domingo, 27 de diciembre de 2009

Viar



Marcelo ha muerto, pero es tan corto el tiempo desde entonces que todavía es fácil pensar en su respiración y su sonrisa. Todavía la rutina no ha cambiado y permanece mi costumbre de sentirlo como un elemento más de este paisaje adorado.

 Viar es seco. Está lleno de encinas viejas que se retuercen hacia el cielo y hacen sentir la dureza de la tierra que tan pobremente las alimenta. En verano, el manto amarillento que se extiende bajo los árboles absorbe los movimientos, ensordece los ruidos, elimina cualquier síntoma de vida. De día el calor es fuerte, el pensamiento se aletarga esperando el viento de la noche; pero más tarde, la luz de la luna o de montones de estrellas acompaña el cambio de mi tierra oscura. Es entonces cuando el vapor que sube desde el suelo caliente, gira en el aire haciendo señales al viento que llega muy despacio para llevárselo a la liberación de la luz fría. Y se oye cómo se estiran las plantas, cómo las ramas anquilosadas cambian dolorosamente de posición. Se oye el crujir de las hojas secas pisadas por los animales que salen, al fin, de su escondido sueño.

Pero hoy es invierno. La tardía humedad ya ha oscurecido el polvo de los arroyos antes inexistentes; la hierba moja mis zapatos cuando bajo por la ladera hacia el Tamujal. Esta es la parte de Viar más cercana a la casa; está llena de recuerdos que, enraizados como árboles inmóviles, no dejan que corra ligera y arañan mi cara con sus ramas bajas. Hasta los más lejanos detalles del tiempo pasado aquí me azotan el pensamiento haciéndome vivir la vida en un instante. Vuelvo a sentir la presencia de mi padre en la lluvia que se pega a mi piel.


Su figura grandísima se inclina para apoyarse en el bastón mientras mira callado cómo se va acercando Antonio desde la casilla. Los movimientos son tranquilos, supongo que es por la inclinación del terreno. Los veo cuando se acercan al río para ver si la lluvia de los últimos días ha llenado la charca. Van vestidos con colores oscuros, pantalones de pana o de franela, chaquetas de lana y los sombreros. Antonio una gorra, mi padre nunca sale de casa sin su mascota de fieltro gris.


El ruido de los cencerros golpea mis sienes, siento miedo cuando las vacas rojas se acercan a mí con los ojos fríos. Huyo hacia la casa recibiendo nuevos golpes en mi memoria.


Mientras subo por la ladera voy mirando la hierba húmeda bajo mi sombra. Donde mis hermanas han clavado el cuchillo para llevar un trozo de suelo al belén hay descarnadas heridas, hondos huecos marrones de tierra y agua. Llegamos todos juntos al patio, excitados por esa vivacidad que da la creación de algo. Los primeros llevan la espuerta cargada de hierba y piedras, y en la entrada se amontonan las ramas de pino que los varones cortaron antes. Mamá y Tere ponen en la mesa montes, árboles y un río. Saben bien cómo hacerlo y luego,en la esquina, van formando un hueco recogido que cubren con altos matorrales. El camino de piedras se acerca a la laguna y allí choca con el brillante espejo del agua. Con movimiento rápido van surgiendo las figuras estáticas, paradas por una mano que las hizo de barro. El olor de tierra mojada entra fácilmente en mis pulmones que lo esperan desde hace un año. Y cuando ya nada se mueve, me quedo sola, incluida en la historia recién inventada.

Luego la oscuridad del corredor me empuja hacia la cocina, allí oigo la voz de Paca que me llama. Sus ojos amarillos se llenan de complicidad cuando me ofrece una taza de espesa nata. Sabe cómo me gusta tomarla con azúcar dulcísimo, y siento que mi boca se derrite mientras la gordita figura se inclina alegremente para saludar a sus gatos.


La cocina grande es la habitación de la casa que más me gusta. Siempre silenciosa y oscura. Al fondo, la chimenea atrae a todo el que se adentra en esa paz. Sentada en una silla verde de enea, delante de la chapa cuadrada que siempre ha soportado el calor de las brasas, vuelvo a ver el fuego rojo y a oír el chispeante crujir de las maderas ardientes. El fuego pincha mi piel, y así, me hace llegar más dentro de la luz cambiante. Las llamas tienen formas tan veloces que la atención tiene que ser absoluta para captar todas las extrañas esculturas. El vértigo me ata fuerte al asiento mientras mis ojos obsesionados quieren entender el lenguaje de este movimiento. Permanece así mi mente mucho tiempo. Pierdo el sentido de los minutos, y se agolpan todas las historias como vividas a la vez, como si la evolución no se hubiera producido. No puedo distinguir a las personas que ahora me rodean. Hablan entre ellas mezclando las conversaciones, mezclando los años, aunando el tiempo. Y yo tengo todos los sentimientos. La presión crece. No me resisto y corro hacia la lluvia para que mis lágrimas se mezclen con el agua que cae de los canalones del tejado. Marcelo ha muerto. Me acerco a la verja del patio para mirar la casilla. La soledad se ha apoderado de Viar. Es difícil permanecer impasible mientras se degrada el pasado, y quejidos de impotencia salen de mi espíritu cuando recorro con la vista el alto perfil oscuro de las montañas que me rodean.



Viar es una dehesa extremeña en el término municipal de un pueblo al que nunca he ido. Cuando necesitamos un espacio más poblado vamos a Llerena, o a Pallares los días de misa. Para llegar a Viar el viaje es interminable, un continuo cambio de carreteras hasta el carril. Sorprende ver cómo cambia el paisaje a medida que nos acercamos a la zona desde Villafranca. Primero es llano, olivos, viñas, sembrados de trigo verde y amarillo, repoblaciones de eucaliptos dañinos en las primeras pendientes. Cuando se empiezan a distinguir los montes en el cercano horizonte, el color pasa a ser marrón de tierra y verde oscuro de hojas de encina. Cercas de piedra en las que nace cada invierno un musgo espeso en sus numerosas roturas. Las casi inexistentes casas que nos encontramos por el camino, son blanca y vacías. Llenas de desconchados en la cal vieja, y vacías. Parece que el silencio es el habitante permanente de estos cerros.
Detrás de una de las curvas retorcidas está la entrada al carril que, casi oculto, nos anuncia ya el aislamiento de la casa. El carril, camino de tierra y piedras descarnadas, tiene tres cancelas que intentan evitar la contaminación de Viar.
Se cruza la primera cancela y se ve, a la derecha, alta, la casa de tía Mariana. Es blanca y grande, tiene el aspecto de casa deshabitada que le dinero mantiene ilesa. Siempre miro como encantada las paredes lisas, los muros cuidados, los árboles. Son árboles frescos que suenan como campanillas cuando el viento los sacude. Rodean la casa y los otros edificios del cortijo. La capilla, las cuadras y también el palomar, tienen un aspecto misterioso detrás de tantos papelillos verdes, cristales finísimos, prismas que pintan las paredes con todos sus colores vivos y cambiantes. Son juegos de sombra y luz que siempre miro extasiada hasta que me ciegan las curvas del camino.
Con mi padre entré una vez en aquel misterio. Tía Mariana, triste señora amable, nos recibió con su traje negro en el descansillo de la escalera. Sentada en la camilla de la salita, con una luz muy suave que venía desde el balcón, los oía hablar de sus vidas. Me gustaba más mirar el patio desde la altura mientras sus voces graves daban un apoyo melodioso y blando a mis sueños. Siento todavía el picante calor del brasero en mis piernas.


Mi padre acaba de mover las brasas con la badila. Hace frío fuera, pero en el salón el ambiente es cálido. Huele a humo, los muebles oscuros y silenciosos están atentos a las órdenes de su señora. Hay fotografías sobre la chimenea, y una lámpara de cristalitos cuelga de la mitad exacta de la bóveda. Cada rincón está lleno de detalles empolvados que me entretengo en buscar, como un juego, como seguir con un dedo cercano a un único ojo abierto, el dibujo geométrico de las baldosas del suelo.
Tía Mariana es prima de mi padre y mucho mayor que él. Cuando su dulce sonrisa me dice cómo estoy creciendo, mi padre me mira contento desde el otro lado de la mesa. Siempre me siento feliz cuando recibo este regalo, es como si me ofreciera su vida, como si por un instante fuera sólo mío. Al lado de mi tía es fuerte y grande, y su voz es grave. El pelo blanco antes era oscuro, pero yo siempre lo he conocido así. Tiene unos preciosos ojos negros, y por su cara envejecida sé que las cosas no le van bien. Me siento impotente frente a sus escondidos dolores, no los entiendo y los odio. Se revuelven las ideas en mi mente y salen por mis manos y mi frente sudorosa. Dicen que cuando se es niño es fácil odiar con fuerza y olvidar después.


El camino parece infinito antes de llegar a Viar, las ruedas lo aplastan torpemente intentando seguir siempre sus absurdos pliegues. Lo primero que se ve es la cerca de arriba. Parecen las ruinas de una antigua muralla cayendo lentas y abatidas por la ladera, por la pendiente más suave del monte sobre el que se apoya la casa. La amplitud de la pradera cercada permita a los animales que siempre hay en ella, correr hasta agotarse. Beben en la pila que hay junto al pozo, o en los abrevaderos de latón de las ovejas. Es fácil encontrar allí al burro maniatado y grupos de borregos blancos y patilargos detrás de sus viejas madres.
Al patio se accede por el último trecho del carril. Es un mirador amplio, redondo, rodeado de una verja verde de puntas afiladas. Allí encontraron a Marcelo, sobre la tierra que tantas veces había estrujado con sus pasos fuertes. Los perros se le acercaban buscando algún sonido en su mirada.


Los perros de Viar siempre han sido especiales. Me gusta pensar en las pesadas carreras de los mastines entre las encinas, en los feos perritos nerviosos que salen al paso de cualquiera demostrando su presencia. Un continuo juego entre las patas de las vacas, entre las manos de los habitantes de la casa.
También están las hormigas. Cuando se es chico y observar a las otras personas supone un esfuerzo inútil, es más cómodo y divertido mirar el suelo. Se conoce cada hueco, cada ruta permanente de las hileras larguísimas de hormigas. Las hay negras y rojas, unas pequeñas y otras grandes. Mis hermanos las obligaban a pelearse.



En cada mano, aprisionada entre dos dedos, tiene una hormiga gorda que se resiste con el movimiento insonoro de sus patitas. Manolo, Álvaro, Ramón y yo estamos agachados sobre las lanchas de pizarra del porche. Somos los más chicos de la casa. Nuestra curiosidad y nuestros gritos hacen que la tensión crezca y por fin los dedos de mis hermanos abrazan, forzosa y violentamente, a las dos hormigas. La lucha es inevitable. Retuercen sus cuerpecitos de bolas negras, se patean la una a la otra intentando mantener el equilibrio y las pinzas de sus bocas lanzan ataques al aire. Cuando consiguen separarse huyen nerviosas y se pierden entre sus compañeras en el cortejo. No deja de sorprenderme el silencio de estas luchas.
En las entradas de los hormigueros, los bichitos, con sus movimientos entrecortados, entran y salen metódicamente. Ninguna se pierde, ninguna rompe la continuidad. Pero si tapamos el hueco todo se revoluciona, el suelo de alrededor se tapiza de un dinámico color negro que sólo desaparece cuando el paso es otra vez libre.


Enfrente de la casa está el palomar. Tiene un nido de cigüeñas sobre el tejado, pero ahora está vacío. Detrás el terreno se suaviza, las pendientes casi no se notan y las encinas han dejado su lugar a las retamas que forman una maraña nebulosa y dulce. En las orillas de Tamujal las ramas de espino se espesan formando una valla difícil de atravesar. Era divertido buscar un paso, y, colocando piedras resbaladizas, cruzar el riachuelo.


La risa de Cecilia me pone muy nerviosa. Lo normal será que mis botas marrones resbalen y caigan al agua torpemente. Ahora estoy colocada de un modo tan extraño que es mejor no moverse. La pierna derecha, muy valiente, ha conseguido avanzar y posarse en una piedra firme y picuda, la izquierda, tan lenta como su dueña, se ha quedado atrás indecisa y tiritando. Ceci tira de mi mano con fuerza, no sabe que mi equilibrio peligra porque no para de reír. Por fin la pierna izquierda se lanza atolondrada y la bota se introduce limpiamente en el agua clara. Ahora yo también río, reímos tanto que caemos sobre al hierba sujetándonos la tripa. La risa nos ablanda, termina siempre en una especie de suspiro agudo y leve que nos deja calladas y sonrientes, con las fuerzas agotadas. Sería más agradable ahora dormir junto a mi hermana que levantarme y seguir andando.

Siguiendo el curso del Tamujal se llega a la Junta, donde se unen nuestros dos ríos formando una laguna pequeña pero honda. Siempre hay sombra allí, porque una imponente pared de piedra protege el lugar de la luz del sol. Como es invierno la superficie de la laguna tiene un carámbano bastante firme.


Álvaro intenta mantenerse encima del hielo, Ramón lo sigue. El mayor, tan delgado, tan nervioso, salta rozando apenas la superficie, pero Ramón tiene pocos años y la pesadez de los niños chicos. Súbitamente el suelo se abre y mi último hermano se hunde hasta las rodillas en el agua helada. Se oyen riñas y gritos, pero la protectora Inés busca rápidamente una solución. Las piernecitas desnudas de Ramón encima de la hierba parecen tan tímidas y asombradas como sus ojos. Inés las envuelve en bufandas y pañuelos, y se coloca al niño en la espalda para seguir el paseo.

Viar no es sólo su paisaje. De la cima de los montes, mezclados con el olor de las jaras vienen los espíritus de sus antiguos habitantes. Han elegido Viar como morada eterna y dan una atmósfera fantasmal a las noches del cortijo. Se esconden detrás de las puertas que atravieso, en las fotografías antiguas, en los espejos. En el humo de las velas encendidas, en su luz cambiante y en los confusos ruidos. Me han acosado obsesivamente toda mi vida, aún ahora siento sus miradas y sus caricias en mi mente. Todavía hoy los latidos se aceleran, la respiración pierde su compás tranquilo y tengo la necesidad imperiosa de sentirme acompañada por algo vivo.


Llamo angustiada a mi madre. Cuando oigo su voz los fantasmas desaparecen y puedo dormir tranquila. La voz de mi madre es el bálsamo sosegado que necesito ahora, cuando entre las sombras oscuras del cuarto figuras desconocidas y vaporosas tratan de introducirse en mi almohada. Pero es Dolores la que me tranquiliza hoy hablándome de felicidades futuras, me habla de viajes a tierras lejanas y de cuentos maravillosos. Ya puedo dormir acompañada por la vigilante historia que inventa mi hermana, las palabras suaves entran en mi corazón y dulcemente lo adormecen. Ahora es todo muy real.

Es posible que algunas de las vidas que vagan por Viar se hayan metido tanto en nuestras mentes que nosotros seamos su prolongación. Puede que sea el modo de encontrar la eternidad. Imagino a mi abuelo mirando a Cristóbal, parece que mi hermano ha vivido desde hace mucho tiempo. Quizá es porque fue el primero que trajo a casa un niño de la nueva generación, el primer niño con el que me sentí mayor. También sé que la dulzura de Pilar existe desde siempre, sus ojos claros, su piel blanquísima, y que algo de mi padre continúa en Manolo.
El pasado está incrustado en las piedras, cada segundo que pasa se escribe en el suelo y en nuestra memoria. He oído hablar de Viar muchas veces, historias nuevas y viejas. El pasado, incluso el más antiguo, el que nadie conoce, está grabado en nuestras mentes y nos obliga a soñar con la tierra. Viar se fija con luces llamativas entre los recuerdos de cualquiera que pisa su sus piedras. Antonio y Paca, la Seño, todos los que conocen Viar aunque sea muy poco, pertenecen a su aire y así se eternizan.
Dentro de poco vendrán otras personas a cuidar Viar, cambiarán las costumbres y seguramente se irá recuperando el antiguo esplendor de la casa. Nos acostumbraremos a la nueva época y volverá a dolernos el pensamiento cuando inevitablemente termine. Pero las encinas no cambiarán, ni el calor del verano, ni las heladas del invierno. Al final todo no será más que aire entre las jaras. Ahora Marcelo ha muerto y su voz de humo sólo se oye por los montes de Viar.





jueves, 10 de diciembre de 2009

Juana en el huerto



Juana está en el huerto desde hace rato, como cada tarde ahora que es verano y el sol caldea el aire. Se acerca a saltitos hasta la alberca para ver si encuentra ranas, porque hoy su madre la ha castigado sin baño.
-¡Juanita! ¡Que te he dicho que no hay baño! No me enfades; mira que el verano es largo y no tengo ganas de lucha.
-No voy a bañarme, mamá, sólo busco ranas.
-Sí, ranas ¡Como si no te conociera! Demonio de niña…
La madre de Juana se llama Manuela y es una mujer grande y de genio encendido. Trabaja en el huerto con su marido, Eugenio, que se quedó cojo de chico al caerse de una mula y arrastra una pierna que dicen que es de palo. Juana tiene dos hermanos, uno Geni y el otro Manolo, pero no son como ella, les gusta estar en la casa leyendo cuentos y viendo dibujos en la tele. Sin embargo Juana es de campo, prefiere subirse a los árboles y a los tejados, buscar lagartijas y jugar con su perro Terrible.
-Ven Terri, ayúdame a encontrarlas que mira lo bien que se esconden. En cuanto me alejo se ponen a cantar, y se ríen de mí. Mira aquí…, mira allí…
- Grrr….- Terrible con el hocico parece que ha encontrado el sitio.
- ¡El bote, el bote, Terri!- Juana se inclina sobre el borde de la alberca con tantas ganas que acaba cayendo al agua con un chapuzón de campeonato- ¡Ay, mi madre, que de esta no me libro!
La carita remojada de la niña asoma entre las hojas verdes de un helecho. El pelo negro y lacio, pegado a sus orejas, le da un aspecto raro, los ojos oscuros tan abiertos como dos flores, la boca roja y asustada.
- Parece que mamá no se ha enterado, Terri. Voy a la casa sin que me vea y me cambio de ropa- cuchichea al perro con mucho misterio.
Juana saca una pierna por el borde, el zapato chorrea agua y cuando se apoya en el suelo suena un ¡chaff! Luego la otra pierna ¡Pobre traje de lunares! El que más le gusta y está hecho una pena. Comienza a andar con sigilo hacia la casa, pero los chaff y chuff la siguen por el camino de piedra. Decide quitarse los zapatos y, al poner los pies en las losas calientes por el sol, tiene que dar un salto y taparse la boca con las dos manos para no gritar de dolor.
-¡Que me quemo, Terri!- susurra con la cara encogida.
Agazapada detrás de una celinda cuajada de flores blancas, decide pensar qué hacer. Para tener ocho años es alta y espabilada, casi tanto como su hermano Manolo, y eso que éste le lleva dos años. Manolo, sí, eso es, Manolo. Su hermano la ayudaría si supiera cómo llegar a él. Estará en su cuarto, durmiendo la siesta con un Mortadelo. La ventana está cerca, sólo tiene que saltar el escalón de la tomatera, meterse entre los pimientos y las berenjenas y no resbalarse en el barro, que su padre ha regado esa mañana
-Terri, tú quieto que ahora vengo.
-¡ummmm!- el perrillo no se queda muy conforme.
Juana, con paso sigiloso, se coloca en el filo del bancal de tomates. Es bastante alto, pero si va con cuidado seguro que consigue saltar entre los pimientos sin que se noten sus pisadas. El suelo está mojado y el agua ha reblandecido la tierra, por eso, cuando adelanta el pie derecho lista para saltar, el izquierdo se hunde en el barro y hace caer a la niña de cuerpo entero sobre las sandías espachurrando dos o tres de buen tamaño.
-¡Ayyy, ay, Terri! ¡Mi padre! ¡Ay cuando lo sepa mi padre!- se lamenta Juana mientras se limpia las pepitas que tiene en la cabeza.
Terrible, al ver a su amiga tan desamparada, salta sobre ella lamiéndole la cara.
-¡Para ya, Terri! No seas pesado. A ver cómo arreglamos esto antes de que se acabe la siesta.
Juana y Terrible se miran muy pensativos.
-¡Ya sé! Debajo del palomar Papá guarda las sandías que están maduras. Si traigo tres y limpio esto, ni se entera. Luego buscaré a Manolo.
El palomar no está lejos pero, si no quiere que desde las ventanas de la casa la descubran, tendrá que sortear los rosales de su madre, y eso no es poca cosa. Además, como está tan pegajosa como un caramelo, unas hormigas que rebuscan entre las azucenas confunden a la niña con un tarro de mermelada y acuden a ella llamando a sus compañeras.
-¡Ehhh!¡Festín!- parecen decir.
Pronto la pobre Juana parece un conguito de tanta hormiga. Los bichitos negros suben por sus piernas, se meten entre la ropa, le salen por el escote y al final, llegan a la cima de su cabeza pinchándole en la coronilla la bandera de país conquistado.
-¡Iros de aquí! ¡Fuera!
Juana se retuerce, salta, sopla, se frota y hasta se revuelca por el suelo. Terrible, asustado de tanto baile, ladra sin saber qué hacer: o se come a las hormigas, o se come a su amiga a ver si así se está quieta. Las abejas que revolotean entre las rosas acuden al jaleo y confunden a Juanita con una inmensa sandía madura. Las palomas imaginan arvejones entre las manos de la niña y, posándose en sus brazos, picotean hormigas, abejas, pipas de sandía, pelos pegajosos de Juana y hasta restos de barro reseco.
-¡Mamáaaaa! ¡Socorrooo, auxiliooo!- grita la pequeña mientras corre despavorida a la alberca y se lanza en plancha al agua fresquita.
-¡Demonio de niña! Pero ¿Qué te he dicho? Hoy no hay baño- Manuela sale de la casa asustada por los gritos de su hija. Con los brazos en jarra se planta junto a la alberca- ¡Sal inmediatamente! ¿Será posible? No te has quitado ni la ropa.
Juana, con carita de no haber roto un plato, sale de la alberca como un pollo remojado. Su madre la agarra de la mano y la lleva hacia la casa.
- ¡Venga! que hoy no sales más. Hoy como tus hermanos, a ver la tele y a leer cuentos que falta te hace.
Juana va muy callada y parece triste ¿Estará arrepentida? De pronto, con una gran sonrisa, guiña un ojo a Terrible y parece decirle: ¡Qué alivio, Terri! Espérame que dentro de un ratito estoy otra vez contigo.

martes, 8 de diciembre de 2009

El vuelo de Rosana



Mientras el coche planea sobre el río en un vuelo rasante extrañamente lento, a Rosana se le detiene el tiempo. Como si una inmensa burbuja la hubiera abducido, pierde la conciencia de la gravedad. Flotando sobre el asiento del conductor, gira la cabeza para mirar a sus hijas y a Andrés que duermen flotando ellos también; le parecen algas de largos tentáculos acunándose con la marea del Atlántico.
- Ay, Amelia, se me olvidó recogerte el pelo – se lamenta de su descuido.
Sabeque estando así, con los rizos amarillos hacia arriba, hacia tan arriba, a su niña chica le dolerá la cabeza.
-A ti, Irene, te lo corté el viernes. Mejor así.
El viernes fue el día sombrío en que el doctor Lafuente la llamó a casa después de la lluvia de la tarde, cuando nadie esperaba que lloviera y el otoño y el frío aún no eran bien recibidos. Ella había salido hacia el estudio.
-Es urgente, Dalia, dígale a la señora que me llame sin falta.
Pero Rosana sabía muy bien cual era esa urgencia, por eso no llamaría. Actuaría como tenía decidido. Era lo mejor. Ella sabía que era lo mejor.
- ¡Qué pronto dejaste de insistir! En cuanto Dalia te dijo que pasaríamos fuera el fin de semana. Imaginarás que puedes esperar hasta el lunes.
Inesperadamente parece que Andrés abre los ojos y ella se alarma.
-No te despiertes amor, ya falta poco.
Ahora, con el tiempo detenido sobre el río intranquilo, Rosana recuerda que Andrés, su Andrés moreno y dulce que la cautivó rozándole el cuello una noche de mar, ha bebido sin dudar el agua envenenada. No ha sido difícil, siempre lleva una botella para aliviar la sequedad que le produce la medicación. Desde que hace años tuvo la primera crisis, Andrés no ha vuelto a ser el mismo.
- No te preocupes, mi vida. Nos iremos todos juntos.

Las niñas son muy pequeñas, el agua las ha dormido con el primer sorbo y no notarán nada. Rosana consigue volverse hacia sus caritas suaves, los ojos cerrados, los labios rojos. Aunque se le rompe el alma, sin vacilar ha querido que ellas los acompañen, a pesar de que Mercedes se ofreció a cuidarlas. Desde que tuvo la certeza de que su vida no duraría mucho, había decidido que Andrés y las niñas no sufrirían su enfermedad y su ausencia.
- Id solos, aprovechad que estoy aquí – su hermana insistió- Anda, Rosana, os vendrá bien ahora que Andrés está mejor.
-Esta vez no, Mercedes. Gracias, pero esta vez no.
Y a Rosana se le congelaban las palabras cuando, mirando a su hermana, sabía que esa vez no podría contar con ella, ni contarle siquiera sus más íntimos pensamientos como siempre había sido, desde pequeñas, cuando sus padres las dejaron en casa de la abuela para ir a aquel último congreso de gastroenterología en Bilbao.
Al fin escucha como la burbuja que los mantiene parados sobre el río se resquebraja, percibe el ruido del agua correr bajo el coche, el viento que resopla y se cuela por la rendija de su ventana abierta. Y el tiempo que se precipita.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Tren nocturno, segunda clase


En aquella ocasión viajaba acompañada por una pareja de palomas mensajeras. Desde que por diversos infortunios tuve que trasladarme a vivir a Barcelona, el tren nocturno que hacía viaje día sí día no a Sevilla se había convertido en un lugar común. El traqueteo y los vaivenes se incrustaron tanto en mí que acabé por padecer unos temblores entrecortados que todos achacaban a mi añoranza del sur.
Pero esa noche nada era igual. El encargado de taller de la fábrica textil Mas y Balaguer donde yo trabajaba de ayudante de telar, me había propuesto matrimonio. Martí Capdevila i Forner era un hombre bueno que rondaría los cincuenta años, escaso de pelo y más escaso de ideas. Yo procuraba mantenerme distante en las muchas ocasiones en que él requería mi presencia ya fuera para explicarme el uso de los telares, interesarse por mi salud o enumerarme sus nuevas adquisiciones en ladrillo. Pero cuando nuestras miradas se cruzaban, en sus ojos insípidos brillaba un no sé qué que me impulsaba a desviar de inmediato la atención de los míos. La última tarde, antes de apagar las máquinas, me llamó a su despacho. Con una sonrisa blanda, oliendo a colonia de baño quizá para esconder el aroma de la grasa en sus manos y retocados a conciencia los rizos que aún colgaban por su nuca, me recibió en la puerta. Me pidió que me sentara, que lo escuchara, y sin más me declaró su amor sincero. Acorralada entre las cristaleras de la puerta y los tentáculos de aquel hombre bueno le dije que lo pensaría y huí, después, volver a Triana dejó de ser un sueño para convertirse en una necesidad. Por eso aquella noche nada era igual, viajaba con una pareja de palomas mensajeras y sería un viaje sin retorno.
Estaba oscurecido cuando llegué a la estación de Sants, era invierno. Tenía el tiempo justo para coger el tren y subí al vagón de cola con la intención de llegar a mi asiento caminando por el interior, pero la maleta de cartón piedra y la cesta de las palomas me impedían avanzar, por eso decidí volver al anden y aligerar el paso antes de que dieran el último aviso a los pasajeros. El billete indicaba claramente: “ segunda clase, coche tres, compartimento siete, asiento cinco”. Un revisor vestido con uniforme azul marino y gorra de ferroviario me ayudó a subir el altísimo escalón del tren, luego me indicó el asiento. Me sorprendió la vejez del revisor, parecía pasar de los setenta y aún seguía acomodando pasajeros en el tren nocturno. De pelo blanco amarillento y andares renqueantes, vestido con aquel uniforme intachable, parecía una estampa de otros tiempos. Era la primera vez que lo veía a pesar de las numerosas ocasiones en que había tomado aquel tren, supuse que tendría adjudicados turnos en fechas en que yo, por mi trabajo, nunca viajaba.
El compartimento siete estaba vacío. Era uno de los que formaban en hilera el vagón de segunda clase. Como todo el tren, era de madera oscura y luces sombrías, de olores a grasas de freno y a vejez. Tenía dos bancos corridos a cada costado tapizados de skay burdeos, al fondo una ventana amplia, abatible sólo en parte, que ocupaba casi todo el frontal y que comunicaba aquel mundo con una sucesión de paisajes veloces en el exterior. Cuando el tren salía de Barcelona, de noche, la ventana reflejaba la luz enfermiza del interior y, si había más pasajeros, sus figuras abandonadas al movimiento, sin quejas, intentando atrapar un sueño que se resistía a cada sacudida de las ruedas sobre la vía. Pero aquella noche el compartimento número siete estaba vacío. El viejo me ayudó a colocar la maleta en la rejilla portaequipajes que se sostenía sobre los asientos y señaló la cesta sin saber qué hacer.
-De esta me ocupo yo, muchas gracias- dije al viejo antes de verlo salir renqueante del compartimento.
Cerré la puerta corredera y eché las cortinas pardas, raídas, que colgaban plegadas a cada uno de sus lados. Luego coloqué la cesta sobre el asiento orientado hacia el origen. Yo me senté enfrente y, al notar el viento que entraba por la ventana entreabierta, sentí que encaraba el destino como una metáfora de mi vida. El tren comenzaba a moverse después de sonar un pitido chillón en el andén. Cerré la ventana porque el frío era intenso, esperé hasta asegurarme de que todos los pasajeros se habían acomodado en sus asientos y ninguno entraría en aquel remanso que ya había hecho mío. Apagué la luz para contemplar las luces de Barcelona que pronto desaparecerían detrás de la niebla. Pasado un rato, amoldé mi bolso de mano al lateral del asiento que daba a la ventana y, envolviéndome a conciencia en mi abrigo de paño beige, me tumbé utilizando el bolso de almohada. Entonces recordé a las palomas.


La cesta de vuelo en que transportaba a la pareja de palomas mensajeras era de mimbre y cuero. Mimbre el entramado, cuero las bisagras y correas. Estaba cubierta por una funda de lona densa, de color verde hierba, que impedía la entrada de luz para así evitar el gorjeo continuo. Las había conseguido a través de un compañero de telares, éste recibió un soplo según el cual se encontraban a buen precio palomas mensajeras para cría, excelentes ponedoras y de procedencia imprecisa, en un mercadillo ilegal de San Adrián del Besòs. Según el compañero de telares podría ganarles un dinero sustancioso vendiéndolas a algún entendido y yo sabía que en la comarca del Aljarafe había mucha afición al vuelo de palomas. Con lo que sacara lograría sobrevivir un tiempo hasta encontrar un nuevo trabajo.
Levanté la funda para comprobar que seguían bien. El doble fondo de la cesta tenía restos de comida y excrementos, en el bebedero había suficiente agua para aguantar unas horas. Más tarde, lo rellenaría en el aseo del vagón. Saqué de mi bolso un paquete de semillas y lo volqué en el comedero. Las palomas comenzaron con su gorjeo y preferí volver a taparlas antes de que el revisor apareciera. De nuevo me tumbé arrullada en el abrigo e intenté conciliar un sueño que no llegó. Martí Capdevila y Forner venía a mí haciéndome sentir culpable por huir y arruinar su vida. Culpable por haberlo enamorado sin querer, por hacer que a sus cincuenta años la caída fuera insalvable. También me rondaban el futuro incierto, las miserias de la tierra y mi familia. Pero tenía las palomas.
Viendo que el sueño no me vencía decidí rellenar el bebedero. El traqueteo del tren me hacía dar tumbos entre las paredes del pasillo cuando iba al aseo. En el primer compartimento, junto al rellano, pude ver al revisor que, con la mesita plegable abierta ante él y una servilleta de cuadros colgando del cuello de su chaqueta, comía de una fiambrera metálica. Olía a tortilla de patatas y a pan tierno.
-Que aproveche- le dije.
-Gracias mujer. Si gusta- contestó ofreciéndome la fiambrera con la boca llena.
-No gracias, ya he cenado- mentí.
Cuando regresé a mi departamento las palomas gorjeaban ligeramente, quizá animadas por una rendija de la funda que dejé levantada. Volví a colocar el bebedero y controlé que la comida estuviera en su sitio. Las observé. Una era blanca toda, de pico y patas rosas, de pecho potente. La otra era oscura y más estilizada, también más nerviosa. No reconocí al macho, tampoco a la hembra. La segunda tenía en la pata un canuto de madera, parecía una pata de palo. Cogiendo al ave pude leer sin esfuerzo en una placa pegada a la madera: “Ejército de tierra. Sección Colombófila R.T.E. 22.” Me pregunté de dónde las habría sacado el vendedor e imaginé historias de batallas y traiciones, de espionaje internacional. Entonces se me ocurrió hacer algo que iba a cambiarlo todo.
Busqué una libreta en mi bolso, un bolígrafo y escribí con letra pequeña: “Sospechoso controlado. Tren Barcelona-Sevilla esta noche. Disfraz revisor viejo. ¡Actúen!” Después arranqué la hoja y le recorté los bordes. Enrollé la misiva y la introduje en el canuto de madera. No sé por qué lo hice, quizá por aburrimiento, quizá porque el destino me empujó. Cerré con cuidado el tubito y dejé de nuevo la paloma en la cesta. Luego la cubrí con la funda y me quedé dormida.


Sin saber cuánto tiempo habría pasado desperté con un brazo entumecido y dolor de cabeza. Tenía una sensación rara, como si hubiera dormido muchas horas. Hacía frío y me levanté para comprobar que la calefacción funcionaba. Encendí la luz para localizar las rejillas por las que tendría que salir el aire caliente y entonces me di cuenta. La cesta de las palomas había desaparecido. Absurdamente busqué por el suelo, debajo del asiento, incluso en el portaequipajes, pero no estaba. Aturdida me senté un momento sin saber que hacer, luego salí inestable para buscar al revisor. Lo encontré durmiendo en el mismo lugar donde antes lo había visto comer. Se había desabrochado los botones más altos de la chaqueta y respiraba tranquilo recostado sobre el reposacabezas del asiento. La boca abierta, el pelo canoso lo tenía revuelto y grasiento. Volví a preguntarme qué haría allí. Lo llamé, tuve que zarandear su hombro para que despertara.
-Me han robado- le dije.
-¿robado?
-Sí, una cesta.
-¿Miró bien?
Yo asentí.
-Bueno- dijo resignado- habrá que mirar mejor.
Al salir al pasillo decidió colocarme delante de él, parecía utilizarme de escudo.
- Puede que haya sido la banda del Pere.
-¿El Pere?
-Suben al tren en el apeadero de Albuixech, no sé cómo lo hacen. Luego bajan antes de llegar a Valencia Norte, cuando la máquina reduce la marcha en el cambio de agujas.
-¿Pero, si saben todo eso cómo no lo impiden?
-Llevan armas- me dijo muy calmado, como si estuviera describiendo su color de pelo o la altura de sus aspiraciones.
-He hecho muchas veces este recorrido y jamás me he topado con el tal Pere – respondí incrédula.
Él se encogió de hombros.
Estaba molesta, no sólo por haber perdido el único bien del que disponía para asegurar mi futuro. También me molestaba el andar torpe del viejo, su historia sin sentido ¿Qué se creía? ¿Tan ingenua le parecía? La banda del Pere, menuda patraña.
Llamamos a la primera puerta cerrada y la abrimos con precaución. Estaba oscuro. Una pareja dormía acurrucados el uno con el otro en el asiento de la derecha, a la izquierda una niña estaba tumbada, cubierta por un abrigo de hombre. La pareja se alarmó . El revisor les preguntó si habían notado algo extraño, había habido un robo. Aturdidos como yo misma al despertar, tardaron un rato en reaccionar.
-¿Un robo?- dijo el hombre.
-¡Mi bolso, Juan! ¡Qué no tengo el bolso!- gritó ella.
El bolso de aquella mujer, y los bolsos, carteras y pertenencias varias de diecisiete pasajeros de la segunda clase, coche tres, del tren nocturno que nos llevaba de Barcelona a Sevilla, habían desaparecido sin que nadie hubiera notado nada, sólo un sopor extraño al despertar. El revisor organizó la búsqueda empujándome a una aventura que me venía grande. Dentro de los compartimentos no había señales del saqueo, las puertas seguían cerradas y las luces apagadas a aquella hora de la noche. Alguien dijo que había que buscar en el resto del tren, alguien dijo que había que registrar los aseos, los almacenes, la cafetería, incluso las literas y camas de la primera clase. Pero no hizo falta. El primer bolso apareció en el rellano del lado norte del vagón. El resto se repartía entre el aseo de aquel lado norte y el aseo del lado sur. Carteras vacías, bolsos sin monederos, sin recuerdos ni billetes de vuelta. Y de mi cesta, las palomas mensajeras habían volado.
El pasajero del compartimento doce, secretario del Ayuntamiento de Alcalá de Guadaira para más señas, organizó la lista de objetos robados, determinó la hora del robo y apuntó con todo detalle las distintas versiones de lo ocurrido; habría que poner una denuncia al llegar a Sevilla. Las dos hermanas de la Cruz del diez tranquilizaban al pasaje a base de reliquias y rezos, tres niños perplejos, dos abuelos indignados, algunas mujeres asustadas y un grupo de cinco soldados de reemplazo con mucha guasa, completaban la población del vagón de segunda. Parecía evidente que el revisor tenía razón. Por muy peregrina que fuera aquella explicación, no había otra mejor. Nos quedó claro que la banda del tal Pere había conseguido un buen botín en aquel saqueo, tanto como cincuenta mil pesetas mal contadas, los cinco billetes de vuelta de los soldados, un reloj, una máquina de forrar botones, una caja de “Jaumets” y dos palomas mensajeras. Según el revisor aquello era habitual, y lo habían comunicado a la Guardia Civil, pero nada. Decía el viejo que a la compañía ferroviaria no le interesaba que se supiera y movía los cables necesarios para acallar cualquier rumor. Y que él ya era viejo para enfrentarse, que si lo hubieran cogido más joven otro gallo cantaría. Creía que se daban al arte del hipnotismo, o que tenían un sistema para hacerse invisibles, como los magos, porque nunca nadie los vio, ni siquiera él.
Pasaban de las cuatro de la madrugada cuando una calma resignada volvió al vagón. De vuelta a mi asiento aún era noche cerrada y la luna apenas iluminaba el paisaje. Para no pensar en el futuro, y con el estómago revuelto, me entretuve en imaginar a la banda de salteadores. Los imaginaba con mallas negras de cuerpo entero como ladrones de guante blanco, trepando al vagón de cola, hipnotizando al pasaje con sólo un suspiro, abriendo con tal cuidado las puertas que ni el aire se inmutara y llevándose lo único que yo tenía: un par de valiosas palomas mensajeras. Y me pareció imposible, o de ser cierto, que entonces todo era posible en aquellos trenes nocturnos, en horas de brujas y misterios. Llamaron a la puerta.
El revisor apareció con su gorra.
-He pensado que quizá quiera usted compañía, después del susto.
Yo no estaba muy segura de necesitar compañía, pero le dije que sí, que se sentara.
-Estos viejos trenes son así. Pasan cosas, que se lo digo yo- me decía, y mirando a su alrededor- Les queda poco tiempo, pronto irán al desguace.
Pensé que era una pena. El tren era viejo y sucio, sí, pero también estaba lleno de nostalgia, de encanto. Los nuevos coches no serían lo mismo, más cómodos, más rápidos quizá, pero no serían lo mismo.
-¿Hace mucho que trabaja usted aquí?- pregunté al viejo.
- Ni me acuerdo, tanto hace. Pero sin turnos diarios, por eso he podido dedicarme a otras cosas.
Él esperaba que yo demostrara interés por esas otras cosas, pero no pregunté. Pensaba en mi madre, me esperaría en la estación porque la había llamado desde Sants. Imaginaba su figura redonda, el moño estirado y el alivio de luto del que no se desprendía desde la muerte de mi padre hacía ya trece años. No sabía cómo iba a decirle lo del trabajo. Aún tenía algo de dinero en el bolso que, por suerte, no habían encontrado. Con eso podríamos aguantar hasta que yo encontrara un nuevo trabajo, si hacía falta volvería a limpiar por horas.
-¿Vive usted en Sevilla?- preguntó el viejo
-Desde hoy. Vuelvo para quedarme.
-¿Y Barcelona?- aunque me sorprendía la curiosidad del revisor no me importaba responder, casi me servía para lavar mi conciencia.
-He dejado mi trabajo allí. Trabajaba en telares.
-¿Ahora qué?
-No sé qué pasará. Creo que las cosas no han cambiado mucho en los tres años que llevo fuera. No me gustaría tener que irme de nuevo.
El viejo pareció agradecer mis explicaciones. Me fijé mejor en él y, además de su pelo ralo y amarillento, tenía unos ojos llamativos. Muy verdes, muy vivos a pesar de los años. Sus manos también llamaban la atención, de dedos finos y movimientos delicados, no se parecían a las de Martí Capdevila i Forner .
-Quería pedirle algo.
Me sorprendió su solicitud.
-Necesitaría que llevara este sobre a un amigo de Sevilla ¿Podría?
Alargué la mano para coger el sobre. Tenía un nombre y una dirección escritos: Sr.D. Carlos Márquez Santero, Teatro Imperial, Sevilla. Lo guardé en mi bolso y le prometí que lo llevaría al día siguiente. Él me sonrió y me alegré de poder hacer algo por él.
-Tengo que dejarla, estamos llegando a Córdoba- dijo poniéndose en pie- Pasan ya de las siete, no hemos notado el amanecer con tanta charla.
El viejo salió dejando la puerta abierta. Por la ventana el campo se veía blanco por la helada. Se comenzaban a ver los primeros edificios antes de llegar a Córdoba, primero algunas casas repartidas aquí y allá, luego polígonos industriales, barriadas marginales, y los aledaños de la estación. El tren aminoró la marcha cuando se disponía a entrar en el rail de acceso. Vagones de mercancías, oxidados, parecían abandonados en las vías muertas. Luego los andenes. No había mucha gente, sólo algunos viajeros que esperaban para subir y varios guardias civiles con sus tricornios de charol. Su número aumentaba a medida que nos acercábamos a la parada, me extrañó, imaginé que algo debía ocurrir. Cuando se abrieron las puertas hubo gritos en el rellano del vagón, asomada a la puerta pude ver cómo una pareja de guardias detenían al viejo revisor, le colocaban unas esposas llevando sus manos a la espalda.
Inmediatamente recordé a las palomas, el canuto de madera, mi ocurrencia, el mensaje: “Sospechoso controlado. Tren Barcelona-Sevilla esta noche. Disfraz revisor viejo ¡Actúen!”
-¡No!- dije dirigiéndome a los guardias civiles - ¡Todo es un error!¡Es culpa mía!
El guardia que tenía sujeto al revisor me dijo que me alejara, que aquello no tenía nada que ver conmigo.
-¡Él no ha hecho nada! ¡Escribí aquel mensaje sin saber que pasaría esto, sólo es un error!
El guardia civil me dijo que no sabía nada de ningún mensaje, que no había error posible. Al fin lo habían pillado, habían encontrado el material robado en su maleta.
-¿El material robado?- pregunté como una autómata.
-Sí, pero si lo quieren recuperar tendrán que ir al cuartelillo.
-¿Recuperar?- volví a repetir. Luego, pregunté al viejo que me miraba con media sonrisa-¿Y mis palomas?
-Volaron.


Al día siguiente llevé la carta como había prometido al viejo, a pesar de todo me entristecía lo ocurrido. Intenté justificar de mil maneras aquellos robos, por su vejez, por su cansancio, por su andar renqueante. Cuando llegué al Teatro Imperial pregunté por D. Carlos Márquez Santero y éste me recibió en su camerino. En la puerta un cartel escrito con letras brillantes decía: “ Santorini: Hipnotizador y Mago” Llamé sólo una vez antes de que la puerta se abriera. Un hombre joven y alto, vestido de frac, me dijo que pasara.
-No hace falta- contesté tendiéndole el sobre- Creo que esto es para usted.
Él lo cogió y leyó el nombre del destinatario. Luego lo abrió y sacó una carta.
-Si no quiere nada más, tengo que irme.
-Pase un momento, por favor- cogiéndome del brazo me hizo entrar en el camerino- El maestro me dice que usted busca trabajo, que es la ayudante que necesito.
-No puede ser. Debe referirse a otra persona.
-Es usted. La descripción no deja lugar a dudas.
-Pero...
-Bueno, ¿acepta?
Y sin saber qué me impulsaba a hacerlo contesté.
-¿Podríamos empezar por los trucos con palomas?