta en la bandeja de entrada del email. La risa me ha dado hipo, hacía mucho que no reía con tantas ganas, y es que me veo tan ridícula aquí sentada, soñando contigo, que me doy toda la risa, toda. Antes de que el valor desaparezca voy a pulsar enter, estoy cansada de no vivir. Mejor no imaginarte ahora, no imaginar tu sorpresa y tu indignación, no suponer que no volverás a dirigirme la palabra, o que harás que don Remi me cambie de zona. Prefiero soñar que vendrás a buscarme a mi mesa, tercera en el pasillo de la derecha, junto al despacho del jefe, ya sabes, y me besarás delante de todos. Siento ya, sin sentirlo, tus manos que acarician mi pelo y mi espalda, y esa voz tuya tan sinuosa que me dice al oído cuánto me has amado. Hasta me parece notar los movimientos de nuestro niño en mi barriga inflada, y escuchar su llanto mientras tú te levantas solícito y me dices -amor, ya voy yo-. Si cierro los ojos la brisa que viene del río me parece brisa marina y que estamos los dos
en medio del mar, a saber dónde. En un velero de dos palos, lo menos tiene catorce metros, todo blanco. Reluce con el sol, reluce y es molesta tanta luz. Y es molesto el vaivén de las olas. Me mareo. El estómago quiere salir por mi boca, abro los ojos. No es el mar, es el Luis Felipe. No hay vuelta atrás. Antes de salir corriendo, dando tumbos por el pasillo hacia el baño, pulsaré enter y mañana será otro día.
Siempre, siempre tuya
Puri

viernes, 13 de noviembre de 2009

La sonrisa de Doña Engracia


La sonrisa de Doña Engracia ilumina su imagen. Sonríe al canto de los pájaros, al calorcito del sol que se cuela entre las ramas de los árboles. Ella junto a su cuñado, un hermano menor y otros familiares, encabeza la comitiva; detrás camina una muchedumbre murmuradora que la anciana no sabe bien cómo ha llegado hasta allí. Parece que se ha corrido la voz, que la gente se apunta a lo que se tercie sean manifestaciones de muy distintos lemas, pasacalles de gays transformados en odaliscas, procesiones de Semana Santa o funerales bien sentidos. Y la muchedumbre, con mil voces superpuestas, susurra que vaya pinta tiene esa, que qué pasará ahora con el marido, que cuánto tiempo Antoñita…, que no llegaré a tiempo ni para ver los penaltis, que pobrecilla, que la vida es así,...
-¿Y éstos quiénes son, Armando?- pregunta Doña Engracia agarrándose al brazo de su cuñado.
En esta época del año las azucenas y los jazmines que bordean el camino de tierra, desbordan la primavera y dan un aroma suave al viento de la tarde. El paseo es tan placentero que Doña Engracia detiene la comitiva para subirse las mangas de la blusa por encima de los codos y así conseguir dorar algo la piel blanca del invierno.
-¡Ay, qué gustito! A ver si cojo un poco de color porque tengo una cara de muerta… ¡Y con este vestido tan triste que mi hija se ha empeñado en ponerme!- muy satisfecha se apoya de nuevo en el cuñado y reanuda la caminata.
Las acacias mueven sus ramas empujadas por una brisa que llega de poniente, flores marchitas ruedan ante los pasos de Doña Engracia y ésta las observa con mucha atención.
-¿Has visto, Armando, el vientecillo que se ha levantado? Parece que mañana llueve.¡Lástima! ¡Con el día tan bonito que hace hoy! Me gustaría decirle a Marieta que viniera conmigo al parque, y con la Cala, para que se moviera un poco.
El cuñado la mira con ojos llorosos. En su brazo izquierdo se aprieta el de ella buscando seguridad y con la mano derecha sujeta la urna de las cenizas de Marieta, su esposa. Por eso se concentra en cada paso, no vaya a tropezar y caer, no vaya a ser que la preciosa carga se derrame por el suelo de tierra amarillenta. Ha optado por la incineración porque es más limpia, más definitiva. También porque ha decidido llevarla al enterramiento de su familia, donde ya no queda mucho espacio, donde él espera algún día descansar junto a su esposa, mezclar ceniza con ceniza y ser uno al fin.
Se van acercando al lugar. Poco a poco doblan la esquina de la calle de Santa Justina, se dirigen hacia la zona más antigua del cementerio, la que tiene los mejores mármoles, los panteones con apellidos sonoros, más luz y más flores.
Ahora Doña Engracia camina sin decir nada, se deja llevar por el empuje de la masa que la sigue. Unos empleados de la funeraria levantan ya una losa cubierta por nombres grabados que a ella le resultan lejanamente conocidos, la muchedumbre se esparce alrededor de la tumba. El silencio es casi absoluto, sólo roto por el trabajo de los operarios. El viudo, con gran pesar, suelta el brazo de su cuñada y se inclina despacio para colocar la urna junto a sus padres y hermanos muertos. Llora, siempre llora, la muchedumbre susurra tristezas, Doña Engracia señala la tumba con el dedo índice y, con voz clara y resuelta, dice:
-Pues, ¿sabes qué te digo, Armando? Que ahí cabes tú estupendamente.

martes, 10 de noviembre de 2009

Cantes de ida y vuelta


Maripepa está que se sube por las paredes. Con un “Cariño mío” comienza la carta, como si Antonio pudiera ser el cariño de nadie

"Me acuerdo de usted. Ayer estuve en el Pontón, delante de la vidriera del negocio donde pagó tanto por mis zapatos. Los llevo puestos ahora y me acuerdo de usted....”

¿Será posible? Maripepa hace memoria intentando recordar si Antonio alguna vez le hizo un regalo. Le sudan las manos, se humedecen las cuartillas que sujeta con rabia.

“¡Ay, vida mía! Estuve en el Pontón, ya le digo, en el buró del chino García, a ver si los papeles se me arreglan y pronto estoy allá, juntos los dos.”

Maripepa mira bien el sobre:

Señor Antonio Collado Gutiérrez
Calle Vicario, 2
Bienvenida (Badajoz)
España

Sí. Ese es Antonio, su Antonio. El que es suyo desde los quince y nunca le ha regalado nada. Dice que el cariño se demuestra andando y que él no sirve, que él no sabe. Hace un año de lo de América y tampoco entonces le regaló nada, y ahora esto. Dijo que había una reunión de sindicatos y Comisiones lo enviaba a él como representante de la comarca de Tentudía; luego supo que también fueron Manolo y Ramiro, y ella tan cándida. Me cago en la leche que mamaste, mamón, se dijo.

“No veo el momento de acariciarle su pelo trigueño, papito, igual que el día del parque Lenin ¿Se acuerda?...”

Y Maripepa piensa en su pelo trigueño…, su falta de pelo será, que ni de novios se puede decir que abundara. Y ella como tonta diciendo al Traga que no se pase, que la deje, que está casada, y ella como una tonta.

“Cariño, quedo a la espera de sus noticias, como siempre, que desde que se fue no me ha escrito. Pero yo lo perdono, ya me pagará en besos. Ya sabe que le quiero...”

Antonio está allí, con cara de susto. Y ella le grita que ¡qué es eso!, y él le dice que tonterías de nada, y ella que ¡aquí dice que te quiere!, y él…Bueno y...¿es malo que lo quieran a uno?
A Maripepa le hace gracia su marido, siempre se la ha hecho, y se le escapa la risa, por la ocurrencia, y porque sabe que por fin esa noche sonreirá al Traga.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Limbo



Esta noche el frío cubre las calles y la niebla se pega a cada rincón de la ciudad, las sombras parece que reptan sobre la hierba del parque que rodea al hospital. Es el único lugar de la ciudad donde hay un bar abierto a estas horas, por eso acuden los dejados de la mano de Dios. Por eso me gusta venir cada noche, cuando la soledad del cuarto me cae encima como una losa.
-Este invierno parece que no se acaba. Maldito frío- va diciendo un hombre embutido en un abrigo oscuro, con el cuello levantado y las manos en los bolsillos. Camina rápido mientras sube la rampa de la cafetería.
Las cristaleras dejan ver un interior de luces brillantes. Dentro, el vaporizador de la cafetera calienta una jarra de leche mientras las tazas se van llenando de líquido espeso. Un camarero apagado sirve un café tras otro a estas horas tardías, no habla, sólo sirve cafés. En la caja una mujer de pelo cenizo escucha una radio que apoya sobre la máquina registradora. Varias personas se reparten entre las mesas. Algunos solitarios bajan de las habitaciones donde acompañan a sus enfermos, otros vienen de fuera, buscan calor y algo de compañía, aunque sólo sea la voz monocorde del locutor de la radio.
Vago desde hace años, unos dicen que por mis pecados, yo sé que nadie quiere tomar la decisión. No soporto el silencio, ni la oscuridad. Cuando las luces se apagan en la habitación sólo brillan los pilotos rojos de las máquinas, sólo el runrún del respirador. De día es distinto, a pesar de que ya no es como al principio. Ha pasado demasiado tiempo desde el accidente y se han relajado las costumbres. Yo sigo aquí. Él apenas viene los domingos, los hijos poco más. Pero las enfermeras cuidan mi cuerpo con mimo, y los médicos han decidido mantener la alimentación parenteral. No hay opciones, nadie quiere tomar la decisión de desconectar.
-Familiares de....- suena la megafonía del bar.
Una señora de unos sesenta años, con un moño caído y zapatillas de estar en casa se levanta. Apresurada deja el bar y recorre los pasillos. Sin nada mejor que hacer la sigo, cogemos el ascensor hasta la tercera planta, en la habitación trescientos doce hay cierto revuelo. Un médico de bata blanca se dirige a la señora y la coge por los brazos, le dice que espere, que ha sido una crisis, están intentándolo todo, hacen lo imposible. Ella quiere entrar, como sea, no molestará, sólo quiere verlo por última vez. El cuerpo está desnudo sobre la cama, varias personas se afanan por salvarlo, con aparatos, masajes, tubos y jeringas de colores, pero el tiempo pasa, no hay esperanza. Luego parece que la niebla del parque penetra por las rendijas de la ventana y la luz se vuelve turbia. No es la primera vez que veo algo parecido, después de tantas noches de vigilia lo he visto todo. La mujer se abraza al cuerpo y llora. Salgo de la habitación. Al rato sacan a la mujer, supongo que llamarán a la familia, que se llevarán el cuerpo y ella lo acompañará.
-¿Y ahora?- dice él a mi espalda. Me ha descubierto entre los demás.
-No sé- le contesto volviéndome- no se puede saber.
-Si no le importa, preferiría que se quedara a mi lado hasta el final.
-Bien- digo pensando que no tengo otra cosa que hacer. Además yo también quiero esperar, por lo que pueda pasar.
Es un hombre bastante guapo, a pesar de su palidez y su miedo. Al morir parecía más viejo, pero no lo es. No quiere moverse de aquel lugar, se siente perdido. Yo sé que pronto se irá, desaparecerá antes de que me de cuenta, y seguiré sin saber cómo. Igual que las otras veces.
-Tengo miedo- dice el hombre y sin pensar se abraza a mí como un niño, ocultando la cara en la curva de mi cuello.
-Tranquilícese. Sólo es el no saber, pero lo que viene no es malo.
-¿Usted cree?
-Ya lo he visto otras veces, se han ido contentos- miento.
-¿Cuánto hace que está aquí?
-No sé. Mucho. Desde el accidente.
-Lo mío ha sido rápido, un derrame. Y joven para eso.
De repente se anima, como si se le hubiera ocurrido la solución a un dilema.
-Véngase conmigo. No me deje solo.
-No puedo, es imposible. Sigo conectada.
-Lo conseguiremos. Será fácil, ya verá.
Me dejo llevar por su entusiasmo. Quizá sea una buena ocasión para no viajar sola, al fin y al cabo no hay nada nuevo que esperar aquí. No sé cómo lo haremos, ni si lo haremos. En la zona de cuidados paliativos ha comenzado el movimiento de cada mañana, pronto las enfermeras se acercarán a mi cama para ver si ha habido algún cambio, y me hablarán. Me cuentan su vida, igual que a un confesor. Mi acompañante está nervioso, dice que algo dentro de él lo impulsa a marchar, sin destino conocido, sólo marchar. Tiene prisa, hay que hacer algo, empujar a la enfermera para que tropiece y arranque los cables, dejar sin suministro la maquinaria, así, empujándola, hablándole muy pegado al oído, hasta desestabilizarla, hasta desmayarla de puro intentarlo. La rodea, la coge por los hombros, le grita muy cerca. Pero ella sigue con la misma expresión dulce mientras lava mis manos. Cierro los ojos un momento, para que pase tanto cansancio. Cuando los abro él ya no está, no sé cómo, igual que tantas veces.
La costumbre hace que la decepción no dure. Luego, igual que tantas veces, observo el agua jabonosa con la que me lavan y las toallas calientes, la crema sobre mi piel, la ropa blanca muy planchada, y me siento bien sólo con mirar.

martes, 3 de noviembre de 2009

Gran hallazgo,


Acabo de encontrar en la hemeroteca de ABC una pequeñísima joya familiar que me tiene feliz.
Se trata de una página del Gente Menuda (revista para niños de ABC) del 13 de septiembre de 1931. Al parecer publicaban trabajos enviados por niños, y en este caso aparecen publicados unos dibujos de mis tías Inés y Pina Jaraquemada. Tia Inés (Tali) tenía catorce años, tía Pina debía tener diez u once. Una verdadera maravilla.

http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/blanco.y.negro/1931/09/13/104.html

954 73 65 80


Consuelo estaba muy callada. Se acurrucaba en el sofá del salón de su casa, entre almohadones, cubierta con la falda de la camilla que escondía un brasero eléctrico encendido. Hacía frío aquella noche y la humedad se había instalado en sus huesos después del chaparrón de la tarde. Dos lámparas desiguales a ambos lados del sofá iluminaban escasamente la habitación, pero aún así se entreveían muebles de madera clara, telas ligeras, mucho cristal. Consuelo había puesto en el CD un disco de Chavela Vargas y, mientras la envolvía “Noches de boda”, miraba con mucha atención el teléfono que antes había colocado sobre la tapa de la camilla.
Miraba el aparato sin atreverse a tocarlo. Era un teléfono de los antiguos, verde clarito, de esos en los que el auricular tiene forma de montera. Los de la compañía telefónica lo quisieron cambiar una vez, pero Consuelo se lo impidió; no le gustaban los teléfonos modernos que se rompían demasiado pronto. Aquél era recio y austero, como su carácter.
Finalmente se decidió. Descolgó el auricular con la mano izquierda y lo acercó a su oreja para escuchar el pitido continuo que le indicaría que había línea. El cable enrollado que unía el auricular a la base del teléfono se estiró hasta llegar a Consuelo que, aún sentada, era alta. Se adivinaba su metro ochenta, mucho para ser mujer. Llevó el dedo índice a la pieza circular que sobre el teléfono giraba para marcar los números. Arrastró la pieza desde el número nueve hasta una horquilla metálica que hacía de tope, luego la soltó y la pieza circular volvió al lugar de origen con un traqueteo que agradaba a Consuelo. Después, se dirigió hacia el número cinco.
Eran muchos años ya de relación inestable y prohibida, y Julián no era amigo de sorpresas. Una cosa así a estas alturas no le iba a gustar.
La pieza circular había comenzado su viaje de regreso desde el tope.
Consuelo había pensado mucho en lo que iba a hacer. Nada dependería de Julián.
Marcó decidida el número cuatro.
Se habían conocido hacía mucho tiempo, tanto que ella no sabría decir cuándo. Eran amantes, amantes clásicos. De los que siempre esperan disfrutar de un hueco en el matrimonio de él, y él espera que la esposa no lo sepa, y ella cree que un día la esposa lo sabrá. Al principio había ilusión y amor por el riesgo, pero aquello había pasado y sólo quedaba costumbre. Consuelo sabía que lo tenía que haber abandonado hacía mucho, cuando supo que Julián nunca dejaría nada por ella.
Ya se escuchaba de nuevo el traqueteo de la pieza circular retornando al cuatro. Era el turno del siete.
Julián era mayor que ella, mucho mayor, pero siempre se quitaba años. Al principio Consuelo reía con la ocurrencia pero aquella noche, habiendo cumplido tantos años a su lado, le parecía que se habían igualado. Ella acababa de cumplir cuarenta, él seguía cumpliendo unos eternos cuarenta y tantos. Se preguntaba qué haría él para no envejecer, no había engordado un gramo y las canas no eran cosa que le preocupara. Alguna arruguita alrededor de los ojos le daba un aspecto más real, pero lo hacía aún más hermoso, porque Julián era hermoso
Después de sonar el traqueteo de la pieza circular hacia su punto de origen Consuelo marcó el número tres.
En aquella ocasión la llamada no era un acto cotidiano, en realidad era un salto al vacío. Hacía diez días que Consuelo tenía un retraso en la menstruación, sentía nauseas, sufría mareos. No se había hecho análisis porque no quería saber. Tenía cuarenta años, aquella era su última oportunidad. No importaba Julián. No, no importaba nada.
El traqueteo sonó rápido después del tres. Marcó el seis.
Si Julián no quería el niño lo abandonaría y si le pedía que abortara lo odiaría, pero si se ilusionaba con la noticia, entonces no sabría qué hacer ¿Quería estar el resto de su vida con Julián?
Consuelo sentía que Julián estaba aburrido. A veces llegaba a ella con aromas no conocidos. Sospechaba que había otra, más joven, con la piel más tersa y más blanca; una muchacha con la que poder presumir de saberlo todo en esta vida. Consuelo reía pensando que su papel se había duplicado para ser, además de amante rancia, segunda esposa burlada. A ella le daba igual, no sentía celos, ni siquiera se preguntaba por el sentido de todo. En realidad Consuelo se divertía haciendo sufrir a Julián, no pensaba ponerle las cosas fáciles. Haría de esposa despechada si llegaba la ocasión.
La pieza circular había vuelto ya al seis. Dirigió el dedo índice al número cinco.
Si fuera cierto, si el embarazo fuera real, lo disfrutaría. Tendría a su hijo entre algodones, viviría para él y viviría por él. Lo imaginaba regordete y morenito, como ella, con ojos grandes, negros y profundos, como ella. No quería que tuviera nada de Julián, sólo de ella. Y para ella.
Obligó al círculo traqueteante a volver rápido a su sitio. Necesitaba marcar enseguida el número ocho. Lo hizo. Finalmente, marcó el cero.
Pero mientras esperaba que el teléfono le devolviera la llamada, pensó que quizá fuera una falsa alarma; al fin y al cabo ya no era tan joven, podía tener desarreglos hormonales. Aunque las nauseas y los mareos eran ciertos. O quizá no. La idea de no tener a su niño la desanimó y perdió la fuerza. Nunca había sido fuerte con Julián, siempre hizo lo que él esperaba de ella. Pero entonces no quería equivocarse, por eso, cuando escuchó la voz de él al otro lado, colgó el auricular.
Los últimos acordes de “Noches de boda” dejaban un vacío en el salón. Consuelo se recostó de nuevo entre los almohadones del sofá y cerró los ojos. Pronto se quedó dormida.

Bueno, pues aquí estoy. Me decido a mostrarme al mundo. Que sea lo que Dios quiera.