miércoles, 15 de abril de 2020

Luisa de Andrade


Luisa de Andrade



Ocurrió una tarde de noviembre, horas antes de las inundaciones del año setenta y cuatro, cuando aún no imaginábamos que los diques no resistirían el aluvión.
La carretera nacional 630 me había llevado cada día desde hacía un mes por los pueblos de la Tierra de Barros. Un mes desde que el trabajo en el matadero se acabó y comencé a sustituir a una prima como representante de productos «Avon». Aquella tarde de noviembre llovía con fuerza y, aunque es normal que a mediados del otoño caigan aguaceros en la comarca, el de entonces era especialmente intenso, la lluvia caía con tal violencia que parecía dañar a los olivos que flanqueaban la carretera y las viñas enanas desaparecían de la vista en algunas zonas con pendientes mal calculadas. Conducía con cuidado procurando seguir el camino que trazaba ante mí la línea continua y discontinua del asfalto, hasta que un cartel a la derecha de la carretera anunció al fin la llegada a Villafranca, justo detrás de él se veían brillar a través de la lluvia las luces intempestivas de una gasolinera.
― ¡Perdone!― Llamé al mozo que se resguardaba del viento en la oficinilla― ¡Oiga! ¡Perdone!
El hombre, con las manos en los bolsillos de un mono azul eléctrico, se acercó por debajo de la marquesina que había sobre los surtidores.
— ¡Menuda tarde!―Me dijo en forma de saludo― ¿Qué le sirvo?
―No gracias, no quiero nada. Sólo saber cómo se va al centro.
― ¿El centro? Como no sea el ayuntamiento…
Con sus indicaciones bajé por una calle de paredes blancas y coches aparcados junto a las aceras. El viento racheaba y lanzaba la lluvia con fuerza sobre los tejados de las casas que resonaban como tambores, los caños de los canalones inundaban las esquinas donde las alcantarillas no daban abasto para tragar tanta agua. Aunque no pasaban de las cuatro de la tarde, la tormenta había oscurecido el día y no se veía un alma. El limpiaparabrisas de mi coche no servía para mucho, por eso decidí aparcar y esperar que escampara un poco. Lo hice delante de una pastelería que se anunciaba con letras curvas de neón: «Falces». Tenía dos escaparates a los lados de su puerta de vaivén que mostraban una variada selección de tarros de fruta en dulce. Por un momento pensé entrar imaginando olor a café y a suizos, pero tenía que terminar pronto, necesitaba al menos tres clientes en aquel pueblo y con la tarde así no sería fácil encontrar casas abiertas a extraños.
Salí del coche y resguardada como podía bajo el paraguas llegué a una plaza cuadrada con kiosko de música en el centro y álamos pelados alrededor. En uno de sus costados una iglesia de piedra, en otro, lo que parecía ser el ayuntamiento con una bandera al viento y junto a él, una bonita casona que me llamó la atención por su aspecto decadente. Blanca como las demás, tenía ventanas de cuerpo entero, con rejas de hierro trabajado que llegaban, una tras otra, hasta el final de la manzana y balcones sobre ellas con la misma disposición lineal. En el centro de la fachada destacaba el portón y un escudo de armas sobre el dintel, paredes encaladas con desconchones antiguos y más recientes que la lluvia pintaba de ocre y gris. Mientras me acercaba, bajo el paraguas olía a tierra húmeda.
Pasé al zaguán después de cruzar un umbral de mármol gastado por el tiempo. Sacudí bien mi abrigo y apoyé el paraguas cerrado en una esquina. La puerta era de cristal emplomado, no había timbre sino una esquila de la que pendía una cadenita de hierro viejo. Al agitarla, el tintineo de la campana resonó a pesar del viento; luego, se abrió la puerta y la conocí.
―¿Sí?
Era mayor, alta, ligeramente encorvada, y me miraba con suficiencia desde el otro lado de la puerta. Tenía el pelo largo, suelto, con un tinte antiguo que le coloreaba a media altura la melena dejando la otra media de un gris triste y enmarañado. Llevaba colorete, los labios repintados de rojo rabioso, los ojos nublados bordeados de negro corrido entre las arrugas. La mano derecha en la puerta, con la izquierda sostenía un pitillo encendido que humeaba sin parar mientras esperaba él también una respuesta.
―Buenas tardes, señora. Verá…, soy representante de «Avon», nos debe conocer de la tele, ya sabe: «Avon llama…» Quiero ofrecerle nuestro catálogo. Está lleno de artículos que seguro le resultarán muy útiles.
Aunque apenas llevaba un mes con aquel trabajo, estaba ya acostumbrada a que se me cerraran las puertas en las narices, a observar la alarma de las señoras y a escuchar justificaciones de toda índole para verme salir cuanto antes de sus vidas. Por eso comencé a retroceder mientras esperaba la excusa de aquella señora cuando ella, tras soltar la puerta, me agarró con firmeza de un brazo y me hizo seguirla dentro de la casa.
―Hija mía, no sabes la alegría que me das. Precisamente esta mañana he terminado con la última crema que me quedaba y no puede una dejarse tanto. ―Con la mano que aún sostenía el pitillo se colocaba sin cesar el pelo con la intención de mejorar algo el peinado―. Mira cómo te recibo, perdona mi aspecto, pero la peluquera hace días que me dijo que vendría y ya ves.
La puerta se cerró tras de mí. La entrada de la casa era grande y luminosa a pesar de la tormenta, la pared del fondo la formaba una estructura de hierro y cristal aporreado por la lluvia, detrás, un jardín mal crecido. En el centro de la habitación había una mesa de mármol con una bandeja llena de cartas amontonadas sin abrir y un jarrón con flores marchitas; cortinas de un damasco dorado raído colgaban ante las puertas blancas que se abrían a ambos lados. La señora me llevó a la derecha, un salón grande, con suelo de tablero de ajedrez blanco y negro, muebles recios, empolvados, que llenaban con esfuerzo la habitación. Junto a un ventanal que también daba al jardín estaba la zona de estar, un tresillo con tapicería de color incierto, una camilla con la falda sucia y quemada por los cigarrillos, una bandeja con una taza de café rancio y papeles de caramelos arrugados.
―Hoy no ha venido la muchacha. Ya sabes cómo está el servicio, no hay modo de que te atiendan en condiciones. ―Con movimientos sofisticados, se sentó en una esquina del sofá dando golpecitos con una mano en el asiento del sillón que se encontraba junto a ella―. Anda, siéntate y me cuentas.
Vestía una blusa blanca mal abotonada tras la que se adivinaba una combinación de encaje, un chal de lana azul, una falda oscura y unas medias que, al sentarse, se le veían caídas por debajo de las rodillas. Los zapatos, de tacón, los arrastraba con dificultad y hacía un ruido incómodo al menor movimiento.
―Si quiere le voy enseñando el catálogo y después podemos ver algunas muestras.―Sentada junto a ella, animada por el calor que desprendía el brasero eléctrico, desplegué sobre la camilla el cartapacio de productos―. Tenemos la línea de cremas, la de maquillaje y también la de productos para la casa.
―Antes dime tu nombre, que con esta cabeza no nos hemos presentado. Me llamo Luisa de Andrade ¿Y tú?
―Pilar Lagares, para servirla.
― ¿Lagares? ¿De Villafranca?
―No, sólo estoy aquí por las ventas,… Soy de Bienvenida.
―No conozco Bienvenida, no viajo por aquí. Hace mucho que no me muevo.
Después la señora cogió otro cigarro, lo sacó de la cajetilla con dedos temblorosos, las uñas rotas chocaban con la lija de la caja de cerillas al intentar encender una.
―Tengo mechero.―Rebusqué en mi bolso y encontré el encendedor Bic que había comprado aquella mañana.
―Perdona pequeña, no te he ofrecido tabaco. Eres tan joven…Toma uno, anda.
Después de encender los dos cigarros volví a dirigirme al catálogo. Antes me pregunté qué haría aquella señora allí, no la esperaba; antes sólo encontré señoras de pueblo, muchas vestidas de negro por algún luto antiguo, con el pelo rizado de permanentes eternas y macetas de pilistras en el paso de la entrada.
―Entonces qué prefiere, empezar por los productos de belleza supongo ¿No?
―Belleza.
―Productos de belleza.
―Belleza me llamaba mi padre hace mucho. Me decía: «Anda Belleza, ven aquí a mi lado», y yo iba como un corderito.―Luisa me miró con ojos socarrones, voz aguardentosa―. Aunque nunca he sido un corderito, que mi madre me llamaba Dolores, ya sabes, por «La Pasionaria»,… En aquella época,… Mi padre era distinto. Me amansaba sólo con una mirada…, era especial mi padre.
Esperé que continuara atrapada por su encanto, por la curiosidad.
―Era un señor muy elegante.―Ella reía, se estiraba en su asiento y hacía ademanes fingidos…―¡Y muy coqueto! Le encantaban las señoritas guapas como tú. Más de una cayó en sus redes…, pero mi madre no le dejaba. Era muy estricta mi madre, todo el día en el confesionario, y… ¿para qué?, si nunca se culpaba de nada. En fin, perdona que se me vayan las ideas por otros tiempos. ¡Vejeces!
―No, no se preocupe.―Me apresuré a decir. En realidad la curiosidad me forzaba a preguntar― ¿Pero sus padres eran del pueblo?
― ¡Uy, qué va! Vivíamos en Madrid, aunque pasábamos temporadas en el campo, cerca de Cáceres, y los veranos en Santander. Eso hasta la guerra, claro. La guerra, Pilar, lo destrozó todo, pero entonces no nos dábamos cuenta. Hace mucho tiempo ya, demasiado tiempo.―Por un momento dejó de hablar. Temblorosa, más que antes, volvió a ofrecerme un cigarro y sacó otro de la cajetilla.
Miré a través del ventanal. La tarde había pasado muy rápida y aún no había hecho ninguna venta. Debería haber salido de aquella casa sin esperar, a aquellas alturas era claro que no había nada más que hacer. Pero me había retenido la fascinación inesperada que me produjo aquella mujer decadente y triste.
―Creo que debería irme, Luisa. Ya ve como está la tarde…
Repentinamente me miró con ojos asustados y agarró mi brazo hasta clavarme las uñas a través del chaleco.
― ¿Irte? No, por Dios, ahora no. Ahora están aquí los fantasmas y no quiero estar sola.
―Pero…
En aquel momento sonó el teléfono.
―Debe ser mi hermana, gracias a Dios.―Apresurada, creo que con alivio, Mariana descolgó el auricular― ¿Julia? ¿Eres tú, Julia?... ¡Ah, es usted! Ya le dije esta mañana que mi hermana le abonará la cuenta en cuanto venga. No sea pesado, déjeme en paz.
Muy alterada colgó con fuerza. Le temblaban las manos y las entretenía en plegar y desplegar el dobladillo de su falda
―El del supermercado ¡Pesado! Me odia ¿sabes? Todo el pueblo me odia. Por eso no salgo nunca, hace años que no salgo de casa. Ellos me odian y yo los odio. Es un pueblo enfermo, hablan de mí, de mi pasado. Rumores espantosos, y no saben nada.―Se levantó para coger de encima de la cómoda un marco con una fotografía―. Este es Rodrigo. Desapareció en el frente y yo era joven, y guapa, y me gustaban las fiestas de Madrid. La guerra lo destrozó todo… Maldito pueblo.
―Luisa, venga conmigo―.Sin saber qué hacer, de pie junto a ella pasé mi brazo sobre sus hombros y la llevé de nuevo al calor del brasero.
―Acabé en la cárcel. Me procesaron por traición y quisieron fusilarme ¡Ojalá lo hubieran hecho! Entonces no tenía miedo a la muerte, no tenía miedo a nada. Pero Jorge tenía influencias, me sacaron de la cárcel y me dejaron bajo su custodia ¡Toda una vida en esta casa, en este pueblo maldito!
Había perdido su apariencia de gran dama, la veía vieja y vulnerable incrustada en aquel sofá hundido. Observé entonces las muchas arrugas que le cuarteaban la cara, las manos, el escote. Seguía temblando, quizá por el frío. La lluvia no había cesado de caer, seguía golpeando los cristales del ventanal como antes.
Aproveché que la señora se había calmado y pensé buscar la cocina para ver si encontraba algo que darle. Quizá una tila, o un vaso de leche.
―Voy a prepararle una infusión caliente, Mariana. Ahora mismo vengo.
― ¡No, no me dejes sola! ―Volvió a apresar mi brazo―.Cuando estoy sola vienen y tengo miedo. Por la noche no me dejan dormir, dicen que Rodrigo sigue enfadado, que mi madre me espera en el confesionario. No quiero estar sola, no puedes irte y dejarme tú también.
― ¡Pero tendrá usted a alguien! ¿Y su hermana? ¿Busco a su hermana?
―Julia está en Sevilla.―Con una inesperada sonrisa―.Y está más vieja que yo. Siempre he sido más guapa, y mucho más atractiva que ella, por eso no le gusta tenerme cerca, se cree que le voy a quitar a Jorge ¡Como si Jorge me gustara, con esa cara de palo que le dio Nuestro Señor!
Me sentía atrapada en algo que no me correspondía. Creí que si no hacía algo, quedaría atada por siempre a aquella señora y a aquella casa ruinosa. Quizá alguna vecina pudiera ocuparse de ella. Intenté levantarme del sillón pero Luisa volvió a agarrarse a mí como quién se agarra a su último aliento.
―Pilar, tienes que hacer algo por mí. Sé que moriré pronto. La gente quiere verme en la tumba y yo no me fío. Si me desmayo y no estoy muerta, me meterán enseguida bajo tierra para saber así que desaparezco.―Se acercó más a mí, casi susurrando―. Cuando yo muera, tienes que llamar a Don Lesmes el médico. En él si confío. Que se asegure bien de que estoy muerta, que me deje aquí en la casa dos días sin decir nada a nadie, y luego tú me pondrás en la mano la llave del panteón de mi familia y me llevaréis allí. No vaya a ser que me despierte. Por Dios, Pilar, tengo miedo y no me fío.
―Pero, Luisa ¡Qué cosas dice usted! Llamaré al médico ahora para que le recete algo que la tranquilice y verá cómo después de un sueño todo lo ve mejor.―Sí, llamaría al médico, él sabría qué hacer―. Dígame, cómo se llama…, Don Lesmes…
―Márquez, el número lo tienes ahí, sobre la mesita del teléfono.
Me sorprendió la sumisión repentina de la anciana.
―Buenas tardes, quería hablar con Don Lesmes.
―Mi marido no está ¿Quién llama?
―Es de parte de doña Luisa de Andrade, que no se encuentra bien…
―Doña Luisa, ya,... Dígale a doña Luisa que mi marido está jubilado desde hace tres años y ella no quiere enterarse. Además ahora no está. Lo mejor que hace es llamar al médico nuevo. Se llama don Pedro y su número…
Mariana había cortado la comunicación.
―No quiero que venga ese otro.―Parecía haber escuchado.
―En ese caso, como parece que está usted mejor creo que debo irme. Se me hace tarde y sigue lloviendo. La carretera está encharcada, no quiero que me coja la noche.
Luisa estaba más tranquila, ya no me agarraba del brazo sólo me miraba.
―Pero si te vas ¿cómo sabrás que he muerto?
―Vendré a verla. Se lo prometo.
En aquel momento hubiera hecho cualquier promesa que me dejara libre el camino hacia la salida.
―Bien.
Me acerqué a ella para besarla en la mejilla. Se quedó quieta, sin hablar, como abandonada. Después me puse el abrigo y recogí el catálogo que aún estaba abierto sobre la mesa. Entonces se oyó el tintineo de la esquila. Luisa no dijo nada, tampoco hizo ademán de levantarse para abrir la puerta.
― ¿Le parece que vea quién es?
―Sí, anda ve.
Sorprendida por el cambio de la señora, me dirigí a la entrada. Al abrir encontré a un hombre joven que traía una caja de cartón.
― ¿Doña Luisa? ―Preguntó extrañado al verme.
―No se encuentra bien. Dígame a mí qué quiere.
El hombre estaba cubierto por un chubasquero negro que goteaba en el suelo, la caja de cartón se había mojado y por algunos rincones se veía su contenido.
―Estoy intentado hablar con ella desde ayer para decirle que su hermana me ha mandado el dinero, que qué le hacía falta de la tienda, que su hermana respondía ¡Pero como esta señora es como es! Aquí le traigo lo que me suele encargar, dígale que si falta algo no tiene más que llamar. Permiso.
Entró en la casa y se dirigió hacia la izquierda, lo que debía ser la cocina. Lo seguí. Colocó sobre una mesa de madera mal pintada de blanco la caja de cartón.
― ¿Quiere usted que se la vacíe? Con ella lo hago siempre.
―No, no hace falta. Ya lo hago yo.
― ¿Es usted familia?
―No, sólo una amiga.
Me miraba con curiosidad, pero lo dirigí hacia la salida, no tenía ganas de explicaciones.
―Buenas tardes.―Y volviéndose de nuevo hacia mí―es un decir con este chaparrón. Han dicho en la radio que hay carreteras cortadas.
―Buenas tardes.―Lo corté sin más, a pesar de sus ganas de charla y mi necesidad de conocer el estado de esas carreteras. Luego cerré la puerta tras él.
Miré el jardín a través de la cristalera de la entrada, apenas se veían ya las plantas golpeadas por la lluvia, anochecía sin remedio. Desde la puerta del salón observé a Luisa, parecía dormida. A pesar de la inquietud por el tiempo decidí ir a la cocina, la ordenaría un poco y recogería lo que el muchacho había llevado. Era absurdo, lo sabía, pero me sentía culpable. Después, volví al salón para despedirme. Ella seguía dormida, y así, dormida, me pareció aún hermosa, a pesar de tanta arruga, del pelo revuelto y la pintura. Tenía la boca abierta y asomaban unos dientes oscurecidos por el tabaco pero, ahora que su rostro estaba sereno, era fácil imaginar un pasado mejor.
―Luisa.―La llamé con suavidad, no quería irme así―. Luisa, despierte.
Me acerqué a ella y le sacudí ligeramente un hombro. No reaccionó. Tuve miedo, me recorrió un escalofrío al tocar su mano. Pero respiraba tranquila, sólo dormía.
Cuando dejé la casa comenzaban a encenderse las luces de la calle y yo me sentía mal, como si abandonara a su suerte algo muy querido. Se agradecía el resplandor de las farolas metálicas porque la oscuridad era grande y húmeda. No me resultó fácil llegar al coche sin que mis zapatos se remojaran y rezumaran agua a cada paso. Volví a acordarme de las ventas entonces.
― ¡«Avon llama»!―mascullé entre dientes bajo el paraguas.
Cuando la carretera nacional 630 me devolvía finalmente a casa, profundos charcos en su asfalto descarnado me obligaban a conducir con atención y a adivinar el trazado del camino a través del vaivén frenético del limpiaparabrisas. Aun así pensaba en Luisa que, en la distancia, me parecía irreal. Mientras, el cielo caía sobre la tierra, tanta era la lluvia. Busqué alguna emisora en la radio que hablara de la situación de las carreteras. Dando vueltas al dial no conseguía encontrar más que interferencias discordantes, pero al fin sonó una voz entrecortada:
«...la Dirección General de Tráfico aconseja no viajar en las próximas horas. Riadas en la comarca de Tentudía. Inundaciones en Monesterio. Aviso a los conductores: Carretera N630 cortada a la altura de Fuente de Cantos. Carretera N432 abierta desde Zafra hasta Azuaga. Precaución en los desvíos de Usagre, Bienvenida, Villagarcía y Llerena, se aconseja evitar salir de las carreteras principales. Peor situación en Tierra de Barros, peligro de aluvión en los cauces secos. Se ruega a la población que, en lo posible, permanezca en sus casas. Repito, se ruega...»
Luisa. Había olvidado preguntar dónde guardaba la llave del panteón.

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