martes, 8 de diciembre de 2009

El vuelo de Rosana



Mientras el coche planea sobre el río en un vuelo rasante extrañamente lento, a Rosana se le detiene el tiempo. Como si una inmensa burbuja la hubiera abducido, pierde la conciencia de la gravedad. Flotando sobre el asiento del conductor, gira la cabeza para mirar a sus hijas y a Andrés que duermen flotando ellos también; le parecen algas de largos tentáculos acunándose con la marea del Atlántico.
- Ay, Amelia, se me olvidó recogerte el pelo – se lamenta de su descuido.
Sabeque estando así, con los rizos amarillos hacia arriba, hacia tan arriba, a su niña chica le dolerá la cabeza.
-A ti, Irene, te lo corté el viernes. Mejor así.
El viernes fue el día sombrío en que el doctor Lafuente la llamó a casa después de la lluvia de la tarde, cuando nadie esperaba que lloviera y el otoño y el frío aún no eran bien recibidos. Ella había salido hacia el estudio.
-Es urgente, Dalia, dígale a la señora que me llame sin falta.
Pero Rosana sabía muy bien cual era esa urgencia, por eso no llamaría. Actuaría como tenía decidido. Era lo mejor. Ella sabía que era lo mejor.
- ¡Qué pronto dejaste de insistir! En cuanto Dalia te dijo que pasaríamos fuera el fin de semana. Imaginarás que puedes esperar hasta el lunes.
Inesperadamente parece que Andrés abre los ojos y ella se alarma.
-No te despiertes amor, ya falta poco.
Ahora, con el tiempo detenido sobre el río intranquilo, Rosana recuerda que Andrés, su Andrés moreno y dulce que la cautivó rozándole el cuello una noche de mar, ha bebido sin dudar el agua envenenada. No ha sido difícil, siempre lleva una botella para aliviar la sequedad que le produce la medicación. Desde que hace años tuvo la primera crisis, Andrés no ha vuelto a ser el mismo.
- No te preocupes, mi vida. Nos iremos todos juntos.

Las niñas son muy pequeñas, el agua las ha dormido con el primer sorbo y no notarán nada. Rosana consigue volverse hacia sus caritas suaves, los ojos cerrados, los labios rojos. Aunque se le rompe el alma, sin vacilar ha querido que ellas los acompañen, a pesar de que Mercedes se ofreció a cuidarlas. Desde que tuvo la certeza de que su vida no duraría mucho, había decidido que Andrés y las niñas no sufrirían su enfermedad y su ausencia.
- Id solos, aprovechad que estoy aquí – su hermana insistió- Anda, Rosana, os vendrá bien ahora que Andrés está mejor.
-Esta vez no, Mercedes. Gracias, pero esta vez no.
Y a Rosana se le congelaban las palabras cuando, mirando a su hermana, sabía que esa vez no podría contar con ella, ni contarle siquiera sus más íntimos pensamientos como siempre había sido, desde pequeñas, cuando sus padres las dejaron en casa de la abuela para ir a aquel último congreso de gastroenterología en Bilbao.
Al fin escucha como la burbuja que los mantiene parados sobre el río se resquebraja, percibe el ruido del agua correr bajo el coche, el viento que resopla y se cuela por la rendija de su ventana abierta. Y el tiempo que se precipita.

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