martes, 28 de abril de 2020

LA ENCINA GITANA Primer capítulo


CAPITULO I


En el campo que rodea a mi pueblo hay una encina a la que llamamos “Gitana”. Es un árbol grande, de tronco grueso y copa amplia, sus hojas tienen un verde casi negro, pero en primavera se llena de florecitas amarillentas que le dan un aspecto más ligero. El pie de su tronco retorcido, cuajado de cicatrices, se abre en una cueva donde dicen que una gitana murió hace mucho al parir a su hijo, y allí, dicen, quedó su alma entremetida. Estos árboles viejos tienen el poder de atraer a las almas perdidas, de acurrucarlas entre sus raíces y sus hojas para siempre. Y dicen que al hijo recién parido lo recogió un pastor que lo cristianó y cuidó de él. Antonio como su padre, Nono, lo llamó. Era un niño morenito y guapo, con ojos negros tan grandes que de chico parecían salirse de sus órbitas. El pelo le caía tieso en un flequillo que se le colaba entre las pestañas y lo hacía llorar, y es que el pastor no estaba en esas cosas del aseo, del orden en el vestir y el peinar.
Nono quiso a Gitana desde bien chico, porque con su padre llevaba a menudo a pastar las ovejas al llano que la rodeaba, y pronto descubrió los cariños de su madre entre las ramas de la encina. Primero fue su voz, esa que Nono distinguía en el viento que silbaba desde su copa, cantos dulces, palabras de amor. Más tarde la madre pudo acariciar su pelo desordenado alargando los brotes más tiernos de sus ramas bajas.
La vida de Nono era feliz. Vivía entre animales en la casilla del campo que su padre había aviado después de que el chozo le saliera ardiendo por un mal rayo. Ranas, lagartijas, panales de abejas y hormigueros; gusanos, ratones, cinco gatos, conejos y pájaros de muy diversos tamaños y colores. Las ovejas que no se diferenciaban mucho unas de otras, y los mastines. Tarugo y Leona. Los perros de su tierra eran fuertes, tranquilos y tan grandes que impresionaban con sólo mirarlos.
También estaban los perdigones de reclamo que su padre cuidaba a un amigo cazador. Había que sacarlos al sol en aquellas jaulas en las que apenas cabían, en invierno no podían salir por el frío y los alimentaban con bellotas picadas que cada noche el pastor, terminadas las faenas del día, cortaba delante del fuego con una navaja bien afilada que era la envidia del niño.
Pero de todos los animales que con Nono vivían, el preferido era sin duda su burro Genaro. Se lo habían dejado los Reyes Magos de pollino, cuando el niño apenas contaba los cuatro años, y juntos crecieron.
-¡Mi Nono qué bueno dormía aquella noche!- relataba el pastor a sus amigos una y otra vez- ¡Meca! ¡Si lo hubierais visto al caer la tarde correr por los montes para la casa!, porque yo ya había visto el relumbre de las antorchas de la cabalgata, y había sentido el ruido de los camellos por el cerro de Cabezaquemá. ¡Que no te pueden ver Antoñín! ¡Que si te ven no te dejan na! El pobre mío corría que se las pelaba monte arriba resollando. ¡Que herejía de hijo! ¡Cómo llegó a la casa y se acostó sin cenar con el hambre que arrastraba!. También me acosté yo no fuera a ser que los Reyes pasaran de largo al sentir ruido en la casa.
- ¿Pues qué habíais pedido, José? – preguntaban divertidos los otros.
- Nunca hemos tenido costumbre de pedir na, pero ya de mañana me despertó mi chiquillo como una bala. “¿Dónde vas tan temprano?” le dije “¡Padre, venga, levántate! ¡Vamos a ver lo que hay en la candela!”. Su cara me espabiló corriendo y, ¡co!, me dio contento pa mucho tiempo. Pero en la candela no había na. ¡Meca! Entonces oímos un rebuzno colándose por la ventana que estaba abierta y nos plantamos los dos en la puerta. Allí, en el umbral, había un burrino poco más alto que mi zagal. ¡Jo, qué bonito era! Mi Nono lo llamó Genaro porque se parecía a un amigo del pueblo, y a mí me vino bien el nombre.

Genaro era un burrito gris, de pelo suave y ojos grandes como Nono. Movía la cabeza reconociendo al niño igual que éste daba vueltas a su alrededor saltando de alegría. Esa misma tarde, Nono y Genaro visitaron a Gitana. Ella reía, agitaba sin parar sus ramas de las que caía una lluvia de bellotas, porque era época de montanera. Así, el niño acabó dormido en el regazo de su madre mientras Genaro se zampaba las bellotas dulces que la encina le iba regalando.


El pueblo era la mitad del mundo de Nono. Era un pueblo más bien pequeño, muy blanco de cal, con una sola iglesia, una plaza y un mercado. El ayuntamiento con geranios en su balcón y la escuela dentro del patio. Parque no tenía, no hacía falta, el campo lo tenían sus habitantes a un tiro de piedra. Un campo de huertas cercanas, de pozos rebosantes y albercas que se nutrían de las aguas subterráneas de una ribera que en verano desaparecía de la vista. Un poco más allá, la dehesa con sus lomas de encinas, sus paredes de piedra y sus animales tranquilos.
En el pueblo tenía Nono a la señorita Raimunda, la maestra, con la que el pastor no podía ocultar sus ganas de amistad. Era alta, rubia y flaca como el galgo del tío Laurel y se reía con las gracias del pastor sin dejar nunca claro qué sentía por él.
La Seño, como la llamaban los niños, llevaba a Nono a la feria cuando era tiempo y el pueblo se llenaba de kioscos de turrones y luces de colores. Los cochecitos eléctricos dando vueltas o las barcas que se balanceaban no eran del gusto de la maestra, ella prefería la tómbola y discutía con el dueño si no conseguía un premio para el niño.
-¡Pero bueno, hombre! ¿Vas a dejar sin juguete al muchacho?- preguntaba con autoridad. - ¿No se te cae el alma? ¡Con el dineral que llevo gastado! ¡Que no! ¡Que no me voy sin un regalo! ¿Ese? ¿ Y porqué no éste otro que le gusta más al zagal?
Al final siempre conseguía lo que quería por mucho que el tombolero refunfuñara hasta perderla de vista.
-¡Qué mujer! ¡Todos los años igual! ¡Pa el año que viene, cuando la vea que se acerca cierro el puesto! ¡Como me llamo Rafael que lo hago!...
En esos días la Seño también llevaba a Nono a comer chocolate con churros o pinchitos morunos en el kiosco del marinero. El hombre había sido en su juventud pirata en los Mares del Sur y lucía con orgullo sus tatuajes con el pecho desnudo.
-Estando yo en la isla de Tantontiki, la de los piratas malditos, se me presentó la ocasión de buscar un galeón perdido. Tesoros de oro y piedras preciosas me esperaban en el fondo del mar,...- contaba a voz en grito y le encantaba que se le llenara el kiosko de gente con un repentino hambre de pinchitos picantes.
Así supo Nono que existía el mar, otros países, otra gente, otras maneras de hablar. Y así supo que algún día conocería todo aquello viajando por el mundo y durmiendo bajo las estrellas.
El marinero tenía un barco gigante tatuado en el pecho, rodeado de un mar enfurecido, de gaviotas locas volando por encima de sus velas. Ponía el marinero sus manos unidas bajo el barco y con un movimiento de músculos que sólo él sabía hacer, empezaba lentamente a navegar. Nono entonces creía sentir las gotas de mar en su cara y el viento frío pegándose a su piel mojada.

miércoles, 15 de abril de 2020

Luisa de Andrade


Luisa de Andrade



Ocurrió una tarde de noviembre, horas antes de las inundaciones del año setenta y cuatro, cuando aún no imaginábamos que los diques no resistirían el aluvión.
La carretera nacional 630 me había llevado cada día desde hacía un mes por los pueblos de la Tierra de Barros. Un mes desde que el trabajo en el matadero se acabó y comencé a sustituir a una prima como representante de productos «Avon». Aquella tarde de noviembre llovía con fuerza y, aunque es normal que a mediados del otoño caigan aguaceros en la comarca, el de entonces era especialmente intenso, la lluvia caía con tal violencia que parecía dañar a los olivos que flanqueaban la carretera y las viñas enanas desaparecían de la vista en algunas zonas con pendientes mal calculadas. Conducía con cuidado procurando seguir el camino que trazaba ante mí la línea continua y discontinua del asfalto, hasta que un cartel a la derecha de la carretera anunció al fin la llegada a Villafranca, justo detrás de él se veían brillar a través de la lluvia las luces intempestivas de una gasolinera.
― ¡Perdone!― Llamé al mozo que se resguardaba del viento en la oficinilla― ¡Oiga! ¡Perdone!
El hombre, con las manos en los bolsillos de un mono azul eléctrico, se acercó por debajo de la marquesina que había sobre los surtidores.
— ¡Menuda tarde!―Me dijo en forma de saludo― ¿Qué le sirvo?
―No gracias, no quiero nada. Sólo saber cómo se va al centro.
― ¿El centro? Como no sea el ayuntamiento…
Con sus indicaciones bajé por una calle de paredes blancas y coches aparcados junto a las aceras. El viento racheaba y lanzaba la lluvia con fuerza sobre los tejados de las casas que resonaban como tambores, los caños de los canalones inundaban las esquinas donde las alcantarillas no daban abasto para tragar tanta agua. Aunque no pasaban de las cuatro de la tarde, la tormenta había oscurecido el día y no se veía un alma. El limpiaparabrisas de mi coche no servía para mucho, por eso decidí aparcar y esperar que escampara un poco. Lo hice delante de una pastelería que se anunciaba con letras curvas de neón: «Falces». Tenía dos escaparates a los lados de su puerta de vaivén que mostraban una variada selección de tarros de fruta en dulce. Por un momento pensé entrar imaginando olor a café y a suizos, pero tenía que terminar pronto, necesitaba al menos tres clientes en aquel pueblo y con la tarde así no sería fácil encontrar casas abiertas a extraños.
Salí del coche y resguardada como podía bajo el paraguas llegué a una plaza cuadrada con kiosko de música en el centro y álamos pelados alrededor. En uno de sus costados una iglesia de piedra, en otro, lo que parecía ser el ayuntamiento con una bandera al viento y junto a él, una bonita casona que me llamó la atención por su aspecto decadente. Blanca como las demás, tenía ventanas de cuerpo entero, con rejas de hierro trabajado que llegaban, una tras otra, hasta el final de la manzana y balcones sobre ellas con la misma disposición lineal. En el centro de la fachada destacaba el portón y un escudo de armas sobre el dintel, paredes encaladas con desconchones antiguos y más recientes que la lluvia pintaba de ocre y gris. Mientras me acercaba, bajo el paraguas olía a tierra húmeda.
Pasé al zaguán después de cruzar un umbral de mármol gastado por el tiempo. Sacudí bien mi abrigo y apoyé el paraguas cerrado en una esquina. La puerta era de cristal emplomado, no había timbre sino una esquila de la que pendía una cadenita de hierro viejo. Al agitarla, el tintineo de la campana resonó a pesar del viento; luego, se abrió la puerta y la conocí.
―¿Sí?
Era mayor, alta, ligeramente encorvada, y me miraba con suficiencia desde el otro lado de la puerta. Tenía el pelo largo, suelto, con un tinte antiguo que le coloreaba a media altura la melena dejando la otra media de un gris triste y enmarañado. Llevaba colorete, los labios repintados de rojo rabioso, los ojos nublados bordeados de negro corrido entre las arrugas. La mano derecha en la puerta, con la izquierda sostenía un pitillo encendido que humeaba sin parar mientras esperaba él también una respuesta.
―Buenas tardes, señora. Verá…, soy representante de «Avon», nos debe conocer de la tele, ya sabe: «Avon llama…» Quiero ofrecerle nuestro catálogo. Está lleno de artículos que seguro le resultarán muy útiles.
Aunque apenas llevaba un mes con aquel trabajo, estaba ya acostumbrada a que se me cerraran las puertas en las narices, a observar la alarma de las señoras y a escuchar justificaciones de toda índole para verme salir cuanto antes de sus vidas. Por eso comencé a retroceder mientras esperaba la excusa de aquella señora cuando ella, tras soltar la puerta, me agarró con firmeza de un brazo y me hizo seguirla dentro de la casa.
―Hija mía, no sabes la alegría que me das. Precisamente esta mañana he terminado con la última crema que me quedaba y no puede una dejarse tanto. ―Con la mano que aún sostenía el pitillo se colocaba sin cesar el pelo con la intención de mejorar algo el peinado―. Mira cómo te recibo, perdona mi aspecto, pero la peluquera hace días que me dijo que vendría y ya ves.
La puerta se cerró tras de mí. La entrada de la casa era grande y luminosa a pesar de la tormenta, la pared del fondo la formaba una estructura de hierro y cristal aporreado por la lluvia, detrás, un jardín mal crecido. En el centro de la habitación había una mesa de mármol con una bandeja llena de cartas amontonadas sin abrir y un jarrón con flores marchitas; cortinas de un damasco dorado raído colgaban ante las puertas blancas que se abrían a ambos lados. La señora me llevó a la derecha, un salón grande, con suelo de tablero de ajedrez blanco y negro, muebles recios, empolvados, que llenaban con esfuerzo la habitación. Junto a un ventanal que también daba al jardín estaba la zona de estar, un tresillo con tapicería de color incierto, una camilla con la falda sucia y quemada por los cigarrillos, una bandeja con una taza de café rancio y papeles de caramelos arrugados.
―Hoy no ha venido la muchacha. Ya sabes cómo está el servicio, no hay modo de que te atiendan en condiciones. ―Con movimientos sofisticados, se sentó en una esquina del sofá dando golpecitos con una mano en el asiento del sillón que se encontraba junto a ella―. Anda, siéntate y me cuentas.
Vestía una blusa blanca mal abotonada tras la que se adivinaba una combinación de encaje, un chal de lana azul, una falda oscura y unas medias que, al sentarse, se le veían caídas por debajo de las rodillas. Los zapatos, de tacón, los arrastraba con dificultad y hacía un ruido incómodo al menor movimiento.
―Si quiere le voy enseñando el catálogo y después podemos ver algunas muestras.―Sentada junto a ella, animada por el calor que desprendía el brasero eléctrico, desplegué sobre la camilla el cartapacio de productos―. Tenemos la línea de cremas, la de maquillaje y también la de productos para la casa.
―Antes dime tu nombre, que con esta cabeza no nos hemos presentado. Me llamo Luisa de Andrade ¿Y tú?
―Pilar Lagares, para servirla.
― ¿Lagares? ¿De Villafranca?
―No, sólo estoy aquí por las ventas,… Soy de Bienvenida.
―No conozco Bienvenida, no viajo por aquí. Hace mucho que no me muevo.
Después la señora cogió otro cigarro, lo sacó de la cajetilla con dedos temblorosos, las uñas rotas chocaban con la lija de la caja de cerillas al intentar encender una.
―Tengo mechero.―Rebusqué en mi bolso y encontré el encendedor Bic que había comprado aquella mañana.
―Perdona pequeña, no te he ofrecido tabaco. Eres tan joven…Toma uno, anda.
Después de encender los dos cigarros volví a dirigirme al catálogo. Antes me pregunté qué haría aquella señora allí, no la esperaba; antes sólo encontré señoras de pueblo, muchas vestidas de negro por algún luto antiguo, con el pelo rizado de permanentes eternas y macetas de pilistras en el paso de la entrada.
―Entonces qué prefiere, empezar por los productos de belleza supongo ¿No?
―Belleza.
―Productos de belleza.
―Belleza me llamaba mi padre hace mucho. Me decía: «Anda Belleza, ven aquí a mi lado», y yo iba como un corderito.―Luisa me miró con ojos socarrones, voz aguardentosa―. Aunque nunca he sido un corderito, que mi madre me llamaba Dolores, ya sabes, por «La Pasionaria»,… En aquella época,… Mi padre era distinto. Me amansaba sólo con una mirada…, era especial mi padre.
Esperé que continuara atrapada por su encanto, por la curiosidad.
―Era un señor muy elegante.―Ella reía, se estiraba en su asiento y hacía ademanes fingidos…―¡Y muy coqueto! Le encantaban las señoritas guapas como tú. Más de una cayó en sus redes…, pero mi madre no le dejaba. Era muy estricta mi madre, todo el día en el confesionario, y… ¿para qué?, si nunca se culpaba de nada. En fin, perdona que se me vayan las ideas por otros tiempos. ¡Vejeces!
―No, no se preocupe.―Me apresuré a decir. En realidad la curiosidad me forzaba a preguntar― ¿Pero sus padres eran del pueblo?
― ¡Uy, qué va! Vivíamos en Madrid, aunque pasábamos temporadas en el campo, cerca de Cáceres, y los veranos en Santander. Eso hasta la guerra, claro. La guerra, Pilar, lo destrozó todo, pero entonces no nos dábamos cuenta. Hace mucho tiempo ya, demasiado tiempo.―Por un momento dejó de hablar. Temblorosa, más que antes, volvió a ofrecerme un cigarro y sacó otro de la cajetilla.
Miré a través del ventanal. La tarde había pasado muy rápida y aún no había hecho ninguna venta. Debería haber salido de aquella casa sin esperar, a aquellas alturas era claro que no había nada más que hacer. Pero me había retenido la fascinación inesperada que me produjo aquella mujer decadente y triste.
―Creo que debería irme, Luisa. Ya ve como está la tarde…
Repentinamente me miró con ojos asustados y agarró mi brazo hasta clavarme las uñas a través del chaleco.
― ¿Irte? No, por Dios, ahora no. Ahora están aquí los fantasmas y no quiero estar sola.
―Pero…
En aquel momento sonó el teléfono.
―Debe ser mi hermana, gracias a Dios.―Apresurada, creo que con alivio, Mariana descolgó el auricular― ¿Julia? ¿Eres tú, Julia?... ¡Ah, es usted! Ya le dije esta mañana que mi hermana le abonará la cuenta en cuanto venga. No sea pesado, déjeme en paz.
Muy alterada colgó con fuerza. Le temblaban las manos y las entretenía en plegar y desplegar el dobladillo de su falda
―El del supermercado ¡Pesado! Me odia ¿sabes? Todo el pueblo me odia. Por eso no salgo nunca, hace años que no salgo de casa. Ellos me odian y yo los odio. Es un pueblo enfermo, hablan de mí, de mi pasado. Rumores espantosos, y no saben nada.―Se levantó para coger de encima de la cómoda un marco con una fotografía―. Este es Rodrigo. Desapareció en el frente y yo era joven, y guapa, y me gustaban las fiestas de Madrid. La guerra lo destrozó todo… Maldito pueblo.
―Luisa, venga conmigo―.Sin saber qué hacer, de pie junto a ella pasé mi brazo sobre sus hombros y la llevé de nuevo al calor del brasero.
―Acabé en la cárcel. Me procesaron por traición y quisieron fusilarme ¡Ojalá lo hubieran hecho! Entonces no tenía miedo a la muerte, no tenía miedo a nada. Pero Jorge tenía influencias, me sacaron de la cárcel y me dejaron bajo su custodia ¡Toda una vida en esta casa, en este pueblo maldito!
Había perdido su apariencia de gran dama, la veía vieja y vulnerable incrustada en aquel sofá hundido. Observé entonces las muchas arrugas que le cuarteaban la cara, las manos, el escote. Seguía temblando, quizá por el frío. La lluvia no había cesado de caer, seguía golpeando los cristales del ventanal como antes.
Aproveché que la señora se había calmado y pensé buscar la cocina para ver si encontraba algo que darle. Quizá una tila, o un vaso de leche.
―Voy a prepararle una infusión caliente, Mariana. Ahora mismo vengo.
― ¡No, no me dejes sola! ―Volvió a apresar mi brazo―.Cuando estoy sola vienen y tengo miedo. Por la noche no me dejan dormir, dicen que Rodrigo sigue enfadado, que mi madre me espera en el confesionario. No quiero estar sola, no puedes irte y dejarme tú también.
― ¡Pero tendrá usted a alguien! ¿Y su hermana? ¿Busco a su hermana?
―Julia está en Sevilla.―Con una inesperada sonrisa―.Y está más vieja que yo. Siempre he sido más guapa, y mucho más atractiva que ella, por eso no le gusta tenerme cerca, se cree que le voy a quitar a Jorge ¡Como si Jorge me gustara, con esa cara de palo que le dio Nuestro Señor!
Me sentía atrapada en algo que no me correspondía. Creí que si no hacía algo, quedaría atada por siempre a aquella señora y a aquella casa ruinosa. Quizá alguna vecina pudiera ocuparse de ella. Intenté levantarme del sillón pero Luisa volvió a agarrarse a mí como quién se agarra a su último aliento.
―Pilar, tienes que hacer algo por mí. Sé que moriré pronto. La gente quiere verme en la tumba y yo no me fío. Si me desmayo y no estoy muerta, me meterán enseguida bajo tierra para saber así que desaparezco.―Se acercó más a mí, casi susurrando―. Cuando yo muera, tienes que llamar a Don Lesmes el médico. En él si confío. Que se asegure bien de que estoy muerta, que me deje aquí en la casa dos días sin decir nada a nadie, y luego tú me pondrás en la mano la llave del panteón de mi familia y me llevaréis allí. No vaya a ser que me despierte. Por Dios, Pilar, tengo miedo y no me fío.
―Pero, Luisa ¡Qué cosas dice usted! Llamaré al médico ahora para que le recete algo que la tranquilice y verá cómo después de un sueño todo lo ve mejor.―Sí, llamaría al médico, él sabría qué hacer―. Dígame, cómo se llama…, Don Lesmes…
―Márquez, el número lo tienes ahí, sobre la mesita del teléfono.
Me sorprendió la sumisión repentina de la anciana.
―Buenas tardes, quería hablar con Don Lesmes.
―Mi marido no está ¿Quién llama?
―Es de parte de doña Luisa de Andrade, que no se encuentra bien…
―Doña Luisa, ya,... Dígale a doña Luisa que mi marido está jubilado desde hace tres años y ella no quiere enterarse. Además ahora no está. Lo mejor que hace es llamar al médico nuevo. Se llama don Pedro y su número…
Mariana había cortado la comunicación.
―No quiero que venga ese otro.―Parecía haber escuchado.
―En ese caso, como parece que está usted mejor creo que debo irme. Se me hace tarde y sigue lloviendo. La carretera está encharcada, no quiero que me coja la noche.
Luisa estaba más tranquila, ya no me agarraba del brazo sólo me miraba.
―Pero si te vas ¿cómo sabrás que he muerto?
―Vendré a verla. Se lo prometo.
En aquel momento hubiera hecho cualquier promesa que me dejara libre el camino hacia la salida.
―Bien.
Me acerqué a ella para besarla en la mejilla. Se quedó quieta, sin hablar, como abandonada. Después me puse el abrigo y recogí el catálogo que aún estaba abierto sobre la mesa. Entonces se oyó el tintineo de la esquila. Luisa no dijo nada, tampoco hizo ademán de levantarse para abrir la puerta.
― ¿Le parece que vea quién es?
―Sí, anda ve.
Sorprendida por el cambio de la señora, me dirigí a la entrada. Al abrir encontré a un hombre joven que traía una caja de cartón.
― ¿Doña Luisa? ―Preguntó extrañado al verme.
―No se encuentra bien. Dígame a mí qué quiere.
El hombre estaba cubierto por un chubasquero negro que goteaba en el suelo, la caja de cartón se había mojado y por algunos rincones se veía su contenido.
―Estoy intentado hablar con ella desde ayer para decirle que su hermana me ha mandado el dinero, que qué le hacía falta de la tienda, que su hermana respondía ¡Pero como esta señora es como es! Aquí le traigo lo que me suele encargar, dígale que si falta algo no tiene más que llamar. Permiso.
Entró en la casa y se dirigió hacia la izquierda, lo que debía ser la cocina. Lo seguí. Colocó sobre una mesa de madera mal pintada de blanco la caja de cartón.
― ¿Quiere usted que se la vacíe? Con ella lo hago siempre.
―No, no hace falta. Ya lo hago yo.
― ¿Es usted familia?
―No, sólo una amiga.
Me miraba con curiosidad, pero lo dirigí hacia la salida, no tenía ganas de explicaciones.
―Buenas tardes.―Y volviéndose de nuevo hacia mí―es un decir con este chaparrón. Han dicho en la radio que hay carreteras cortadas.
―Buenas tardes.―Lo corté sin más, a pesar de sus ganas de charla y mi necesidad de conocer el estado de esas carreteras. Luego cerré la puerta tras él.
Miré el jardín a través de la cristalera de la entrada, apenas se veían ya las plantas golpeadas por la lluvia, anochecía sin remedio. Desde la puerta del salón observé a Luisa, parecía dormida. A pesar de la inquietud por el tiempo decidí ir a la cocina, la ordenaría un poco y recogería lo que el muchacho había llevado. Era absurdo, lo sabía, pero me sentía culpable. Después, volví al salón para despedirme. Ella seguía dormida, y así, dormida, me pareció aún hermosa, a pesar de tanta arruga, del pelo revuelto y la pintura. Tenía la boca abierta y asomaban unos dientes oscurecidos por el tabaco pero, ahora que su rostro estaba sereno, era fácil imaginar un pasado mejor.
―Luisa.―La llamé con suavidad, no quería irme así―. Luisa, despierte.
Me acerqué a ella y le sacudí ligeramente un hombro. No reaccionó. Tuve miedo, me recorrió un escalofrío al tocar su mano. Pero respiraba tranquila, sólo dormía.
Cuando dejé la casa comenzaban a encenderse las luces de la calle y yo me sentía mal, como si abandonara a su suerte algo muy querido. Se agradecía el resplandor de las farolas metálicas porque la oscuridad era grande y húmeda. No me resultó fácil llegar al coche sin que mis zapatos se remojaran y rezumaran agua a cada paso. Volví a acordarme de las ventas entonces.
― ¡«Avon llama»!―mascullé entre dientes bajo el paraguas.
Cuando la carretera nacional 630 me devolvía finalmente a casa, profundos charcos en su asfalto descarnado me obligaban a conducir con atención y a adivinar el trazado del camino a través del vaivén frenético del limpiaparabrisas. Aun así pensaba en Luisa que, en la distancia, me parecía irreal. Mientras, el cielo caía sobre la tierra, tanta era la lluvia. Busqué alguna emisora en la radio que hablara de la situación de las carreteras. Dando vueltas al dial no conseguía encontrar más que interferencias discordantes, pero al fin sonó una voz entrecortada:
«...la Dirección General de Tráfico aconseja no viajar en las próximas horas. Riadas en la comarca de Tentudía. Inundaciones en Monesterio. Aviso a los conductores: Carretera N630 cortada a la altura de Fuente de Cantos. Carretera N432 abierta desde Zafra hasta Azuaga. Precaución en los desvíos de Usagre, Bienvenida, Villagarcía y Llerena, se aconseja evitar salir de las carreteras principales. Peor situación en Tierra de Barros, peligro de aluvión en los cauces secos. Se ruega a la población que, en lo posible, permanezca en sus casas. Repito, se ruega...»
Luisa. Había olvidado preguntar dónde guardaba la llave del panteón.

Misa de ocho


MISA DE OCHO



Evelina hace la cama del cuarto de huéspedes con sábanas limpias y recién planchadas. Se esmera para que no quede ninguna arruga incómoda sobre el colchón, encaja bien las esquinas y pasa después la mano extendida sobre la cama, así quedará la tela bien estirada. Desdobla con un movimiento enérgico la sábana de arriba y calcula, con la experiencia de tantas camas anteriores, el embozo justo. Ni largo, ni corto. El tamaño preciso para mostrar sobre la colcha de hilo las iniciales bordadas: una « y una « se entrelazan con ramas de azahares.
Ayer recibió la noticia. Su hermano Ramiro vuelve después de tantos años. Debe estar a punto de llegar.
Antes, por la mañana, Evelina mandó a Manuela que limpiara bien la habitación de los abuelos. La muchacha ha barrido y fregado el suelo, ha limpiado el polvo y los cristales, y Evelina, personalmente, ha puesto en el tocador un jarrón con rosas de olor cortadas en el jardín.
La esquila del portón suena y no hay nadie abajo que pueda abrir.
― ¡Ya voy!― grita la mujer mientras baja la escalera al ritmo que le permite su rodilla achacosa.
La entrada está en penumbra aunque no es tarde y en la calle luce un sol de atardecida. Para abrir la cancela hay que girar el manubrio situado a la derecha, en un pequeño nicho cerrado con un portillo de madera. Evelina suda en la frente, en parte por la prisa, en parte por la visita.
― ¿Ramiro?― pregunta al abrir la puerta y encontrar al otro lado a un hombrecillo delgaducho y triste. Éste la mira con ojos inexpresivos y asiente con la cabeza―. Pasa, no te quedes en la puerta.
― ¿Cuánto tiempo hace, Evelina? ―el hombrecillo no sonríe.
―Cerca de cuarenta años ya sin vernos, hermano.―La mujer cierra la cancela tras él―.Te he preparado el cuarto de los abuelos, ya sabes, el que da al jardín. Recuerdo que te gustaban los jazmines.
Ramiro deja en un rincón de la entrada la maleta que aún sostenía en la mano. Dirige una mirada a su alrededor, acostumbrándose a la penumbra.
―Abre las ventanas, mujer. Aquí no hay quién se mueva sin caer.―Con paso inseguro se dirige al fondo de la entrada y abre la puerta de la galería. La luz hace que todo cambie.
La casa de Evelina era antes de sus padres, y antes de sus abuelos. Tiene solera y vejez. Hay telarañas en los rincones más altos y polvo incrustado en los dibujos de madera repujada de los muebles. La entrada es amplia y se comunica con la galería de ventanales por un portón grande que ella siempre mantiene cerrado. La luz estropea los muebles y decolora las cortinas de damasco dorado que cuelgan ante cada puerta.
―Es por los muebles, Ramiro. Ya sabes cómo los cuidaba la abuela.
―La abuela hace cincuenta años que murió.
― ¡Eso no importa, Ramiro! ―Evelina está nerviosa. No le gusta que se le lleve la contraria, ella mantiene las tradiciones, así es como hay que ser―.A Madre tampoco le gustaba la luz, ni a mí.
―A Madre…―Él calla de pronto, decide no discutir― ¿Avisaste a Cecilio como te dije en la carta? Quiero estar aquí el menor tiempo posible.
―Sí, me ha dicho que se llegaría después de misa de ocho. Sube la maleta al cuarto y mientras esperamos preparo un café.
Sin decir nada más ella baja el escalón que separa la entrada de la casa del paso que lleva a la cocina.
Ramiro, con paso lento, sube la escalera y se agarra al pasamanos como quien se agarra a una mano amiga. Al llegar al piso de arriba se dirige al cuarto que su hermana le ha preparado y sonríe algo al ver el balcón abierto y al sentir el olor de los jazmines y las rosas. Deja la maleta sobre la cama y se asoma pensativo al jardín. Observa que las plantas son las mismas de hace cuarenta años. Recuerda entonces sus ojos buscándolo desde allí, añorándolo por la imposibilidad de tenerlo.
Evelina ya ha preparado la bandeja con las tazas de porcelana fina, platitos para los dulces y servilletas de hilo. Ya ha colocado en la camilla de la salita de estar un mantel con olor a naftalina. Sólo falta que suba el café, y que la leche se caliente. También falta que llegue Cecilio.
Cecilio es el encargado de la casa, hijo del antiguo encargado y nieto del anterior. A Evelina le lleva las cuentas con atención y cuidado, nunca se tuvo que preocupar de aquello mientras vivieron sus padres, y al morir, éstos dejaron esos asuntos en manos de su fiel Cecilio para que ella siguiera tranquila. Todo igual, siempre igual. Vive holgadamente con lo que le da el campo y las rentas de las casas con inquilinos antiguos, además ella no gasta, sólo las compras diarias y las limosnas en la iglesia. De los arreglos en la casa se ocupa Cecilio, y Beltrán el jardinero. También viene Manuela para hacerle cada día la comida y la limpieza, Evelina sabe apenas preparar café y hacer camas, nunca necesitó aprender nada más.
Suena de nuevo la esquila. El encargado es puntual. Son las nueve menos veinte, acaba de terminar la misa. Hoy no se queda a la novena.
¡Ya voy!―A Evelina le gusta avisar su llegada a la puerta, es poco amiga de dar sorpresas.
Buenas tardes, señorita Evelina. ¿Llegó su hermano?―Cecilio es un anciano bien conservado.
Sí, llegó. Anda, pasa a la salita que he preparado un café de los que nos gustan.
― ¿Cómo está Don Ramiro? ―susurra él para que no resuene su voz en las bóvedas.
―Viejo.
Los pasos del hermano suenan ya en la escalera. No se ha cambiado de ropa, sólo falta la maleta.
― ¿Cecilio?
―Sí, Don Ramiro.
―Pero hombre, ¿qué es eso de Don Ramiro? Siempre fuiste mi amigo, la edad la tenemos parecida.―Cuando llega a la altura del anciano se abraza a él con verdadero afecto.
―Sí, Ramiro, pero han pasado tantos años y tantas cosas.―Cecilio no se encuentra cómodo con la situación. Es por la mirada áspera con la que la hermana observa la escena.
―El café se enfría―dice ella con retranca.
Los tres pasan a la salita y se sientan en silencio alrededor de la camilla. Evelina sirve el café, la leche, el azúcar y ofrece los dulces.
― ¿Perrunillas? ¡Cuánto tiempo! ―Ramiro elige una especie de galleta ovalada―.Bueno, ya sabéis que he venido para solucionar lo del huerto.
Hablar del huerto es destapar la caja de los recuerdos, de los malos recuerdos. Evelina piensa en lo que perdió, recuerda el vestido que llevaba aquél último día con él, el paseo entre las higueras, la suavidad de sus palabras. Muy alterada, dispara sin control.
― ¿Solucionar? ¿Después de cuarenta años vienes tú a solucionar algo? ¿Igual que solucionaste el entierro de Padre y Madre? ¡Solucionar!―La cara le arde y las palabras salen desde su estómago donde las ha tenido retenidas mucho, mucho tiempo―. Aunque nunca los quisiste, eso es así. Nunca quisiste a nadie…
―Mira Evelina que no quiero discutir.―Ramiro no se ha extrañado del arranque de su hermana―.Veo que no has cambiado. Ni siquiera los años lo han conseguido.
Ella obedece la orden no hablada de callar y comportarse con mesura. Su padre la enseñó a ser sumisa aunque la ira le altere la respiración, aunque esté roja de sofoco.
Él, volviendo al tema se dirige a Cecilio.
―Necesito arreglar pronto la venta del huerto. Tengo necesidad de dinero en efectivo dentro de dos meses y para entonces me gustaría que todo estuviera hecho. Antes habré vuelto a Sevilla, pero te dejaré encargado a ti del papeleo final. Hemos de ir al notario para otorgarte un poder especial. ¿Mañana es un buen día?
Cecilio está apurado y no sabe dónde mirar. Aún así contesta.
―Creo que sí, pero de todos modos hablaré luego desde mi casa con Paquita, la secretaria del notario, y ya te llamo.
― ¡No tienes vergüenza! Venir después de cuarenta años para esto, sólo por dinero. Sólo el dinero te importa. Si padre levantara la cabeza y supiera que quieres vender su huerto se moriría de nuevo.―Evelina no acepta los cambios y el huerto está ahí desde siempre.
― ¡Calla ya! ¡Tú y tus tradiciones! ―Ramiro pierde al fin la paciencia― ¡Las tradiciones destrozaron mi vida! No vas a ser tú quien destroce mi muerte.
Cecilio se levanta y con discreción anuncia que se va para llamar a la notaría y concretar cuanto antes la cita de mañana. Con tranquilidad camina para salir de la casa, lo acompaña Ramiro.
―Hasta mañana, amigo.
Cecilio le sonríe mostrando una gran falta de dientes y Ramiro se pregunta por qué no tendrá dentadura postiza. La noche ha caído sobre el pueblo. Al salir el anciano, cierra el portón de madera y la cancela de la entrada. Después sube a su cuarto, no quiere ver más a su hermana. El balcón continúa abierto y, aunque hace fresco, lo dejará así para que el aroma de las flores llene la habitación. Es lo único que le gusta de aquella casa vetusta.
Evelina refunfuña mientras recoge la bandeja y la lleva a la cocina. ― ¡Hoy no se cena! Ya está bien de aguantar― se dice―, si quiere algo que se lo ponga él.
Después enciende la televisión de la salita, hay una película. Seguro que es una película fea y mañana se tendrá que confesar con D. Joaquín. Pero la verá entera, siempre las ve. Así al terminar, adormecida, se va a la cama sin pensar en nada. Sin pensar en aquellos días. Ni en lo que pasó.

La mañana entra con fuerza por el balcón abierto del cuarto de los abuelos. Ramiro, despierto desde hace rato, decide levantarse temprano y visitar el pueblo. Quizá aún conozca a alguien, puede que haya quien se acuerde de él. Se asea en el cuarto de baño de arriba, con humedades y olor a moho. Cuando baja la escalera nota movimiento en la cocina y olor a café. Es Manuela que se ofrece para llevarle el desayuno a la salita. Después va a la calle. No hay mucha gente, pero no quiere encontrarse con su hermana y prefiere ir él mismo a casa de Cecilio para que le informe.
Evelina nunca se levanta temprano. Le gusta dormir hasta bien tarde, porque si no el día se hace largo, y más ahora que se acerca el verano. Ni siquiera la presencia de su hermano le hace perder el sueño. A mediodía se levanta con el pelo revuelto y los labios secos. Manuela le ha preparado el baño. Apenas se acuerda de la visita cuando la criada le dice que, por ser un día especial, ha hecho esa menestra que le sale tan bien y unos boquerones fresquísimos que compró en el mercado. De postre brevas y melocotones que Beltrán ha cogido esa misma mañana en el huerto.
El huerto.
¿Y mi hermano?
Salió temprano.
A eso de las dos de la tarde suena la esquila. Es él.
Avíseme cuando esté la comida, Manuela, por favor.
Descuide D. Ramiro. Su hermana preguntó por usted hace rato. Está en el jardín mirando las rosas, Beltrán dice que hay pulgón.
Pero él no la escucha. No quiere entrar en charlas con nadie, prefiere estar sólo. Desde la habitación observa a Evelina que habla con un hombre en el jardín; la misma escena de entonces. Debe ser Beltrán. Se acuesta sobre la cama, encima de la colcha de hilo, para ver si se le pasa el dolor. Sabe que a partir de ahora los dolores serán más y más fuertes, prefiere reservar los analgésicos para más adelante.
Cuando Evelina entra de nuevo en la casa, la mesa ya está preparada
Manuela, sube y llama a mi hermano. Vaya horas de llegar. Dile que no tarde, que la comida se enfría.
El comedor es una habitación aún más solemne que el resto de la casa. Una mesa grande y alargada rodeada de sillas isabelinas, y varios aparadores y vitrinas, no son suficientes para agobiar el espacio. Dos servicios individuales, uno en la cabecera de la mesa y el otro a su derecha, hacen ver que los únicos comensales serán los dos hermanos. Evelina se coloca a la derecha; a pesar de los pesares, su hermano es el varón de la casa y debe sentarse a la cabecera. Espera con impaciencia que aparezca él.
Buenas tardes, Ramiro. ¿Has dormido bien?
Bien, gracias. He salido temprano a ver el pueblo.
Manuela ha hecho un plato especial para ti. La menestra le sale riquísima, ya verás.
Los dos comen tranquilos, casi sin hablar. Saben que si no es así, los fantasmas del pasado los alterarían.
Comes poco, Ramiro.
Ya no soy un chaval. Los viejos debemos comer poco, las digestiones se nos atraviesan.
Padre tomaba bicarbonato.
Sí, ya sé.
¿Quieres café?
No gracias. Voy a dormir un rato. Si viene Cecilio me llamas, si no te importa.
Ramiro se levanta de la mesa. Evelina lo mira con indignación, pero no dice nada. ¡Cómo se le ocurre no esperar que ella termine el postre! ¡Su madre lo educó igual que a ella! Pero no parecen hermanos, no señor.
Al terminar, Manuela recoge los platos y ella va a la salita para mirar la tele. A esas horas hay un programa que le gusta, de mujeres que cuentan cosas. Enterarse de la vida de los otros le divierte, quizá es lo único que le divierte si no se cuentan los rezos y el jardín. Pero en el pueblo no quiere chismorrear, ella es una señora y no debe dar tanta confianza a la gente. En tiempos de su madre tenían amigas y familiares que alegraban las tardes de la casa, hoy ella se conforma con la televisión.
A eso de las siete de la tarde aparece Cecilio. Manuela, antes de marcharse, avisa a Ramiro.
Señorita, que ya me voy. Mañana es sábado y traeré churros para el desayuno; seguro que a su hermano le gustan. Adiós Cecilio.
Evelina tiene prisa, ayer faltó a misa por la llegada de su hermano y hoy no irá un rato antes, como suele, para rezar el rosario. No quiere dejar a Cecilio y Ramiro solos en la casa mucho tiempo, a saber qué harán si ella no está. Ya vio ayer lo poco que podía confiar en el encargado, tan amiguitos los dos. ¿Y si les da por enredar en los papeles del abuelo? Mejor cerrar con llave el despacho. ¡Y las joyas! La necesidad de dinero del hermano la preocupa, no vaya a ser… Mejor guardarlas en el despacho mientras no está. Falta media hora. Las voces de los hombres resuenan en la galería.
Cecilio, buenas tardes ¿Hablaste con el corredor? Cuanto antes pongamos en venta la finca, antes saldrán las ofertas.
Ya hay varias. Una, que me parece la mejor, es de Andrés Mejías. Quiere el huerto para hacerse una casa con piscina y todo. Las otras son algo más bajas, pero aseguran que pagan a tocateja en cuanto se firme la escritura.
¿Otra vez lo mismo, Ramiro?― Evelina aparece por el portón de la galería. Ya está arreglada para irse a la iglesia. Un traje azul bien planchado, el bolso colgando del brazo, los labios pintados y su perfume― ¡Parece mentira! ¡Tantos años para esto! Y tú, Cecilio, anímalo que es lo que falta ¿Ya no te acuerdas de lo bien que te ha tratado la familia? ¿Ya se te olvidó el respeto y la obediencia que debes a los antiguos?
El hermano parece cansado y no va a tolerar otra injusticia. Otra más.
¡A Cecilio lo dejas en paz, que bastante tiene con aguantarte!― Ramiro se dirige hacia su hermana amenazador.
¿Aguantarme? ¡No sé yo quién aguanta a quien en esta casa!― dijo como reproche.
Egoísta hasta la muerte ¿eh, hermana? Tanta tradición, tanto recuerdo,
¿Egoísta yo? ¿Y tú, que te fuiste para no volver? ¡Ja! Pero Padre y Madre no te extrañaron, tenían bastante conmigo.
¡Falsa! Me enfrentaste a Padre desde que naciste, pobre hombre manejado por dos arpías.
¡No te atrevas a decir siquiera su nombre! Mal hijo. Aquél día te fuiste para siempre. Ya Madre me lo advirtió.
Madre. Madre te envenenó desde la cuna.―Camina frente a ella con rabia y la hace retroceder hacia la cancela―. Espíritu retorcido. Aquél día viste pecado donde sólo había amor. Y él huyó por tu culpa. ¡Sí, él! Quitemos las caretas. Me enamoré de tu novio, mucho más lo quise que tú.
Evelina, acosada por Ramiro, pierde la compostura y el equilibrio tropezando sus tacones en las juntas del suelo.
¿Sabes?, cuando lo llevabas al olor de las rosas y los jazmines él pensaba en mí. Cuando le decías cursiladas él recordaba mis poemas, cuando le rozabas la mano él añoraba mi piel. ¡Le dabas pena, le dabas risa!
¡Bárbaro! ¡Demonio! ¡Él me quiso siempre pero nuestro amor era imposible! Sabía que Padre nunca lo hubiese admitido y se fue para no sufrir sin poder tenerme.
Ramiro ríe sincero
¡Estaba conmigo, ilusa! Aunque tú ya lo sabes, sabes que vivimos juntos hasta su muerte, sabes que nos quisimos sin…
¡Calla! ¡No mientas más! ¿Qué has venido, a amargarme la vida que me queda?― Evelina recobra la fuerza―. No lo conseguirás. Yo sé que eres malo, que eres el demonio. No debí dejarte entrar en mi casa.
―…nos quisimos sin reservas, y al morir su última mirada fue mía, sólo mía.
Ella lo golpea con un puño cerrado en la solapa de la chaqueta, en la cara. La rabia le arruga la boca y la voz se le afina ridícula. Es Cecilio quien sujeta su brazo, quien les pide que se calmen. Ramiro entonces da la vuelta y se dirige a la escalera. Evelina respira hondo y estira su vestido. Luego, como si nada hubiera ocurrido, ensaya una sonrisa. Abre la cancela y sale a la calle. Sus pasos son firmes. Con un movimiento algo lánguido va saludando a la gente que encuentra en el camino, apenas inclina la cabeza, como las señoras, porque ella es una señora. Luego, al fondo, en el pórtico de la iglesia, destaca su figura altiva entre las otras mujeres que, como ella, llegan a la misa de ocho.