martes, 19 de mayo de 2020

LA ENCINA GITANA Séptimo capítulo. Final


La vuelta a casa fue más tranquila. Mohamed los acompañó en tren hasta Tánger después de haber logrado hacer un gran negocio con su mercancía.
-Mohamed- pidió Nono- ven a casa, conocerás a mi padre y a Gitana, y también a la Seño y a Paquita Ojos de Gato.
-Puede que algún día, Nana, pero ahora debo volver con los camellos y la sal que es tan necesaria- respondió halagado Mohamed.
Tánger era una ciudad moderna llena de coches y ruidos. A Nono le parecía haber despertado de un sueño. ¡Qué lejos quedaba el desierto! Encontraron habitación en un hostal cerca del puerto y al día siguiente, en cuanto amaneciera, el camellero acompañaría al pequeño y a Genaro al transbordador que los llevaría más allá del mar, a tierra firme.
Genaro tuvo que dormir, muy enfadado, en una cuadra donde alquilaban caballos a los turistas. Nono salió a divertirse aquella noche con Mohamed. Las luces de colores de los escaparates y de los anuncios de neón eran para el niño la iluminación de una feria.
-¿Están en fiestas?- preguntó a Mohamed.
-Aquí siempre es fiesta, Nana. Mira cuánta gente por la calle, todos van contentos.
Cenaron en una taberna del puerto, frente a unos barcos pesqueros que se parecían mucho a “La Sirena”. Comieron pescado, verduras frescas, los mejores dulces. Después pasearon junto al mar hasta llegar a un tiovivo que daba vueltas y más vueltas.
-¿Quieres subir, Nana?
El pequeño no contestó. Subió rápido en un caballo blanco de crines largas y rizadas. Cerró los ojos mientras se movía y tenía la impresión de galopar con su Genaro entre las dunas frías de la noche del desierto.
-¡Más, Mohamed!- pidió una y otra vez.
Un algodón de azúcar remató la velada. Había que dormir si querían levantarse a tiempo para coger el barco.

-Adiós Mohamed- Se despedía Nono del camellero- No te olvidaremos, y esperaré siempre el día que aparezcas en mi puerta.
-Adiós pequeño Nana, adiós, valiente Egnar- se despidió por primera vez algo triste Mohamed.
La travesía del estrecho de Gibraltar fue corta y tranquila, Genaro y Nono, muy callados, miraban al agua mientras el barco avanzaba. Al llegar a tierra no resultó difícil encontrar quién les indicara el camino de Extremadura, y aunque quedaban varios días de viaje, Nono y Genaro se sintieron en casa.
-Genaro, ya no tengo más ganas de aventuras.
-¡Hiii hooo!- el borrico estaba de acuerdo.
En silencio anduvieron por los caminos sin parar ni para comer. Aún llevaba Nono dátiles y tortas de mijo que Mohamed le había guardado en las alforjas, allí donde se escondía la garrafa del agua milagrosa que curaría a Gitana.
-¿Y si la fuente del oasis de Ahenkod no fuera la que buscábamos, Genaro?
Algo en el fondo de su corazón le avisaba de un peligro. Cavilando así estaba cuando se toparon con los carromatos de un circo que iba en su misma dirección. Adelantaron el carricoche de la mujer barbuda, el de las fieras, el de los payasos,...
-¡Niñooo!- oyó que lo llamaban.
Nono no quería más aventuras, no miraría, no señor.
-¡Niñooo!- volvió a escuchar.
Pero la curiosidad lo empujó a conocer al que lo llamaba con tanto empeño. Desde el carro de los payasos, uno de ellos vestido con una chaqueta de cuadros y la cara pintada, le hacía gestos burlándose de él.
-¿Qué pasa payaso, no tienes a otro con quién meterte?- dijo enfadado el pequeño siguiendo muy digno su camino.
-¡El niño se ha enfadadooo!- el payaso reía haciendo aspavientos al aire.
-¡Déjame en paz!- dijo Nono haciendo que Genaro caminara más deprisa.
El siguiente carromato era de una pitonisa. Su nombre, madame Carlota, estaba escrito con letras doradas.
-¡Anda, resalao, dame tu mano para que te lea el futuro!- le dijo desde la ventana- Mira que no te cobro nada, es para entretenerme, que a los del circo los tengo muy vistos.
-¿Lees el futuro?- preguntó Nono interesado- ¿podrías decirme si mi madre sanará?
-Las manos no engañan, dámelas y te diré todo lo que te espera, bonito.
Como necesitaba saber qué pasaría con su madre, Nono se acercó temeroso a la mujer. Ésta, cogiendo su mano, le dijo:
-Tienes manitas de niño, pero corazón de hombre. ¿En qué berenjenales te has metido, corazón?- lo miró con asombro- Veo grandes penalidades, veo mares y desiertos, veo a muchas personas.
-Pero y mi madre ¿Qué?.
-Ten paciencia, hermoso. Tu madre está muy enferma, pero el remedio para sus males no tardará en llegar. Sanará.
-¡Sanará!- exclamó aliviado Nono- Genaro, mamá sanará.
-¿No quieres saber nada más?
-No, gracias madame Carlota, debo darme prisa en llegar a casa.
-Pues con Dios, preciosidad.
-Hasta más ver- le contestó el niño agradecido y contento.

Desde el encuentro con el circo y con madame Carlota, las ganas los empujaban y daban fuerzas para seguir su camino. Por fin, una mañana divisaron a lo lejos la torre de la iglesia de su pueblo.
-¡Genaro, estamos en casa!
-¡Hiii hooo!
Sin más se dirigieron a los encinares. Gitana los necesitaba. A medida que se acercaban se toparon con el pastor, con la Seño, con Paquita Ojos de Gato. Todos estaban muy tristes junto a Gitana que había cambiado mucho.
El padre cogió en vilo al niño que le devolvía los abrazos con toda su alma.
- Hijo,- dijo cuando Nono le preguntó por Gitana- no hemos podido hacer nada, mañana vendrá el guarda forestal a marcarla pa la tala.
La que fue una hermosa encina, se había convertido en un árbol seco, el tronco marchito tenía profundas grietas y las ramas ajadas no tenían hojas ni verdor.
-¡No, no vendrá! porque Genaro y yo le traemos el agua de la Fuente del Mundo.
Sin esperar más, se dirigió a los pies de Gitana donde lo esperaban la Seño y Paquita Ojos de Gato. Vertió muy despacio el agua milagrosa sobre la tierra que cubría sus raíces.
-¡Madre, he vuelto a tu lado!- le decía abrazado a su tronco- He traido tu medicina.
Pero Gitana no reaccionaba. No se escuchaba su voz de viento, ni se movían las ramas para acariciarlo.
Con un gran desconsuelo el niño comenzó a llorar. Las lágrimas brotaban como si de una fuente se tratara, el llanto se agolpaba en sus párpados y caía a borbotones sobre la tierra. Surgía el líquido de la fuente inagotable formando una cascada que resbalaba por sus mejillas remojando el tronco reseco al que el niño se abrazaba.
-¡Nono!- exclamó el pastor- ¡Las ramas!
Poco a poco el verdor volvía a la madera vieja. En las ramas se formaban sin parar yemas jóvenes que rompían en hojas y más hojas. Aunque no era primavera, las florecitas amarillentas surgieron como por arte de magia y Gitana recuperó su juventud.
-¡Aaaaaaah!- bostezó el árbol mientras se estiraba con pereza.
-¡Mamá, te has curado!
-Sólo tu agua milagrosa podía salvarme, esa que ha brotado de tu corazón dolorido.
Nono recordó entonces a Casimiro y su poesía.

En el centro, en el fondo está
y sus aguas sutiles caerán
cuando un dolor o alegría
al corazón ese día
conmueva sin compasión.
De dos luceros luminosos
lluvia hechizada saldrá
y curará todo mal.

Después, todos se sentaron a los pies de Gitana para celebrar la alegría. La encina acariciaba con sus ramas bajas la cabeza del niño.
-Cuando salimos de viaje no sabíamos pa dónde tirar, hasta que tropezamos con un perro que se llamaba Trueno...
Mientras, Genaro rebuscaba bellotas entre la hierba.

FIN


domingo, 17 de mayo de 2020

LA ENCINA GITANA Sexto capítulo


Nono llegó jadeando a la playa donde se encontraba su amigo.
-¡Genaro! Pensé que te había perdido pa siempre- dijo abrazando emocionado al burro- ¿Qué habría hecho yo sin ti?
Como era de noche y el cansancio los vencía, decidieron dormir un rato para recuperar las fuerzas. Allí mismo, en la arena fría, se tumbaron los dos muy juntos para coger algo de calor, seguían remojados por el chapuzón. Al amanecer las gaviotas los despertaron de su letargo. El mar estaba tan quieto y dulce que no podía imaginar Nono que fuera el mismo mar de la noche pasada. Su agua tranquila le hizo recordar la playa de sus amigos pescadores, pero había algo diferente, el sol no se levantaba desde el fondo del océano, sino que surgía del final de la tierra como una planta luminosa. También eso era nuevo, la playa no parecía tener fin. Aunque se pusiera de puntillas, aunque se encaramase de pie en el lomo de Genaro, Nono no veía más que arena y más arena.
-¿Dónde estaremos?- se preguntó el niño un poco inquieto.
El pequeño subió a lomos del burrito y comenzaron a adentrarse en aquellas arenas, en lo desconocido.
-¡Qué mala pata, Genaro! ¡Nos tenían que tocar unas piratas que no sabían na! A saber dónde estará la Fuente del Mundo...- charloteaba Nono como si así el tiempo pasara más rápido, y un pueblo fuera a asomar en el horizonte así, sin siquiera darse cuenta.
Pero el tiempo no pasaba más rápido, ni aparecía ningún pueblo en el horizonte. Sólo arena, arena y sol. Y Genaro caminando, y Nono adormecido por el calor y el vaivén. De pronto, alarmado al mirar a su alrededor y no ver más que el desierto, recordó la brújula de Maruja.
-Para que no te vuelvas a perder- le había dicho
Con la brújula en la mano, Nono decidió ir al este. Si caminaban en línea recta antes o después se toparían con alguien. Sacó alguna ropa de las alforjas para tapar sus cabezas, el calor era sofocante y la sed los secaba por dentro.
-Genaro, tenemos el agua de Aracena- recordó aliviado.
Las horas pasaban. Genaro ya tropezaba cansado y no conseguía subir las dunas de arena resbaladiza. Nono había bajado hacía rato de su lomo y lo ayudaba tirando de la jáquima, pero él también estaba cansado. Sentados en el suelo caliente se cubrieron como pudieron con la ropa que llevaban. La luz era tan intensa que los ojos se les habían irritado y resecos como estaban no podían mantenerlos abiertos mucho tiempo. Así llegó la noche. Al ponerse el sol los dos amigos respiraron aliviados, bebieron su ración de agua y se quedaron dormidos.
La noche fue larga y cuando amaneció, al reemprender la marcha, seguían cansados, sedientos. Nono se preguntaba si habría elegido el mejor camino, quizá viajando hacia el sur o el norte alguien los habría socorrido. Pero era tarde para volver atrás. Las dunas eran más altas, casi montañas, por los valles que había entre ellas era más fácil caminar y además, de cuando en cuando, encontraban una sombra donde resguardarse. La brújula los seguía conduciendo al este mientras un sol despiadado los aplastaba desde el cielo.
Las fuerzas se rompían, sólo deseaban tumbarse en la arena y descansar. Así, en la ladera de una gran duna, los dos amigos se dieron por vencidos, cerraron los ojos y recordaron su pueblo. Luego, el pequeño cayó en un profundo sueño.
-¿Éste es el cielo?- se preguntó el niño al abrir los ojos aún adormecido.
Pasó un rato. Por fin el pequeño consiguió levantar la mirada. Lo que vio no era el cielo que Don Manuel, el cura del pueblo, les había explicado en la catequesis.
-¡San Pedro!- llamó Nono pensando que habría pillado al portero despistado.
Pero el santo no aparecía. Mientras esperaba, Nono observó a su alrededor. Se encontraba tumbado en un camastro de ramajos y pieles, lo rodeaba un humillo blanquecino que olía a iglesia y salía de un búcaro de barro. Por encima de él el cielo era muy bajito, telas y palos formaban una cúpula y las paredes estaban revestidas de alfombras. Sin otra cosa que hacer, el niño comenzó a llamar a todos los santos que conocía, a la Virgen de los Milagros y a Dios, aunque estaría muy ocupado con tantas cosas que pasan. También se acordó del tío Laurel, el limpiabotas del pueblo que había muerto aquel año de un soponcio, y de Doña Asunta, la pobre de vieja. Pero nadie venía.
Entonces una de las alfombras que cubrían las paredes se abrió. Un hombre alto vestido con una túnica azul se acercó a él y le tocó la cara. En la cabeza llevaba un turbante también azul, su cara era muy oscura, los ojos negros y serios.
-Ewad ¿manauwin n-ak?- dijo haciendo un gesto con la mano en su frente.
-¿San Pedro?- preguntó el niño asombrado.
-¿Issem ennek?
-¿Pero eres San Pedro?- volvió a preguntar Nono.
-¿San Pedro? Maysar Gwasila- contestó el hombre con un golpe en su pecho.
Nono no entendía nada. ¡Entonces no estaba muerto, aquello no era el cielo! ¿Dónde estaba?
Maysar Gwasila levantó con cuidado la cabeza del muchacho ofreciéndole un líquido dulce que Nono bebió obediente. Después entró una mujer también de azul que habló algo con Maysar . Dirigiéndose al pequeño dijo:
-¡Ewad junge!. Me llamo Lalla Hennu Izza, soy la esposa de Maysar. Hablo tu idioma, aprendí con una maestra que vino de lejos para nosotros.- dijo Lalla Hennu, y siguió con dulzura- Somos preocupados por ti y se nos alegra el corazón al verte mejor.
Lalla Hennu tenía los mismos ojos negros y profundos de su marido. Se cubría el resto de la cara con un velo y su mirada era lo único que Nono podía conocer de ella. Se acercó a él y agachada, en cuclillas, lo abrazó.
-Te encontramos en el desierto muy enfermo. Mess-iner te ha enviado a nosotros para que te ayudemos.
Nono recibió el abrazo que necesitaba, se acurrucó en sus brazos y recordó a Gitana. Luego habló.
-Me llamo Nono y no sé dónde estoy- dijo lastimero aferrado a las mano de la mujer- Busco la Fuente del Mundo porque sus aguas son la medicina que salvará a mi madre enferma. Vengo de España, de Extremadura, y he viajado con mi burro Genaro por medio mundo. Pero aún no la he encontrado.
-La Fuente del Mundo mana en el oasis de Ahenkod. Los habitantes del desierto lo sabemos- explicó satisfecha Lalla Hennu- Allí llevamos nuestro ganado cuando los pozos se secan. Mess-iner Anna te ha conducido bien a nosotros, tendrás el remedio para tu madre.
Fue tal la alegría que sintió el desesperado zagal, que se levantó de un salto olvidándose de sus males. Siguiendo a Lalla Hannu y a Maysar Gwasila salió de la cabaña y se encontró en el centro mismo de un poblado de tiendas de tela y esteras. Algunas personas vestidas todas de azul se le acercaron sonrientes y le revolvieron el pelo.
Nono se sentía como en otro mundo. La soledad del desierto lo impresionaba a pesar de no estar solo. Genaro estaba con los camellos, parecía que se llevaban bien. Recibió al niño con el rebuzno más alegre, ¡hiii hooooo!
- ¡Genaro! - le contestó su amigo abrazándose a su cuello.
Nono conoció enseguida al resto de los habitantes del poblado, desde el mayor al más pequeño que se llamaba Afra. Lo trataron con cariño, le dieron ropa azul y lo enseñaron a vestirse, hasta coronarlo con un precioso turbante que lo protegería del sol y la arena del desierto.
-Somos tuaregs, nos llaman los “Hombres azules”- le explicaba Lalla Hannu bajo las estrellas- Es por el color de los vestidos. Somos pastores que viajamos con nuestro rebaño de camellos y cabras dónde haya agua y comida.
-¿Pero por qué no vivís donde hay agua y comida siempre?- dijo Nono muy sensato.
-Nuestro mundo es el desierto. Si salimos de él morimos, como las acacias cuando se arrancan de la tierra.
A la mañana siguiente, Afra depertó al muchacho con un cuenco de barro lleno de agua. Con gestos Nono entendió que debía lavarse.
-¡Pero si hay mu poca agua!
Con destreza, Afra lavó su cara y su cuerpo, frotó los pies, las piernas, las manos con arena y luego se enjuagó. Todo con aquel cuenco tan pequeño. Ni una gota del preciado líquido cayó al suelo. Luego rellenó el cuenco para Nono.
-¿Seré capaz?- se preguntó atónito. Y lo fue.

Los días pasaban. El pozo junto al cual habían instalado el poblado se secaba, la estación cálida avanzaba. Los hombres y las mujeres decidieron en consejo partir cuanto antes hacia el oasis de Ahenkod. Era allí donde terminaría la búsqueda de Nono y podría al fin volver a casa.
Recogieron el poblado sin que Nono se diera apenas cuenta, liando las tiendas en fardos que cargaron en camellos y bueyes. También Genaro recibió su carga de enseres de cocina. Montaron todos en los animales, delante de la giba. Nono quiso probar aquello y cambió a Genaro por el camello de Afra, pero los movimientos eran tan bruscos que nuestro amigo tuvo que agarrarse bien fuerte para no caer.
Encabezaba la expedición Maysar Gwasila a caballo. El sol era implacable en las horas centrales del día, pero los ropajes, sobre todo los turbantes, los protegían. Con la luz caminaban sin descanso, al caer la noche montaban un campamento rodeado por el ganado para protegerse del viento. De día recogían los excrementos de los animales y, al llegar el frío de la noche, encendían con ellos fogatas que los ayudaban a mantenerse calientes. Cenaban leche de cabra y de camella, y tortas de mijo.
Cuando avistaron el oasis, Nono creyó que era un espejismo.
Un hermosísimo bosque de palmeras se balanceaba en el cielo; al acercarse se podía escuchar el sonido del agua cayendo desde la fuente a un lago. Aquel paraíso en medio del desierto estaba lleno de vida, había plantas y animales de todos los tamaños.
-¡Mess-iner Anna!- exclamó Maysar Gwasila levantando las manos al cielo.
- Dios y la madre Tierra nos han traído de su mano- explicó Lalla Hanu a Nono- Hoy comeremos cordero para honrar su nombre.
Nono estuvo de acuerdo con celebrar aquella noche su ayuda. Además el cordero le encantaba, sobre todo asado en la candela como lo preparaba su padre.

-¡Maysar Gwasila, Lalla Hanu, ya tengo la garrafa llena del agua de la Fuente del Mundo!. Ahora debo volver a casa.
-Nosotros permaneceremos aquí mientras dure la estación seca, pero pronto vendrán las caravanas de camelleros a rellenar sus odres de agua para seguir hacia el norte, hasta el mar. Con ellos podrás viajar sin peligro.
En efecto, al poco llegó una caravana. Venían del sur cargados de minerales preciosos que cambiarían en el mercado de Tetuán por sal. Los camelleros no vestían como los tuaregs, llevaban chilabas blancas y todos tenían barba y bigote. Uno de ellos. el capataz, hablaba español porque había nacido en Ceuta. Se llamaba Mohamed y era simpático y dicharachero. A Nono lo llamaba Nana porque no sabía pronunciar bien y a Genaro, Egnar.
-¡Nana! ¡Egnar! ¡Partiremos enseguida!
La despedida de los tuaregs fue la más triste de todas. Habían salvado su vida y la de Genaro, y eso había liado en el corazón de todos un lazo que no se rompería jamás.
-¿Volveremos a vernos alguna vez?- sollozó Nono abrazado a Lalla Hanu- ¡Volveremos!
-Mess-iner Anna te acompañe y te ampare.- dijo ella besando las manos del niño- Has alegrado nuestro corazón y siempre serás recibido como un hijo, como un hermano.
-¡Adiós, Afra, a más ver!- Se despidió mientras se alejaba con Genaro y dejó al pequeño tuareg con hipo de tanto llanto.

Viajar con los camelleros no era igual que hacerlo con los tuaregs. La caravana la dirigía Mohamed y lo seguían cuatro hombres ruidosos que no paraban de hablar en su idioma sin hacerle ningún caso a Nono y a Genaro. El niño se sentía solo allá en la cola de la caravana. El desierto sí era el mismo, caminaban sofocados por el calor y dormían resguardándose como podían del frío. Pero las arenas se acabaron, el paisaje se transformó en piedra y luego empezaron a surgir manchas de vegetación. Al final del trayecto estaba Tetuán.
El bullicio de la gente mareaba a Genaro y el pobre tropezaba con cada piedra del camino. Al llegar a la explanada del mercado Mohamed y los otros camelleros descargaron la mercancía, sólo había que esperar que alguien se interesara por ella. Mientras, Nono y Genaro recorrieron el zoco con curiosidad. Un mundo asombroso se abrió ante sus ojos, los personajes de “Aladino y la lámpara maravillosa” se hicieron reales en aquella plaza de la ciudad. Magos de barba puntiaguda sobre alfombras voladoras, hipnotizadores, encantadores de serpientes,... Las alfombras voladoras gustaron a Genaro, pero Nono prefirió al encantador de serpientes. Sentado sobre una estera con las piernas cruzadas, tocaba una música suave con su flauta y conseguía con ella que una cobra amenazadora bailase a su son dócil como un corderito. La cobra salía sinuosa de un cesto colocado delante de él, primero asomando la cabeza y poco a poco surgiendo el largo cuerpo.
-¡Meca, Genaro!- exclamó Nono con los ojos como platos.
-¡Amigo! –le habló una voz a la espalda- ¿Español?
Nono se volvió para ver quién era. Un hombre joven con la piel llena de granos se dirigía a él.
-¿Español?- repitió.
-Sí, de los campos de Llerena.
-Llerena, no conoce.- el español que hablaba el hombre no era fácil de entender- conoce Granada ¿Tú conocer Granada?
-No, no tengo el gusto.
-La ciudad de las mil flores ¿Llerena haber flores?
-Sí, claro.
-Yo tener amigo en Granada- y mostró a Nono una postal de la Alhambra muy estropeada - ¡Tú amigo de Alí!
-Yo soy Nono y mi burrino Genaro- el pequeño estrechó la mano del hombre.
-Venir a mi casa. También tu casa.
Con paso rápido echó a andar sin dar tiempo a Nono a pensar. Seguir a Alí por aquellas calles estrechas llenas de gente no era fácil. Genaro seguía al niño mientras éste casi corría para no perder a aquel hombre tan raro. Pronto no sabían cómo volver al mercado y tuvieron que llegar a la casa de Alí les gustara o no. La casa se encontraba en una plazuela pequeña cuyas paredes se abrían en huecos superpuestos, habitados cada uno por un hombre que, en cuclillas, trajinaba con sus manos.
-Plaza de orfebres- explicó Alí- Mi padre orfebre, yo orfebre.
-¿Qué es un orfebre?
-Trabajo con plata y oro. Adornos, collares, pulseras,...
El jaleo de la plazuela era tal que tenían que hablar a gritos para entenderse.
-Tú trabajo conmigo.Tú orfebre.- señaló al niño con un dedo- Burro a la cuadra, él animal, él no amigo.
Aquello no gustó ni pizca a Nono pero, receloso, no tuvo más remedio que entrar en el taller de Alí porque no sabía cómo salir de la encerrona.
-Yo comida y cama. Tú trabajo- y colocó en las manos del pobre zagal unas herramientas que no conocía.
-No sé hacer tu trabajo y además tengo que volver a mi casa.- dijo soltando en el suelo las herramientas.
-Tú no entiendo, amigo- dijo Alí con voz terrible- Tú trabajo para mí siempre.
Agarró al muchacho del brazo y lo arrastró hasta una habitación que cerró con llave cuando éste estuvo dentro. Los pasos de Alí sonaron detrás de la puerta alejándose.
-¡Genaro!- llamó a través de la madera-¡Genaro, sálvame!
No hubo respuesta. Nono estudió la habitación buscando alguna rendija por la que escapar, pero sólo encontró un ventanuco que iluminaba apenas la estancia. De puntillas consiguió mirar por él y, en la plazuela, vio como Alí tiraba con fuerza de la jáquima de Genaro sin lograr que se moviera. Gritaba en su idioma, hasta cogió un palo con el que lo golpeó en el lomo, pero el animal no se movió un palmo.
-¡Genaro! - gritó impotente el niño- ¡Bruto! ¡animal! ¡Deja en paz a mi amigo!
Cuando oyó la voz de Nono, Genaro levantó las orejas y quiso devolver los golpes al malvado Alí, pero la jáquima lo tenía bien sujeto.
-¡Escapa, Genaro! ¡Busca a Mohamed!
Al sentir el burrito que las ataduras se aflojaban, dio un tirón y quedó libre. Corrió a galope escapando por una de las callejuelas que salían de aquella plaza.
Entonces Nono volvió a oír los pasos de Alí acercándose. Después de abrir el cerrojo el hombre se dirigió al niño furibundo.
-Burro escapa, ya no da dinero por él.- dijo muy enfadado- Tú trabajo, dinero para mí.
Cogiendo al niño por la oreja lo arrastró hasta el pequeño taller. Poniendo las herramientas y una barra de plata en su regazo lo obligó a fabricar pendientes y collares, pero no sabía hacerlo.
-Tú no come, tú aprendo- y volvió a encerrarlo en la habitación.
En la soledad de aquel cuarto oscuro Nono se lamentaba de todo lo malo que le había ocurrido. Le parecía que habían pasado muchos años desde que, con Genaro, iniciara su aventura. En eso estaba cuando sintió un ruido que venía de la plaza. Asomado a la ventana logró ver cómo Mohamed seguido de la caravana de camellos entraba en tropel en la plazuela, y junto a Mohamed, Genaro dirigía el asalto con valentía.
-¡Hiiii Hooo!
¡Qué algarabía formaron los camellos en aquella plaza!. De cada hueco de la pared surgía una cabeza de orfebre llena de curiosidad. Ninguno parecía entender qué hacían allí tantos camellos enfurecidos, sólo Alí cerró su puerta a cal y canto pensando que nadie podría tirarla. Pero estaba equivocado. Genaro en posición de lanzamiento le propinó tal coz que la portezuela salió volando hasta aterrizar en la azotea del vecino.
-¡ No haces daño a Alí!- lloriqueaba - ¡Alí amigo, Alí hermano!
Mohamed y los otros camelleros entraron en el taller cogiendo al malvado por la chilaba, y al momento abrió la puerta que encerraba a Nono.
-Nana—se oyó decir alegre a Mohamed- ¿Por qué te metes en tantos líos? ¡Bien Egnar!
-¡Mohamed, qué alegría me da verte!- rió contagiado Nono. Y dirigiéndose a su burrino- Genaro, mi ángel de la guarda, mi compañero, sabía que me salvarías porque eres listo y valiente.
Colgado del cuello del animal el niño sólo quería estar con los suyos.

jueves, 14 de mayo de 2020

LA ENCINA GITANA Quinto capítulo


Para encontrar a los piratas los dos amigos debían llegar cuanto antes al mar. A galope por los senderos, Genaro se apresuraba forzado por las ganas de Nono. Pasaron días de calor y frío, de montaña y llano, de sombra y luz,... y al fin llegaron al mar.
¡El mar! ¡Tan inmenso y azul! ¡Ay, si los viera el marinero de la feria de su pueblo!. Genaro se acercó sin miedo a mojarse las pezuñas en el agua, las algas verdes de la orilla se le reliaron y parecía que el burrito tenía flecos en las patas.
-Genaro, ¿te lo imaginabas tan grande? ¡Parece que no se acaba!- decía Nono con los ojos muy abiertos.
Decidieron caminar a lo largo de la orilla hasta toparse con alguien que los pudiera ayudar. Atardecía, una luz naranja iluminaba la playa y el mar tenía un azul eléctrico. A lo lejos divisaron un barco en la arena, cuando llegaron a él supieron que habían llegado a un poblado de pescadores, con casitas blancas, y barcas y redes por todos lados. Algunos niños correteaban mientras sus padres trabajaban en los motores, en las maderas o arreglando redes sentados en el suelo.
-¡Bellita, Julio¡, volved a casa que hace frío y la humedad se os mete en los huesos.
Una mujer con la piel morena llena de grietas, como rota, llamaba a sus hijos. Pero los niños se pararon junto a Genaro y Nono mirándolos muy callados.
-Soy Nono, y mi burrino Genaro- se presentó.
La niña que se llamaba Bellita, acarició la cabeza de Genaro.
-¿Dónde vais tan tarde? Ya es hora de meterse en casa, que el relente es mu malo.- sin dejar de acariciar a Genaro dijo- Venid con nosotros.
Bellita tendría la misma edad que Nono, Julio era más bajito y tímido. Se escondía detrás de su hermana asomando un solo ojo para no perderse lo que allí pasaba.
-¡Anda!, ¡venid!.
Muy formal, Nono entró en la casita blanca. La madre lo miró con extrañeza.
-Omá, he convidao al muchacho y a su burro, pa que no pasen frío.
-¿Quiénes sois vosotros?- la mujer sonrió amable.
-Nono y mi burrino Genaro. Andamos buscando la Fuente del Mundo, que dicen tiene un agua que sanará a mi madre enferma- se explicó el niño de nuevo.
-¿La Fuente del Mundo?- comentó la madre pensativa- no la he oído mentar. A lo mejor mi marido sabe de ella. Y gritando desde la puerta- ¡Manuéeeeee!
Por la puerta entreabierta, empujando a Genaro, entró el pescador.
-¿Qué pasa, mujer? ¿Qué gritos son esos?
-Que este muchacho viene buscando la Fuente del Munco. ¿Sabes tú algo de ella?.
-¡Yo qué sé de fuentes ni fuentes! Ayudadme a traer el pescado pa la cena, que hoy traigo unas caballitas que quitan el sentío.- dijo Manuel.
Salieron de nuevo los niños, también Nono y Genaro, detrás del padre. Había caído la noche y el frío era más intenso. La luna iluminaba el mar sobre el que flotaba una neblina blanquinosa. Se acercaron a una barca que descansaba en la orilla, de ella sacó el pescador un cubo, dentro brillaban con la luna unos peces plateados.
-¡Vienen vivas, niño! ¡No has comío tú cosa más rica!- Manuel se dirigió a Nono como si lo viera por primera vez.
Recordó Nono las sardinas asadas a la lumbre y comerlas con las migas ricas de su padre. Lo echaba de menos ¿Cómo seguirían todos por allí? Pero pronto se olvidó, porque las caballas se le deshacían en la boca. Abiertas por la mitad, con una salsa de hierbas, aceite y ajo, despedían un aroma que removía las tripas de Nono. Y comía con ansia, por el hambre, por las ganas. Las comía con las manos, decía la madre que así estaban más sabrosas, y luego se chupaba los dedos, y se relamía los labios con gusto.
-Come y hincha niño, que la hambre es mu mala.- reía el pescador.
La velada con aquella familia soltó la lengua de Nono que contó con detalle su vida y su aventura. El recuerdo de Gitana enferma venía una y otra vez a la mente del chiquillo y no lo dejaba descansar. Para consolarlo el pescador y la mujer le cantaron fandangos. ¡Qué bonitos sonaban! Los niños acompañaban con palmas.
A Genaro lo habían llevado a pasar la noche al corralón del vecino que tenía otro burro. Con él comió, durmió e hizo amistad.
Por la mañana, antes de que amaneciera, el pescador se fue a faenar con sus compañeros. No volvería hasta el atardecer. La mujer desde muy temprano hizo las faenas de la casa, del huerto que tenían detrás de la casa, de las gallinas,... y al acabar, fue a remendar las redes amontonadas en la playa junto a las otras mujeres del poblado.
A Nono la playa inmaculada de la mañana lo conquistó para siempre. El sol se levantaba por la izquierda del mar mientras montones de gaviotas revoloteaban encima de la superficie cristalina, bajando y subiendo alguna vez con un pescado en el pico. El viento de la noche había peinado la arena y parecía que nunca nadie la había pisado, tan suave. Sólo las gaviotas se atrevían a dejar sus huellas en aquel suelo tan limpio.
Al niño le hubiera gustado quedarse allí otro día, y otro, pero tenía prisa por encontrar las aguas milagrosas. Ni Manuel, ni los otros pescadores conocían la Fuente del Mundo, tampoco a los piratas de los Mares del Sur, aunque quizá estuvieran más allá del horizonte, en alguna isla desierta y misteriosa.
Por eso, a la mañana siguiente Nono y Genaro se embarcaron con Manuel y sus compañeros antes de salir el sol. Esta vez la faena sería más larga, porque los bancos de peces se habían movido hacia el sur y habría que pasar varias noches en alta mar. Desde la orilla los despidieron las familias con el corazón encogido.
-¿Volverán esta vez o se los tragará la mar traicionera?- se preguntaban.

Ya en el barco el meneo de las olas mareó a Nono, pero se recuperó cuando el hambre del mediodía atacaba, entonces el gitanillo de tierra adentro consiguió ponerse en pie y controlar los movimientos de la cabeza y el estómago.
-¡Ay, qué malito estoy, Genaro!
-¡Hiii Hooo! – se lamentaba el burro.
Los compañeros marineros eran cinco. Manuel era el patrón, Curro, Isaac, Lorenzo y Cristóbal los marineros.
Al llegar con la barca de remos al pesquero que estaba anclado en medio del mar, a Nono le había parecido pequeño para tanta gente. Verde, con una raya blanca saliendo sobre la superficie del mar y un nombre bien visible: “La Sirena”. La cubierta era bastante amplia con su suelo de madera y su cabina hacia popa, pero el espacio no sobraba con tantas redes y cabos enrollados. La bodega se reservaba al pescado que pudieran conseguir, esperaban volver con un cargamento tan grande, que el invierno fuera más llevadero sin tener que salir a faenar cuando el tiempo empeorase. Desde la cabina se dirigía la navegación, con ventanales acristalados para poder divisar bien el horizonte.
Desde la cabina, y por una escalinata muy empinada, se accedía al único camarote. En él se comía, se dormía, se charlaba,...
-¿Por qué ese nombre? “La Sirena”- preguntó el niño mientras se zampaba un buen guiso marinero.
-Eso se lo preguntas a los hermanos.- respondió divertido el patrón.
Lorenzo y Cristóbal eran hermanos de verdad. Eran los más jóvenes del barco y su trabajo consistía en obedecer raudos las órdenes de todos los demás. “¡Loren, recoge cabo!”, “¡Cristo, limpia la cubierta!”, “¡abrid las compuertas!”, “¡soltad amarras!”,...
Un día de verano, al poco de llegar, Lorenzo dormía plácidamente mientras Cristóbal fregaba la cubierta. De pronto, Cristo escuchó una música misteriosa que lo llamaba desde algún punto del mar.
-¡Eh, escuchad todos!- gritó el joven asustado- ¡son sirenas!¡nos quieren en la mar!
Loren despertó despavorido y corrió con su hermano hasta ocultarse debajo de un lío de redes. Los demás otearon el horizonte y por la borda distinguieron una familia de delfines que los acompañaban.
-¡ Son los delfines, desgraciaos! ¡Los delfines hablan entre ellos!- se burlaban - ¡Miedosos, caguetas ¡.
Para no olvidar lo ocurrido, llamaron al barco “La Sirena” y todos, también los hermanos, reían al recordarlo.

El tiempo pasaba lento en el barco. Hacía varios días que salieron de la playa y todavía no habían avistado la pesca. Nono y Genaro ayudaban en las faenas, el burro era muy útil para tirar de los cabos y lo sería más cuando llegara el momento de levantar las pesadas redes llenas de peces. Nono era el nuevo grumete y obedecía a la mayor prontitud las órdenes de sus mayores.
-¡Pesca a la vista!- gritó el vigía.
Entonces, un movimiento nervioso se apoderó de la tripulación. Manuel daba las órdenes:
-¡Loren, a las redes!
-¡Cristo, abre las compuertas!
-¡Genaro, ese cabo!
-¡Isaac, el motor!
-¡Nono, aquí! ¡Nono, allí!
Y después del duro trabajo, Curro cerró las compuertas de la bodega. Había sido un banco de los que no hay, la bodega estaba repleta, casi no cabían los peces recogidos. Podrían volver a casa antes de lo previsto.
-Antes tenemos que dejar al muchacho y a Genaro, a ver si encuentran a los piratas esos- señaló Manuel.
-Las Islas Canarias no quedan lejos- Isaac, como todos, había cogido cariño al zagal y su burro, y estaba dispuesto a todo por ellos.
Contentos y relajados, la tripulación de “La Sirena” perdía el tiempo con charlas y canciones. Por eso no se dieron cuenta del peligro que les acechaba. A lo lejos se divisaba un gran velero surcando el mar. Sus velas abiertas al viento lo hacían avanzar veloz entre las olas. Se dirigía hacia “La Sirena” y los amigos sólo lo descubrieron cuando lo tenían a una ola de distancia.
Al principio Nono se alegró, al fin venían los piratas. Pero daba miedo el aspecto siniestro del velero, con esa bandera que ondeaba en lo alto del palo mayor. En un fondo negro se adivinaba cuando el viento la estiraba, una calavera con dos huesos formando una cruz bajo ella.
-¡Al abordaje!- gritaron desde el velero.
Un grupo de fieras mujeres, armadas hasta los dientes con cuchillos y machetes, saltó a la cubierta de “La Sirena” sin dar tiempo a la tripulación a reaccionar.
La que parecía la capitana, una mujerona grande y pelirroja, con unos pantalones rotos que le cubrían apenas las rodillas, los pies descalzos, un látigo en la mano y una banda de cuero cruzándole el pecho, se acercó muy chula a los pescadores.
-¿Qué pasa? ¿Qué miráis con esas caras de atontados?- les espetó amenazadora- Se me conoce por Isabela, la pirata más feroz que surca los mares. ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¡Responded!
Mientras hablaba, la tal Isabela iba paseando sinuosa como una serpiente entre los marineros.
-Sólo somos pescadores de Huelva.- respondió Manuel atemorizado.- No nos metemos con nadie.
-¡Claro que no, hombrecillo infecto!- y para rematar sus palabras arreó un latigazo en la cubierta que retumbó en los oídos de los marineros- Si no os portáis bien os lanzaré por la borda para que seáis pasto de los tiburones... ¡Un asno! ¡Por cien mil diablos! ¡Cuándo se ha visto un asno en un pesquero!.
Isabela se acercó a Genaro. En la mano aún llevaba el látigo y con él acarició el lomo del animal como pensando en qué podría servirle.
-¿Te convertirás en filetes para mis mujeres? ¿O tendrás alguna utilidad que te salve del machete?
-¡Hiii hooo!- rebuznó Genaro temblando de miedo.
-¡Me hierve la sangre en las venas y no sé de lo que soy capaz!-susurró bravucón Nono a sus camaradas.
-¡Quédate quieto, chaval, que estas locas nos comen vivos!- lo sujetó Manuel.
Mientras los pescadores formaban en cubierta como soldados obedientes, Isabela se dirigió a su contramaestre.
-¡Cristiana! ¡Abre las compuertas!¡A ver, el botín!
-¡Pescado! ¡No hay más que pescado! – respondió la tal Cristiana muy enfadada- ¡Nos prometiste oro y diamantes al enrolarnos y nos pagas con pescado!
-¡Bellaca! ¡Nunca hables así a Isabela la grande!- y con movimiento decidido lanzó el látigo con fuerza envolviendo el cuerpo de su contramaestre. Luego, tiró de él e hizo girar y girar a la tal Cristiana que cayó al suelo con muy mala cara.
-¡A ver! ¡Quién más quiere recibir la caricia de mi Cobra!
Las otras bucaneras quedaron inmóviles, pero en sus traicioneras miradas se adivinaban sus intenciones. En cuanto la capitana bajara la guardia, se lanzarían contra ella como fieras y sería el momento de escapar. Eso pensaba Nono.
Pronto anochecería. Las olas se iban haciendo más grandes porque el viento empezaba a arreciar. A las piratas les daba igual, sólo querían beber ron para olvidar el disgusto.
Nono y los demás seguían de pie, allí, en la proa de “La Sirena”, pero Isabela sólo tenía ojos para sus traicioneras amigas, así llegó el momento que Nono esperaba.
-¡Al ataque mis valientes!- gritó lanzándose contra Isabela la grande tirándola al suelo del tremendo empujón.
Rápidamente Manuel, Curro, Isaac, Lorenzo y Cristóbal se arrojaron a distintos frentes abalanzándose con furia sobre las corsarias. Genaro en postura, disparó una coz contra la gran Isabela que recibió el impacto en su trasero iniciando un vuelo igualito igualito que el del pobre Casimiro en Aracena.
-¡Ayyyyy!- Se escuchó mientras la mujerona caía al agua.
¡Pom! ¡pan! ¡pin! ¡zas! La lucha era tremenda. Cachiporrazos y coces de Genaro surgían por doquier. ¡Ras! ¡croc! ¡zum! ¡toc!.
-¡Seguid luchando!- animaba Nono -¡La victoria es nuestra!
¡Chop! ¡chap! ¡chup! ¡chop!. Las piratas fueron cayendo al agua una tras otra hasta que nuestros amigos se vieron al fin libres. Rápidamente pusieron el motor en marcha y dirigieron el timón hacia las Islas Canarias.
-¡Adiós, amigas, a ver cómo os subís ahora al barco!- rieron divertidos los pescadores mientras las piratas se aferraban a los cabos de su velero.
Pero como dije antes, el viento arreciaba con fuerza, el tamaño de las olas aumentaba. Se cerró la noche de pronto porque unas nubes negras cubrieron el cielo. El aire se llenó de agua que golpeaba duramente a la pequeña embarcación, luego empezaron a caer los primeros rayos.
-¡Amarraos a cubierta!- gritó Manuel- ¡No os vayáis a caer al agua!
“La Sirena” parecía una cáscara de nuez en aquel torbellino. Ahora arriba, ahora abajo, el oleaje no cesaba como si tuviera mucho empeño en hundir el barco.
-¿Serán las sirenas?- dijo asustado Cristóbal.
-¿Serán?- le contestó su hermano.
Agazapados aguantaron el temporal hasta que todo terminó. El viento limpio amainó convirtiéndose en una suave brisa, el mar perdió su oleaje y el cielo enseñó millones de estrellas que daban algo de claridad a la noche. Los marineros comprobaron que todos estaban bien.
-¡Manuel, Curro! ¡Isaac, Nono! ¡Lorenzo, Cristóbal, Genaro! ¿habéis escapado bien?
-¡Sí!- fueron contestando uno a uno... menos Genaro.
-¡Genaro!, ¡Genaro!...¿Por qué no me contestas?- se alarmó Nono.
-¡Genarooo!- lo llamaban todos por la borda.
Nada se veía con aquella oscuridad, pero los alivió una gaviota que se posó en la cubierta.
-¡Tierra!- exclamaron todos.
Entonces en el silencio se escuchó un “¡Hiii hooo!” que a Nono le pareció música celestial. Una manchita plateada apareció ante su mirada, era el pelo del borrico que brillaba bajo las estrellas. Nono iría junto a su burrino y probarían suerte en aquella tierra desconocida que se presentaba ante ellos. Se despidió de los pescadores que quedaron muy tristes con su marcha, y se lanzó al mar y a una nueva aventura.


domingo, 10 de mayo de 2020

LA ENCINA GITANA. Cuarto capítulo


Aracena estaba bastante cerca de la casa de Maruja. Siguiendo un camino que serpenteaba entre los árboles desembocaron en un valle desde el que podían ver el castillo de la ciudad. Sus murallas parecían una corona sobre la montaña mágica, porque era en sus entrañas donde manaba aquel agua milagrosa que curaría a Gitana.
En la entrada de la gruta, Nono y Genaro sintieron un escalofrío, un viento helado salía del interior. Los cascos de las pezuñas de Genaro resbalaban en el suelo húmedo produciendo un ruido que resonaba en lo más profundo de la cueva, pero no iban a tener ya miedo los dos amigos. Respirando hondo se adentraron en el misterio sin más apoyo que unas luces suaves que marcaban el camino a seguir.
-¡Mi madre, Genaro!- exclamó el niño mirando extasiado las columnas blancas como de luz, las raras esculturas de las que le había hablado Andrés el pastor.
Pasillos por los que pasaba Genaro a duras penas, se abrían de pronto convirtiéndose en salones extraordinarios con cúpulas brillantes y gotas de agua cayendo rítmicas, como relojes, sobre montículos de piedra blanca. Tras varios salones, pasillos y vericuetos, llegaron a un gran río de agua cristalina y a la fuente que lo alimentaba. Salía el agua de la pared por rendijas invisibles formando una cascada transparente que se deslizaba a lo largo de una piedra con forma de seta. Nono cogió de las alforjas la garrafa que cargaba Genaro y se dirigió, cuidando de no resbalar, hacia el borde de la seta gigante. Tanto empeño puso en ello, que al final resbaló.
-¡Qué frío está esto!- consiguió decir después del chapuzón.
Pero ya que estaba, disfrutó aquel baño a pesar del agua fría, de la soledad y el silencio.
-Me acuerdo de los nuestros, burrino amigo- dijo a Genaro al salir del agua en una de sus volteretas.
Cuando con la ropa empapada salieron de la gruta, se dieron casi de bruces con un hombrecillo pelirrojo de orejas puntiagudas que los miró muy enfadado.
-A ver si tenemos más cuidado, niño- les increpó con genio.
A Nono le dio la risa cuando vio la pinta estrafalaria del hombre. Una chaqueta roja le colgaba debajo de las rodillas como si fuera un abrigo, no llevaba pantalón largo por lo que lucía unas piernas canijas y llenas de pelos, con unos zapatones de deporte en los pies. De los bolsillos de la chaqueta salían picos de pañuelos de colorines y la cabeza la adornaba con un precioso sombrero de copa.
-Perdone usted, buen hombre- se disculpó Nono sin poder contener las carcajadas.
El hombre estaba tan, tan enfadado, que arremetió contra el niño y el burro a mamporrazos y capones. Los dos amigos intentaron escapar calle abajo, pero con la risa era imposible echar a correr. El hombrecillo iba tras ellos moviendo la chaqueta como si fuera a volar, y Nono reía más y más.
-¡Uy! Pare usted. Mire que los capones no duelen, que lo que me mata es la barriga que de la risa se me ha encogido y está dura como una piedra.- reía y suplicaba el pequeño mientras procuraba cubrirse la cabeza con los brazos.
Genaro, que hasta ese momento había estado muy quieto, decidió que era hora de entrar en acción. Se colocó en posición, con las traseras en pompa, y lanzó sin piedad una tremenda coz a las posaderas del buen hombre. Este, después de un vuelo que ya quisieran para sí las gallinas de mi pueblo, aterrizó en el pilón de una plaza vecina asustando con gran impresión a dos pobres mulas que bebían tranquilamente después de una dura jornada de trabajo.
-¡ Ay, si ya me lo decía mi madre! “A los niños ni te acerques, Casimiro, que sólo traen piojos y malos ratos”- gemía con gran pesar el hombrecillo que por lo visto se llamaba Casimiro.- “Mira, Casimiro que tú naciste ya grande para que yo no tuviera cerca un niño” me decía. Porque nací tan grande que ya andaba y tenía la misma cara de hoy, hasta con barba, que me afeité a la media hora de venir al mundo. ¡Ay, madre, cuántas veces me lo dijiste! “A los niños ni te acerques”.
-Perdóneme usted, Casimiro, que no ha sido mi intención ofenderlo- se disculpaba Nono al ver la ropa sucia del hombrecillo- Venga pa cá, que con agua del pozo lo dejo a usted más limpio que...
-Anda, anda, cómo me vas a ayudar tú que lo único que puedes darme son problemas. Yo no me enfado, lo prometo, pero vete y déjame solo.- compungido, dando sonoros sorbetones, salió Casimiro del pilón.
Nono empezó a alejarse, pero se sentía culpable y no iba a dejar al pobre Casimiro a la buena de Dios. Dando la vuelta, cogió el cubo del brocal, lo lanzó al agua subiéndolo después con fuerza ayudado por una carrucha oxidada. El agua clara del cubo debía ser hielo, porque el desgraciado Casimiro se encogió como una tortuga al sentirla corriendo de la cabeza a los pies. Nono no le dio tiempo para reaccionar, otro cubo se vaciaba en la cabeza del hombrecillo, y otro, y otro,... Cinco en total. ¡Pobre Casimiro! Resignado se sentó en el suelo al sol para secarse.
-¿Ves qué limpio has quedado? Si no te echo el agua la gente se hubiera burlado de ti, que olías mal aunque no sea bonito decirlo- lo consolaba paternal Nono.
-Haz de mí lo que quieras, pequeño monstruo- le respondió tranquilo- yo sólo buscaba la Fuente del Mundo y mira lo que encontré: ”El pilón de las mulas”, total, lo mismo.
-¿La Fuente del Mundo? ¡Yo puedo ayudarte!- lo animó Nono con ganas de congraciarse- Está dentro de la gruta de las Maravillas. Genaro y yo venimos de coger su agua pa sanar a mi madre enferma.
-No, pequeño tonto, esa no es la Fuente del Mundo- dijo aún compungido Casimiro limpiándose los mocos con la manga de la chaqueta- ¡Eso creía yo! Del norte vengo buscándola. Un curandero del pueblo, al que llaman Salomón, me ha mostrado el Libro de las Mágicas Adivinanzas donde, referido a la fuente que buscamos, dice:
“En el centro, en el fondo está
y sus aguas sutiles caerán
cuando un dolor o alegría
al corazón ese día
conmueva sin compasión.
De dos luceros luminosos
lluvia hechizada saldrá
y curará todo mal.”
Ahora el compungido era Nono. ¡No tenía aún el agua milagrosa que curaría a Gitana! ¿Qué iba a hacer? ¿Dónde podría ir?
-Casimiro, ¿Qué significa la adivinanza? porque yo no la entiendo. Que si corazón, que si fondo, que si luceros,...¿Te dijo algo más Salomón?- Preguntó sin esperanza el niño mientras se sentaba junto al hombrecillo estrafalario.
-Nada. Sólo algo muy raro que tampoco entiendo: “Busca al norte, busca al sur, allá donde el corazón se conmueva estará la Fuente del Mundo”. Creo que volveré a mi tierra vasca, buscaré en las montañas y en las playas, en los caseríos, en las cuevas y en los bosques.¡Quiero encontrar ese agua que me haga niño por fin!
-¿Eso es lo que quieres? ¿Ser niño?- se asombró Nono.
-¡Sí,sí! ¿De qué te extrañas?- Se enfadó de nuevo el hombrecillo- Quiero sentir el cariño de unos padres que me calmen cuando llore, que me arrullen antes de dormir...
A Nono le dio pena el pobre hombrecillo. Recordó el cariño que él mismo había recibido de su padre, de Gitana, de la Seño.
-Te deseo que encuentres cuanto antes la Fuente del Mundo, Casimiro. Genaro y yo iremos al sur, a buscar a los piratas de los mares. Saben muchas cosas porque viajan por todos lados.
Se dieron la mano muy ceremoniosos. Casimiro, con su chaqueta roja y la chistera bien colocada, cogió el camino del norte. Nono y Genaro, el del sur.

LA ENCINA GITANA Tercer capítulo


Genaro necesitaba descansar. Hacía dos días que habían salido de casa sin rumbo fijo y parecía que su viaje no tendría fin. No encontraron en ese tiempo un alma con quien hablar, a quien preguntar, por eso decidieron parar a la orilla de un arroyo y pensar hacia dónde ir. El cauce estaba casi seco. Genaro tuvo que esforzarse para beber en el pequeño reguero que serpenteaba entre el polvo. Después se tumbaron a la sombra de un chaparro y se quedaron dormidos. Al rato, desorientado por el cansancio y el trajín, Nono se despertó sobresaltado con el ladrido feroz de un mastín en su oreja.
-¡Genaro, socorro!- gritó mirando los dientes del perrazo.
-¡Eh!, ¡Trueno, quieto!- dijo la voz grave de un hombre acercándose - ¿De dónde sales tú?
-A la paz de Dios, señor- saludó Nono al modo de los pastores-Venimos de los campos de Llerena, mi burro Genaro está cansado y hemos parado aquí a dormir un rato antes de continuar el camino.
-¡Pero muchacho!, ¿No eres tú mu chico pa venir solo de tan lejos?- preguntó el hombre con asombro.- Anda, levanta de ahí y ven conmigo al campamento.
Con gesto amable levantó del suelo al niño.
- Mis compañeros y yo venimos con la trashumancia, buscando tierras más verdes para las ovejas - siguió.
Nono se acordó entonces de aquellos viajes que su padre tantas veces le contó delante de la candela. José el pastor también fue trashumante en la juventud, cuando trabajaba en la finca de Don Isidro y tenían tanto ganado que por mucho que lloviera nunca era suficiente. Hubo ocasiones en las que a las ovejas las transportaban por tren hasta la otra punta del país, hasta un pueblo llamado Potes, allí en las montañas del norte. Al llegar encontraban prados tan frondosos que los animales pastaban tumbados, y se ponían rollizos, que daba gloria verlos. Contaba José que en aquella tierra las vacas daban una leche muy dulce que los pastores gustaban de tomar recién ordeñada, como salía de la ubre, con espuma calentita por encima que les manchaba los bigotes.
-¿Gabino, qué traes?- preguntaron unos mozos que andaban montando una candela de palos secos.
El niño y su burro no tuvieron nada que decir. Gabino y los mozos se ocuparon de que comieran y bebieran, y les prepararon unos camastros con sus propias mantas donde al momento cayeron rendidos. No fue hasta el día siguiente, cuando apenas amanecía, que llegaron las explicaciones. Al despertar, Nono vio cómo el campamento ya estaba desmontado, que sólo quedaban sus camastros y apagar los rescoldos que aún ardían. Le dieron pan con tocino que lo recompuso por dentro, y un jarrillo de lata repleto de leche recién hervida. A Genaro paja, y un buen barreño de agua que lo dejara aguantar el día. Fue entonces cuando contaron su aventura, buscaban la Fuente del Mundo y no sabían dónde podrían encontrarla.
-¿La Fuente del Mundo? - se preguntaron los pastores rascándose las cabezas debajo de sus gorras de pana.
-Yo sé - dijo Andrés que era el más joven- que en la sierra de Huelva, camino de Portugal, hay un pueblo lleno de fuentes. Se llama Aracena y dicen que tiene una gruta a la que llaman de las Maravillas, por la que corre un agua mágica que vuelve la piedra en estatuas y hasta en piedras preciosas. Puede darse que allí esté tu fuente.
Todos estuvieron de acuerdo. Por eso Nono y Genaro se despidieron de Gabino y los demás que les dijeron hasta pronto con los ojos empañados. Se volverían a ver, seguro que se volverían a ver.
Con el sol en la espalda, camino a poniente, siguieron el niño y el burrino sus andanzas. Después de unas horas el campo empezó a cambiar. Las pendientes eran más y más inclinadas y los árboles distintos, altos y frescos, más numerosos a medida que se adentraban en el bosque. Pronto la vegetación fue tan densa que no dejaba entrar los rayos del sol y la oscuridad atemorizó al niño.
-¡Ay, Genaro!- decía Nono mirando a su alrededor- ¿Habrá lobos? ¡Ay, Genaro! ¡Qué se acabe el bosque!
Después de mucho tiempo pisando una y otra vez los mismos lugares supieron que estaban perdidos, que no serían capaces de salir de aquel laberinto de árboles tenebrosos. Empezaba a hacerse de noche. Los amigos temblaban tanto por el miedo, que Nono estuvo a punto de caer de la montura.,
-¿Por qué le hicimos caso a Andrés, Genaro? ¡Con el campo tan liso que se veía por el sur!- lloriqueaba el muchacho castañeteando los dientes.
-¡Hiii,hooo! ¡Hiii,hooo!- Genaro estaba de acuerdo.
-Más nos vale buscar un refugio pa pasar la noche, amigo.
La suerte, o quizá un ángel bueno que los acompañaba, dirigió sus pasos hacia una luz que se veía a lo lejos. Debía ser un cortijo en medio de la sierra. El alivio que sintieron los dos amigos les puso alas en los pies y las pezuñas, porque enseguida se encontraron junto al portalón de una casa grande y misteriosa. El llamador de la puerta daba golpes secos que retumbaban en el interior como si se tratara de una campana.
-¡Ya vaaaa! ¡ya vaaa!- respondió alguien desde dentro- ¿Quién anda ahí en esta noche sin luna?- preguntó la voz ahora desde más cerca.
-Me llamo Nono y mi burrino Genaro- contestó Nono deseando que se abriera el portón- Venimos buscando el pueblo de Aracena pero nos hemos perdido en el bosque. Si usted tuviera un rincón pa pasar la noche, si no le fuera molestia...
En ese momento sonaron los cerrojos y la puerta se abrió. Sujetando la madera con una mano y una pipa humeando con la otra, apareció ante los ojos del niño la mujer más guapa que había visto. Tenía un pelo negro como la oscuridad que caía revuelto por encima de sus hombros, la cara era como la de las mujeres de las revistas de trajes, los ojos verdes iluminaban como dos linternas y los dientes de la boca sonriente parecían de nácar como los botones buenos.
-Anda. Pasad, pasad.- Con una gran carcajada hizo pasar a los dos al patio del cortijo- ¿Qué hacéis aquí dos pequeñuelos semejantes? ¿No seréis dos duendes disfrazados?
El portalón se cerró tras el último paso de Genaro. El patio que se abría delante era bastante amplio, con un suelo de piedras haciendo dibujos y un pozo en medio rodeado de macetas de geranios rojos..
-A ver. Cuál de los dos me va a contar la historia- dijo la mujer después de echar gran cantidad de humo por la boca y la nariz. Luego señaló a Nono con un dedo de uña pintada de rojo- Creo que es mejor que seas tú, pequeño.
-Como ya he dicho a la señora, me llamo Nono y mi burrino Genaro. Viajamos sin saber a dónde ir, buscamos la Fuente del Mundo, su agua es la única salvación pa mi madre enferma. Unos amigos nos dijeron que hay una gruta en Aracena por la que corre un agua mágica. ¿Sabe usted si es esa la Fuente del Mundo? 
La sonrisa no desapareció en ningún momento de la cara de la señora, pero no contestó. Con gesto altivo, como de bailarina, se dirigió casi flotando hacia unas dependencias situadas a la izquierda del patio.
-En la cuadra se puede quedar tu Genaro, hay comida y agua y estará bien.- Sujetó la puerta hasta que el burro estuvo dentro. Luego se dirigió a Nono que la seguía como un perrito- Tú y yo vamos a cenar, porque tendrás hambre ¿no?
La casa estaba al fondo del patio. Nono pensó que era como el palacio de la Bella Durmiente, pero mirando a la señora más se parecía a la madrastra de Blancanieves que a la dulce princesita. La entrada de la casa y el gran salón tenían las paredes cubiertas de cuernos de ciervos, de cabezas de jabalíes y de otros animales que Nono no conocía. Los muebles eran oscuros y las telas que tapaban las ventanas también. Además la luz escaseaba, venía de unas lámparas de gas colocadas a cierta distancia unas de otras iluminando sólo algunos rincones.
-Sígueme hasta la cocina, pequeño- dijo la señora sin volver la cabeza.
Allí comieron en silencio. Queso, chorizo con pan, manzanas y ciruelas dulces que le supieron a gloria. La cocina tenía un olor rancio que a Nono le gustaba, era como el olor de la casa de su padre, sobre todo en época de matanza, cuando hasta la ropa se llena del aroma de las especias y de la chacina fresca colgada en el doblado. ¡Cómo echaba de menos a su padre, a la Seño, a Paquita Ojos de Gato, a Gitana!
-Es hora de ir a la cama, ¿No te parece? Ven conmigo, te enseñaré tu habitación.
Recorrieron tantos pasillos a la luz de una lámpara de gas, que Nono se sintió perdido igual que en el bosque. Llegaron a un cuarto muy grande en el que había una cama con dosel del que colgaban desparramados visillos blancos, un tocador con espejo, dos butacones, una cómoda y un armario. En un rincón se adivinaba en la oscuridad una chimenea con restos de ceniza del invierno. En la mesilla, junto a la cama, encendió la señora una vela para que Nono tuviera algo de claridad en aquella noche oscura.
-Buenas noches, pequeño.- sin más se marchó cerrando la puerta tras ella.
En la soledad de aquel cuarto tenebroso resonaba el viento por cada rendija, los muebles crujían y las sombras que dibujaba la vela acosaban a Nono desde todos los rincones. El niño se acostó vestido, hasta con zapatos, intentando dormir.
-¡Dios mío, qué noche me espera!- pensó inmóvil.
No se atrevía ni a respirar. Con los ojos como platos miraba aterrorizado unas figuras que surgían del techo, unos brazos larguísimos bajaban hasta él, le tiraban del pelo, le rozaban la cara. Cerró los ojos. Se le paralizó el cuerpo entero al sentir una caricia suave subiéndole por una mano.
-¡Papaíto! ¡Quién me está tocando!- resonó un eco lejano- ando, ando, andooo,...
Un ratón saltó entonces de la cama y se escondió detrás de la cómoda. ¡Era un ratón! ¡Qué tranquilidad!
-Ratón, ratoncino, sal de tu escondite- llamaba Nono acercándose con sigilo al animalito- Anda, ven conmigo, dame compaña en esta noche tan fea.
Al momento, como si lo hubiera comprendido, el ratón caminó despacio directo a las manos del muchacho. Comisqueando un pedazo de pan que Nono tenía en el bolsillo, se quedó con él.
Nono y el ratón se acurrucaron entre las sábanas intentando coger el sueño. Seguían crujiendo los muebles. ¡Crac! ¡croc! ¡pum! ¡pam! El viento soplaba con fuerza fuera de la ventana. ¡Fiiiii! ¡fuuuu!.. Un reloj daba las campanadas en algún salón cercano. ¡Dong! ¡dong! ¡dong! ¡dong!. Las cuatro. Un lamento se oyó detrás de la puerta. ¡Aaaaa!
- ¿Quién anda ahí?- gritó el niño.
Con el cuerpo encogido, Nono abrió la puerta. ¡Hiiiii! La oscuridad del pasillo era total, sólo la vela iluminaba un pequeño círculo a su alrededor. Con paso inseguro, en una mano la vela, en la otra el ratón, caminó pasillo adelante rezando a todos los santos que conocía y a la Virgen de los Milagros que era la patrona de su pueblo. ¿Dónde estaría el baño? En ese momento, una puerta se abrió ante él. Sorprendió al niño la rapidez con que su Virgencita le había contestado, y confiado aceleró el paso hacia la puerta abierta. Tanto. que la vela se apagó y así, a oscuras, chocó con algo que lo agarró fuertemente por los brazos.
-¡Aaaaaa!¡Yyyyyy!¡Suéltame monstruo! ¡Haré lo que me pidas!- aflojó el cuerpo llorando como nunca había llorado y sintió el abrazo cálido del monstruo.
-¡Pero pequeño! ¿Quién te creías que era?- dijo la voz de la señora. Una linterna encendida iluminó la escena. Nono miró aliviado la preciosa cara de la mujer y agarrándose a su cuello la llenó de lágrimas.
-Para, chiquillo- decía la señora contenta- ¡Que me vas a romper!
Después el niño se durmió al fin entre los brazos de la señora, sentados en el suelo del pasillo frío. donde pasaron los dos el resto de aquella noche.
-Me llamo María Adelaida de la Fuente y Castillo de la Hondonada, pero para ti soy Maruja. Así me llamaban mis padres y mi Tata y todo el que me ha querido en esta vida.- mientras, Nono se zampaba un tazón de leche con pan migado. - La gente de los alrededores piensan que soy una bruja y dan un rodeo cada vez que tienen que pasar cerca de mis tierras. Tienen miedo de que los hechice convirtiéndolos en sapos o lechugas o algo peor.
Reía Maruja con tantas ganas que Nono se contagió. Luego pasearon por el campo con Genaro y el caballo de Maruja que se llamaba Amaranto, visitaron el río con su puente de madera, los chozos antiguos de los pastores, los pozos, el huerto con una alberca llena de ranas verdes,...La casa dejó de ser siniestra y ahora, iluminada por el sol, brillaba bellísima entre los árboles.
Prometieron quererse siempre y visitarse al menos una vez al año desde aquel día. Todo esto lo escribió Maruja muy seria en un papel firmado por los dos. Luego calentó en una vela el final de una barrita de lacre, pegó un goterón al final del papel y puso encima un anillo dorado que llevaba en la mano izquierda. Así quedó grabado un bonito dibujo en la cera roja y quedó sellado su pacto para siempre. A la mañana siguiente Nono y Genaro continuaron su marcha. Maruja les llenó las alforjas de comida y regaló a Nono una brújula que les sería muy útil en el resto de su aventura.
-¡Adiós, hasta muy pronto! ¡Volveremos!.