Luisa de Andrade
Ocurrió una tarde de noviembre, horas antes de las inundaciones del
año setenta y cuatro, cuando aún no imaginábamos que los diques no
resistirían el aluvión.
La carretera nacional 630 me había llevado cada día desde hacía un
mes por los pueblos de la Tierra de Barros. Un mes desde que el
trabajo en el matadero se acabó y comencé a sustituir a una prima
como representante de productos «Avon».
Aquella tarde de noviembre llovía con fuerza y, aunque es normal
que a mediados del otoño caigan aguaceros en la comarca, el de
entonces era especialmente intenso, la lluvia caía con tal violencia
que parecía dañar a los olivos que flanqueaban la carretera y las
viñas enanas desaparecían de la vista en algunas zonas con
pendientes mal calculadas. Conducía con cuidado procurando seguir el
camino que trazaba ante mí la línea continua y discontinua del
asfalto, hasta que un cartel a la derecha de la carretera anunció al
fin la llegada a Villafranca, justo detrás de él se veían brillar
a través de la lluvia las luces intempestivas de una gasolinera.
― ¡Perdone!― Llamé al mozo que se resguardaba del viento en la
oficinilla― ¡Oiga! ¡Perdone!
El hombre, con las manos en los bolsillos de un mono azul eléctrico,
se acercó por debajo de la marquesina que había sobre los
surtidores.
— ¡Menuda tarde!―Me dijo en forma de saludo― ¿Qué le sirvo?
―No gracias, no quiero nada. Sólo saber cómo se va al centro.
― ¿El centro? Como no sea el ayuntamiento…
Con sus indicaciones bajé por una calle de paredes blancas y coches
aparcados junto a las aceras. El viento racheaba y lanzaba la lluvia
con fuerza sobre los tejados de las casas que resonaban como
tambores, los caños de los canalones inundaban las esquinas donde
las alcantarillas no daban abasto para tragar tanta agua. Aunque no
pasaban de las cuatro de la tarde, la tormenta había oscurecido el
día y no se veía un alma. El limpiaparabrisas de mi coche no servía
para mucho, por eso decidí aparcar y esperar que escampara un poco.
Lo hice delante de una pastelería que se anunciaba con letras curvas
de neón: «Falces». Tenía dos
escaparates a los lados de su puerta de vaivén que mostraban una
variada selección de tarros de fruta en dulce. Por un momento pensé
entrar imaginando olor a café y a suizos, pero tenía que terminar
pronto, necesitaba al menos tres clientes en aquel pueblo y con la
tarde así no sería fácil encontrar casas abiertas a extraños.
Salí del coche y resguardada como podía bajo el paraguas llegué a
una plaza cuadrada con kiosko de música en el centro y álamos
pelados alrededor. En uno de sus costados una iglesia de piedra, en
otro, lo que parecía ser el ayuntamiento con una bandera al viento y
junto a él, una bonita casona que me llamó la atención por su
aspecto decadente. Blanca como las demás, tenía ventanas de cuerpo
entero, con rejas de hierro trabajado que llegaban, una tras otra,
hasta el final de la manzana y balcones sobre ellas con la misma
disposición lineal. En el centro de la fachada destacaba el portón
y un escudo de armas sobre el dintel, paredes encaladas con
desconchones antiguos y más recientes que la lluvia pintaba de ocre
y gris. Mientras me acercaba, bajo el paraguas olía a tierra húmeda.
Pasé al zaguán
después de cruzar un umbral de mármol gastado por el tiempo. Sacudí
bien mi abrigo y apoyé el paraguas cerrado en una esquina. La puerta
era de cristal emplomado, no había timbre sino una esquila de la que
pendía una cadenita de hierro viejo. Al agitarla, el tintineo de la
campana resonó a pesar del viento; luego, se abrió la puerta y la
conocí.
―¿Sí?
Era mayor, alta, ligeramente encorvada, y me miraba con suficiencia
desde el otro lado de la puerta. Tenía el pelo largo, suelto, con un
tinte antiguo que le coloreaba a media altura la melena dejando la
otra media de un gris triste y enmarañado. Llevaba colorete, los
labios repintados de rojo rabioso, los ojos nublados bordeados de
negro corrido entre las arrugas. La mano derecha en la puerta, con la
izquierda sostenía un pitillo encendido que humeaba sin parar
mientras esperaba él también una respuesta.
―Buenas tardes, señora. Verá…, soy representante de «Avon»,
nos debe conocer de la tele, ya sabe: «Avon
llama…» Quiero ofrecerle nuestro catálogo. Está lleno
de artículos que seguro le resultarán muy útiles.
Aunque apenas
llevaba un mes con aquel trabajo, estaba ya acostumbrada a que se me
cerraran las puertas en las narices, a observar la alarma de las
señoras y a escuchar justificaciones de toda índole para verme
salir cuanto antes de sus vidas. Por eso comencé a retroceder
mientras esperaba la excusa de aquella señora cuando ella, tras
soltar la puerta, me agarró con firmeza de un brazo y me hizo
seguirla dentro de la casa.
―Hija mía, no
sabes la alegría que me das. Precisamente esta mañana he terminado
con la última crema que me quedaba y no puede una dejarse tanto.
―Con la mano que aún sostenía el pitillo se colocaba sin cesar el
pelo con la intención de mejorar algo el peinado―. Mira cómo te
recibo, perdona mi aspecto, pero la peluquera hace días que me dijo
que vendría y ya ves.
La puerta se cerró
tras de mí. La entrada de la casa era grande y luminosa a pesar de
la tormenta, la pared del fondo la formaba una estructura de hierro y
cristal aporreado por la lluvia, detrás, un jardín mal crecido. En
el centro de la habitación había una mesa de mármol con una
bandeja llena de cartas amontonadas sin abrir y un jarrón con flores
marchitas; cortinas de un damasco dorado raído colgaban ante las
puertas blancas que se abrían a ambos lados. La señora me llevó a
la derecha, un salón grande, con suelo de tablero de ajedrez blanco
y negro, muebles recios, empolvados, que llenaban con esfuerzo la
habitación. Junto a un ventanal que también daba al jardín estaba
la zona de estar, un tresillo con tapicería de color incierto, una
camilla con la falda sucia y quemada por los cigarrillos, una bandeja
con una taza de café rancio y papeles de caramelos arrugados.
―Hoy no ha venido
la muchacha. Ya sabes cómo está el servicio, no hay modo de que te
atiendan en condiciones. ―Con movimientos sofisticados, se sentó
en una esquina del sofá dando golpecitos con una mano en el asiento
del sillón que se encontraba junto a ella―. Anda, siéntate y me
cuentas.
Vestía una blusa
blanca mal abotonada tras la que se adivinaba una combinación de
encaje, un chal de lana azul, una falda oscura y unas medias que, al
sentarse, se le veían caídas por debajo de las rodillas. Los
zapatos, de tacón, los arrastraba con dificultad y hacía un ruido
incómodo al menor movimiento.
―Si quiere le voy
enseñando el catálogo y después podemos ver algunas
muestras.―Sentada junto a ella, animada por el calor que desprendía
el brasero eléctrico, desplegué sobre la camilla el cartapacio de
productos―. Tenemos la línea de cremas, la de maquillaje y también
la de productos para la casa.
―Antes dime tu
nombre, que con esta cabeza no nos hemos presentado. Me llamo Luisa
de Andrade ¿Y tú?
―Pilar Lagares,
para servirla.
― ¿Lagares? ¿De
Villafranca?
―No, sólo estoy
aquí por las ventas,… Soy de Bienvenida.
―No conozco
Bienvenida, no viajo por aquí. Hace mucho que no me muevo.
Después la señora
cogió otro cigarro, lo sacó de la cajetilla con dedos temblorosos,
las uñas rotas chocaban con la lija de la caja de cerillas al
intentar encender una.
―Tengo
mechero.―Rebusqué en mi bolso y encontré el encendedor Bic que
había comprado aquella mañana.
―Perdona pequeña,
no te he ofrecido tabaco. Eres tan joven…Toma uno, anda.
Después de
encender los dos cigarros volví a dirigirme al catálogo. Antes me
pregunté qué haría aquella señora allí, no la esperaba; antes
sólo encontré señoras de pueblo, muchas vestidas de negro por
algún luto antiguo, con el pelo rizado de permanentes eternas y
macetas de pilistras en el paso de la entrada.
―Entonces qué
prefiere, empezar por los productos de belleza supongo ¿No?
―Belleza.
―Productos de
belleza.
―Belleza me
llamaba mi padre hace mucho. Me decía: «Anda
Belleza, ven aquí a mi lado», y yo iba como un
corderito.―Luisa me miró con ojos socarrones, voz aguardentosa―.
Aunque nunca he sido un corderito, que mi madre me llamaba Dolores,
ya sabes, por «La Pasionaria»,…
En aquella época,… Mi padre era distinto. Me amansaba sólo con
una mirada…, era especial mi padre.
Esperé que
continuara atrapada por su encanto, por la curiosidad.
―Era un señor
muy elegante.―Ella reía, se estiraba en su asiento y hacía
ademanes fingidos…―¡Y muy coqueto! Le encantaban las señoritas
guapas como tú. Más de una cayó en sus redes…, pero mi madre no
le dejaba. Era muy estricta mi madre, todo el día en el
confesionario, y… ¿para qué?, si nunca se culpaba de nada. En
fin, perdona que se me vayan las ideas por otros tiempos. ¡Vejeces!
―No, no se
preocupe.―Me apresuré a decir. En realidad la curiosidad me
forzaba a preguntar― ¿Pero sus padres eran del pueblo?
― ¡Uy, qué va!
Vivíamos en Madrid, aunque pasábamos temporadas en el campo, cerca
de Cáceres, y los veranos en Santander. Eso hasta la guerra, claro.
La guerra, Pilar, lo destrozó todo, pero entonces no nos dábamos
cuenta. Hace mucho tiempo ya, demasiado tiempo.―Por un momento dejó
de hablar. Temblorosa, más que antes, volvió a ofrecerme un cigarro
y sacó otro de la cajetilla.
Miré a través del ventanal. La tarde había pasado muy rápida y
aún no había hecho ninguna venta. Debería haber salido de aquella
casa sin esperar, a aquellas alturas era claro que no había nada más
que hacer. Pero me había retenido la fascinación inesperada que me
produjo aquella mujer decadente y triste.
―Creo que debería
irme, Luisa. Ya ve como está la tarde…
Repentinamente me
miró con ojos asustados y agarró mi brazo hasta clavarme las uñas
a través del chaleco.
― ¿Irte? No, por
Dios, ahora no. Ahora están aquí los fantasmas y no quiero estar
sola.
―Pero…
En aquel momento
sonó el teléfono.
―Debe ser mi
hermana, gracias a Dios.―Apresurada, creo que con alivio, Mariana
descolgó el auricular― ¿Julia? ¿Eres tú, Julia?... ¡Ah, es
usted! Ya le dije esta mañana que mi hermana le abonará la cuenta
en cuanto venga. No sea pesado, déjeme en paz.
Muy alterada colgó
con fuerza. Le temblaban las manos y las entretenía en plegar y
desplegar el dobladillo de su falda
―El del
supermercado ¡Pesado! Me odia ¿sabes? Todo el pueblo me odia. Por
eso no salgo nunca, hace años que no salgo de casa. Ellos me odian y
yo los odio. Es un pueblo enfermo, hablan de mí, de mi pasado.
Rumores espantosos, y no saben nada.―Se levantó para coger de
encima de la cómoda un marco con una fotografía―. Este es
Rodrigo. Desapareció en el frente y yo era joven, y guapa, y me
gustaban las fiestas de Madrid. La guerra lo destrozó todo…
Maldito pueblo.
―Luisa, venga
conmigo―.Sin saber qué hacer, de pie junto a ella pasé mi brazo
sobre sus hombros y la llevé de nuevo al calor del brasero.
―Acabé en la
cárcel. Me procesaron por traición y quisieron fusilarme ¡Ojalá
lo hubieran hecho! Entonces no tenía miedo a la muerte, no tenía
miedo a nada. Pero Jorge tenía influencias, me sacaron de la cárcel
y me dejaron bajo su custodia ¡Toda una vida en esta casa, en este
pueblo maldito!
Había perdido su
apariencia de gran dama, la veía vieja y vulnerable incrustada en
aquel sofá hundido. Observé entonces las muchas arrugas que le
cuarteaban la cara, las manos, el escote. Seguía temblando, quizá
por el frío. La lluvia no había cesado de caer, seguía golpeando
los cristales del ventanal como antes.
Aproveché que la
señora se había calmado y pensé buscar la cocina para ver si
encontraba algo que darle. Quizá una tila, o un vaso de leche.
―Voy a prepararle
una infusión caliente, Mariana. Ahora mismo vengo.
― ¡No, no me
dejes sola! ―Volvió a apresar mi brazo―.Cuando estoy sola vienen
y tengo miedo. Por la noche no me dejan dormir, dicen que Rodrigo
sigue enfadado, que mi madre me espera en el confesionario. No quiero
estar sola, no puedes irte y dejarme tú también.
― ¡Pero tendrá
usted a alguien! ¿Y su hermana? ¿Busco a su hermana?
―Julia está en
Sevilla.―Con una inesperada sonrisa―.Y está más vieja que yo.
Siempre he sido más guapa, y mucho más atractiva que ella, por eso
no le gusta tenerme cerca, se cree que le voy a quitar a Jorge ¡Como
si Jorge me gustara, con esa cara de palo que le dio Nuestro Señor!
Me sentía atrapada
en algo que no me correspondía. Creí que si no hacía algo,
quedaría atada por siempre a aquella señora y a aquella casa
ruinosa. Quizá alguna vecina pudiera ocuparse de ella. Intenté
levantarme del sillón pero Luisa volvió a agarrarse a mí como
quién se agarra a su último aliento.
―Pilar, tienes
que hacer algo por mí. Sé que moriré pronto. La gente quiere verme
en la tumba y yo no me fío. Si me desmayo y no estoy muerta, me
meterán enseguida bajo tierra para saber así que desaparezco.―Se
acercó más a mí, casi susurrando―. Cuando yo muera, tienes que
llamar a Don Lesmes el médico. En él si confío. Que se asegure
bien de que estoy muerta, que me deje aquí en la casa dos días sin
decir nada a nadie, y luego tú me pondrás en la mano la llave del
panteón de mi familia y me llevaréis allí. No vaya a ser que me
despierte. Por Dios, Pilar, tengo miedo y no me fío.
―Pero, Luisa ¡Qué
cosas dice usted! Llamaré al médico ahora para que le recete algo
que la tranquilice y verá cómo después de un sueño todo lo ve
mejor.―Sí, llamaría al médico, él sabría qué hacer―.
Dígame, cómo se llama…, Don Lesmes…
―Márquez, el
número lo tienes ahí, sobre la mesita del teléfono.
Me sorprendió la sumisión repentina de la anciana.
―Buenas tardes, quería hablar con Don Lesmes.
―Mi marido no está ¿Quién llama?
―Es de parte de doña Luisa de Andrade, que no se encuentra bien…
―Doña Luisa, ya,... Dígale a doña Luisa que mi marido está
jubilado desde hace tres años y ella no quiere enterarse. Además
ahora no está. Lo mejor que hace es llamar al médico nuevo. Se
llama don Pedro y su número…
Mariana había cortado la comunicación.
―No quiero que venga ese otro.―Parecía haber escuchado.
―En ese caso,
como parece que está usted mejor creo que debo irme. Se me hace
tarde y sigue lloviendo. La carretera está encharcada, no quiero que
me coja la noche.
Luisa estaba más
tranquila, ya no me agarraba del brazo sólo me miraba.
―Pero si te vas
¿cómo sabrás que he muerto?
―Vendré a verla.
Se lo prometo.
En aquel momento
hubiera hecho cualquier promesa que me dejara libre el camino hacia
la salida.
―Bien.
Me acerqué a ella para besarla en la mejilla. Se quedó quieta, sin
hablar, como abandonada. Después me puse el abrigo y recogí el
catálogo que aún estaba abierto sobre la mesa. Entonces se oyó el
tintineo de la esquila. Luisa no dijo nada, tampoco hizo ademán de
levantarse para abrir la puerta.
― ¿Le parece que vea quién es?
―Sí, anda ve.
Sorprendida por el cambio de la señora, me dirigí a la entrada. Al
abrir encontré a un hombre joven que traía una caja de cartón.
― ¿Doña Luisa? ―Preguntó extrañado al verme.
―No se encuentra bien. Dígame a mí qué quiere.
El hombre estaba cubierto por un chubasquero negro que goteaba en el
suelo, la caja de cartón se había mojado y por algunos rincones se
veía su contenido.
―Estoy intentado hablar con ella desde ayer para decirle que su
hermana me ha mandado el dinero, que qué le hacía falta de la
tienda, que su hermana respondía ¡Pero como esta señora es como
es! Aquí le traigo lo que me suele encargar, dígale que si falta
algo no tiene más que llamar. Permiso.
Entró en la casa y se dirigió hacia la izquierda, lo que debía ser
la cocina. Lo seguí. Colocó sobre una mesa de madera mal pintada de
blanco la caja de cartón.
― ¿Quiere usted que se la vacíe? Con ella lo hago siempre.
―No, no hace falta. Ya lo hago yo.
― ¿Es usted familia?
―No, sólo una amiga.
Me miraba con curiosidad, pero lo dirigí hacia la salida, no tenía
ganas de explicaciones.
―Buenas tardes.―Y volviéndose de nuevo hacia mí―es un decir
con este chaparrón. Han dicho en la radio que hay carreteras
cortadas.
―Buenas tardes.―Lo corté sin más, a pesar de sus ganas de
charla y mi necesidad de conocer el estado de esas carreteras. Luego
cerré la puerta tras él.
Miré el jardín a través de la cristalera de la entrada, apenas se
veían ya las plantas golpeadas por la lluvia, anochecía sin
remedio. Desde la puerta del salón observé a Luisa, parecía
dormida. A pesar de la inquietud por el tiempo decidí ir a la
cocina, la ordenaría un poco y recogería lo que el muchacho había
llevado. Era absurdo, lo sabía, pero me sentía culpable. Después,
volví al salón para despedirme. Ella seguía dormida, y así,
dormida, me pareció aún hermosa, a pesar de tanta arruga, del pelo
revuelto y la pintura. Tenía la boca abierta y asomaban unos dientes
oscurecidos por el tabaco pero, ahora que su rostro estaba sereno,
era fácil imaginar un pasado mejor.
―Luisa.―La llamé con suavidad, no quería irme así―. Luisa,
despierte.
Me acerqué a ella y le sacudí ligeramente un hombro. No reaccionó.
Tuve miedo, me recorrió un escalofrío al tocar su mano. Pero
respiraba tranquila, sólo dormía.
Cuando dejé la casa comenzaban a encenderse las luces de la calle y
yo me sentía mal, como si abandonara a su suerte algo muy querido.
Se agradecía el resplandor de las farolas metálicas porque la
oscuridad era grande y húmeda. No me resultó fácil llegar al coche
sin que mis zapatos se remojaran y rezumaran agua a cada paso. Volví
a acordarme de las ventas entonces.
― ¡«Avon llama»!―mascullé
entre dientes bajo el paraguas.
Cuando la carretera
nacional 630 me devolvía finalmente a casa, profundos charcos en su
asfalto descarnado me obligaban a conducir con atención y a adivinar
el trazado del camino a través del vaivén frenético del
limpiaparabrisas. Aun así pensaba en Luisa que, en la distancia, me
parecía irreal. Mientras, el cielo caía sobre la tierra, tanta era
la lluvia. Busqué alguna emisora en la radio que hablara de la
situación de las carreteras. Dando vueltas al dial no conseguía
encontrar más que interferencias discordantes, pero al fin sonó una
voz entrecortada:
«...
la Dirección General de Tráfico
aconseja no viajar en las próximas horas. Riadas en la comarca de
Tentudía. Inundaciones en Monesterio. Aviso a los conductores:
Carretera N630 cortada a la altura de Fuente de Cantos. Carretera
N432 abierta desde Zafra hasta Azuaga. Precaución en los desvíos de
Usagre, Bienvenida, Villagarcía y Llerena, se aconseja evitar salir
de las carreteras principales. Peor situación en Tierra de Barros,
peligro de aluvión en los cauces secos. Se ruega a la población
que, en lo posible, permanezca en sus casas. Repito, se ruega...»
Luisa. Había
olvidado preguntar dónde guardaba la llave del panteón.