Nono llegó jadeando a la playa donde se encontraba su
amigo.
-¡Genaro! Pensé que te había perdido pa siempre-
dijo abrazando emocionado al burro- ¿Qué habría hecho yo sin ti?
Como era de noche y el cansancio los vencía,
decidieron dormir un rato para recuperar las fuerzas. Allí mismo, en
la arena fría, se tumbaron los dos muy juntos para coger algo de
calor, seguían remojados por el chapuzón. Al amanecer las gaviotas
los despertaron de su letargo. El mar estaba tan quieto y dulce que
no podía imaginar Nono que fuera el mismo mar de la noche pasada. Su
agua tranquila le hizo recordar la playa de sus amigos pescadores,
pero había algo diferente, el sol no se levantaba desde el fondo del
océano, sino que surgía del final de la tierra como una planta
luminosa. También eso era nuevo, la playa no parecía tener fin.
Aunque se pusiera de puntillas, aunque se encaramase de pie en el
lomo de Genaro, Nono no veía más que arena y más arena.
-¿Dónde estaremos?- se preguntó el niño un poco
inquieto.
El pequeño subió a lomos del burrito y comenzaron a
adentrarse en aquellas arenas, en lo desconocido.
-¡Qué mala pata, Genaro! ¡Nos tenían que tocar unas
piratas que no sabían na! A saber dónde estará la Fuente del
Mundo...- charloteaba Nono como si así el tiempo pasara más rápido,
y un pueblo fuera a asomar en el horizonte así, sin siquiera darse
cuenta.
Pero el tiempo no pasaba más rápido, ni aparecía
ningún pueblo en el horizonte. Sólo arena, arena y sol. Y Genaro
caminando, y Nono adormecido por el calor y el vaivén. De pronto,
alarmado al mirar a su alrededor y no ver más que el desierto,
recordó la brújula de Maruja.
-Para que no te vuelvas a perder- le había dicho
Con la brújula en la mano, Nono decidió ir al este.
Si caminaban en línea recta antes o después se toparían con
alguien. Sacó alguna ropa de las alforjas para tapar sus cabezas, el
calor era sofocante y la sed los secaba por dentro.
-Genaro, tenemos el agua de Aracena- recordó aliviado.
Las horas pasaban. Genaro ya tropezaba cansado y no
conseguía subir las dunas de arena resbaladiza. Nono había bajado
hacía rato de su lomo y lo ayudaba tirando de la jáquima, pero él
también estaba cansado. Sentados en el suelo caliente se cubrieron
como pudieron con la ropa que llevaban. La luz era tan intensa que
los ojos se les habían irritado y resecos como estaban no podían
mantenerlos abiertos mucho tiempo. Así llegó la noche. Al ponerse
el sol los dos amigos respiraron aliviados, bebieron su ración de
agua y se quedaron dormidos.
La noche fue larga y cuando amaneció, al reemprender
la marcha, seguían cansados, sedientos. Nono se preguntaba si habría
elegido el mejor camino, quizá viajando hacia el sur o el norte
alguien los habría socorrido. Pero era tarde para volver atrás. Las
dunas eran más altas, casi montañas, por los valles que había
entre ellas era más fácil caminar y además, de cuando en cuando,
encontraban una sombra donde resguardarse. La brújula los seguía
conduciendo al este mientras un sol despiadado los aplastaba desde el
cielo.
Las fuerzas se rompían, sólo deseaban tumbarse en la
arena y descansar. Así, en la ladera de una gran duna, los dos
amigos se dieron por vencidos, cerraron los ojos y recordaron su
pueblo. Luego, el pequeño cayó en un profundo sueño.
-¿Éste es el cielo?- se preguntó el niño al abrir
los ojos aún adormecido.
Pasó un rato. Por fin el pequeño consiguió levantar
la mirada. Lo que vio no era el cielo que Don Manuel, el cura del
pueblo, les había explicado en la catequesis.
-¡San Pedro!- llamó Nono pensando que habría pillado
al portero despistado.
Pero el santo no aparecía. Mientras esperaba, Nono
observó a su alrededor. Se encontraba tumbado en un camastro de
ramajos y pieles, lo rodeaba un humillo blanquecino que olía a
iglesia y salía de un búcaro de barro. Por encima de él el cielo
era muy bajito, telas y palos formaban una cúpula y las paredes
estaban revestidas de alfombras. Sin otra cosa que hacer, el niño
comenzó a llamar a todos los santos que conocía, a la Virgen de los
Milagros y a Dios, aunque estaría muy ocupado con tantas cosas que
pasan. También se acordó del tío Laurel, el limpiabotas del pueblo
que había muerto aquel año de un soponcio, y de Doña Asunta, la
pobre de vieja. Pero nadie venía.
Entonces una de las alfombras que cubrían las paredes
se abrió. Un hombre alto vestido con una túnica azul se acercó a
él y le tocó la cara. En la cabeza llevaba un turbante también
azul, su cara era muy oscura, los ojos negros y serios.
-Ewad ¿manauwin n-ak?- dijo haciendo un gesto con la
mano en su frente.
-¿San Pedro?- preguntó el niño asombrado.
-¿Issem ennek?
-¿Pero eres San Pedro?- volvió a preguntar Nono.
-¿San Pedro? Maysar Gwasila- contestó el hombre con
un golpe en su pecho.
Nono no entendía nada. ¡Entonces no estaba muerto,
aquello no era el cielo! ¿Dónde estaba?
Maysar Gwasila levantó con cuidado la cabeza del
muchacho ofreciéndole un líquido dulce que Nono bebió obediente.
Después entró una mujer también de azul que habló algo con Maysar
. Dirigiéndose al pequeño dijo:
-¡Ewad junge!. Me llamo Lalla Hennu Izza, soy la
esposa de Maysar. Hablo tu idioma, aprendí con una maestra que vino
de lejos para nosotros.- dijo Lalla Hennu, y siguió con dulzura-
Somos preocupados por ti y se nos alegra el corazón al verte mejor.
Lalla Hennu tenía los mismos ojos negros y profundos
de su marido. Se cubría el resto de la cara con un velo y su mirada
era lo único que Nono podía conocer de ella. Se acercó a él y
agachada, en cuclillas, lo abrazó.
-Te encontramos en el desierto muy enfermo. Mess-iner
te ha enviado a nosotros para que te ayudemos.
Nono recibió el abrazo que necesitaba, se acurrucó en
sus brazos y recordó a Gitana. Luego habló.
-Me llamo Nono y no sé dónde estoy- dijo lastimero
aferrado a las mano de la mujer- Busco la Fuente del Mundo porque sus
aguas son la medicina que salvará a mi madre enferma. Vengo de
España, de Extremadura, y he viajado con mi burro Genaro por medio
mundo. Pero aún no la he encontrado.
-La Fuente del Mundo mana en el oasis de Ahenkod. Los
habitantes del desierto lo sabemos- explicó satisfecha Lalla Hennu-
Allí llevamos nuestro ganado cuando los pozos se secan. Mess-iner
Anna te ha conducido bien a nosotros, tendrás el remedio para tu
madre.
Fue tal la alegría que sintió el desesperado zagal,
que se levantó de un salto olvidándose de sus males. Siguiendo a
Lalla Hannu y a Maysar Gwasila salió de la cabaña y se encontró en
el centro mismo de un poblado de tiendas de tela y esteras. Algunas
personas vestidas todas de azul se le acercaron sonrientes y le
revolvieron el pelo.
Nono se sentía como en otro mundo. La soledad del
desierto lo impresionaba a pesar de no estar solo. Genaro estaba con
los camellos, parecía que se llevaban bien. Recibió al niño con el
rebuzno más alegre, ¡hiii hooooo!
- ¡Genaro! - le contestó su amigo abrazándose a su
cuello.
Nono conoció enseguida al resto de los habitantes del
poblado, desde el mayor al más pequeño que se llamaba Afra. Lo
trataron con cariño, le dieron ropa azul y lo enseñaron a vestirse,
hasta coronarlo con un precioso turbante que lo protegería del sol y
la arena del desierto.
-Somos tuaregs, nos llaman los “Hombres azules”- le
explicaba Lalla Hannu bajo las estrellas- Es por el color de los
vestidos. Somos pastores que viajamos con nuestro rebaño de camellos
y cabras dónde haya agua y comida.
-¿Pero por qué no vivís donde hay agua y comida
siempre?- dijo Nono muy sensato.
-Nuestro mundo es el desierto. Si salimos de él
morimos, como las acacias cuando se arrancan de la tierra.
A la mañana siguiente, Afra depertó al muchacho con
un cuenco de barro lleno de agua. Con gestos Nono entendió que debía
lavarse.
-¡Pero si hay mu poca agua!
Con destreza, Afra lavó su cara y su cuerpo, frotó
los pies, las piernas, las manos con arena y luego se enjuagó. Todo
con aquel cuenco tan pequeño. Ni una gota del preciado líquido cayó
al suelo. Luego rellenó el cuenco para Nono.
-¿Seré capaz?- se preguntó atónito. Y lo fue.
Los días pasaban. El pozo junto al cual habían
instalado el poblado se secaba, la estación cálida avanzaba. Los
hombres y las mujeres decidieron en consejo partir cuanto antes hacia
el oasis de Ahenkod. Era allí donde terminaría la búsqueda de Nono
y podría al fin volver a casa.
Recogieron el poblado sin que Nono se diera apenas
cuenta, liando las tiendas en fardos que cargaron en camellos y
bueyes. También Genaro recibió su carga de enseres de cocina.
Montaron todos en los animales, delante de la giba. Nono quiso probar
aquello y cambió a Genaro por el camello de Afra, pero los
movimientos eran tan bruscos que nuestro amigo tuvo que agarrarse
bien fuerte para no caer.
Encabezaba la expedición Maysar Gwasila a caballo. El
sol era implacable en las horas centrales del día, pero los ropajes,
sobre todo los turbantes, los protegían. Con la luz caminaban sin
descanso, al caer la noche montaban un campamento rodeado por el
ganado para protegerse del viento. De día recogían los excrementos
de los animales y, al llegar el frío de la noche, encendían con
ellos fogatas que los ayudaban a mantenerse calientes. Cenaban leche
de cabra y de camella, y tortas de mijo.
Cuando avistaron el oasis, Nono creyó que era un
espejismo.
Un hermosísimo bosque de palmeras se balanceaba en el
cielo; al acercarse se podía escuchar el sonido del agua cayendo
desde la fuente a un lago. Aquel paraíso en medio del desierto
estaba lleno de vida, había plantas y animales de todos los tamaños.
-¡Mess-iner Anna!- exclamó Maysar Gwasila levantando
las manos al cielo.
- Dios y la madre Tierra nos han traído de su mano-
explicó Lalla Hanu a Nono- Hoy comeremos cordero para honrar su
nombre.
Nono estuvo de acuerdo con celebrar aquella noche su
ayuda. Además el cordero le encantaba, sobre todo asado en la
candela como lo preparaba su padre.
-¡Maysar Gwasila, Lalla Hanu, ya tengo la garrafa
llena del agua de la Fuente del Mundo!. Ahora debo volver a casa.
-Nosotros permaneceremos aquí mientras dure la
estación seca, pero pronto vendrán las caravanas de camelleros a
rellenar sus odres de agua para seguir hacia el norte, hasta el mar.
Con ellos podrás viajar sin peligro.
En efecto, al poco llegó una caravana. Venían del sur
cargados de minerales preciosos que cambiarían en el mercado de
Tetuán por sal. Los camelleros no vestían como los tuaregs,
llevaban chilabas blancas y todos tenían barba y bigote. Uno de
ellos. el capataz, hablaba español porque había nacido en Ceuta. Se
llamaba Mohamed y era simpático y dicharachero. A Nono lo llamaba
Nana porque no sabía pronunciar bien y a Genaro, Egnar.
-¡Nana! ¡Egnar! ¡Partiremos enseguida!
La despedida de los tuaregs fue la más triste de
todas. Habían salvado su vida y la de Genaro, y eso había liado en
el corazón de todos un lazo que no se rompería jamás.
-¿Volveremos a vernos alguna vez?- sollozó Nono
abrazado a Lalla Hanu- ¡Volveremos!
-Mess-iner Anna te acompañe y te ampare.- dijo ella
besando las manos del niño- Has alegrado nuestro corazón y siempre
serás recibido como un hijo, como un hermano.
-¡Adiós, Afra, a más ver!- Se despidió mientras se
alejaba con Genaro y dejó al pequeño tuareg con hipo de tanto
llanto.
Viajar con los camelleros no era igual que hacerlo con
los tuaregs. La caravana la dirigía Mohamed y lo seguían cuatro
hombres ruidosos que no paraban de hablar en su idioma sin hacerle
ningún caso a Nono y a Genaro. El niño se sentía solo allá en la
cola de la caravana. El desierto sí era el mismo, caminaban
sofocados por el calor y dormían resguardándose como podían del
frío. Pero las arenas se acabaron, el paisaje se transformó en
piedra y luego empezaron a surgir manchas de vegetación. Al final
del trayecto estaba Tetuán.
El bullicio de la gente mareaba a Genaro y el pobre
tropezaba con cada piedra del camino. Al llegar a la explanada del
mercado Mohamed y los otros camelleros descargaron la mercancía,
sólo había que esperar que alguien se interesara por ella.
Mientras, Nono y Genaro recorrieron el zoco con curiosidad. Un mundo
asombroso se abrió ante sus ojos, los personajes de “Aladino y la
lámpara maravillosa” se hicieron reales en aquella plaza de la
ciudad. Magos de barba puntiaguda sobre alfombras voladoras,
hipnotizadores, encantadores de serpientes,... Las alfombras
voladoras gustaron a Genaro, pero Nono prefirió al encantador de
serpientes. Sentado sobre una estera con las piernas cruzadas, tocaba
una música suave con su flauta y conseguía con ella que una cobra
amenazadora bailase a su son dócil como un corderito. La cobra salía
sinuosa de un cesto colocado delante de él, primero asomando la
cabeza y poco a poco surgiendo el largo cuerpo.
-¡Meca, Genaro!- exclamó Nono con los ojos como
platos.
-¡Amigo! –le habló una voz a la espalda- ¿Español?
Nono se volvió para ver quién era. Un hombre joven
con la piel llena de granos se dirigía a él.
-¿Español?- repitió.
-Sí, de los campos de Llerena.
-Llerena, no conoce.-
el español que hablaba el hombre no era fácil de entender- conoce
Granada ¿Tú conocer Granada?
-No, no tengo el gusto.
-La ciudad de las mil flores ¿Llerena haber flores?
-Sí, claro.
-Yo tener amigo en Granada- y mostró a Nono una postal
de la Alhambra muy estropeada - ¡Tú amigo de Alí!
-Yo soy Nono y mi burrino Genaro- el pequeño estrechó
la mano del hombre.
-Venir a mi casa. También tu casa.
Con paso rápido echó a andar sin dar tiempo a Nono a
pensar. Seguir a Alí por aquellas calles estrechas llenas de gente
no era fácil. Genaro seguía al niño mientras éste casi corría
para no perder a aquel hombre tan raro. Pronto no sabían cómo
volver al mercado y tuvieron que llegar a la casa de Alí les gustara
o no. La casa se encontraba en una plazuela pequeña cuyas paredes se
abrían en huecos superpuestos, habitados cada uno por un hombre que,
en cuclillas, trajinaba con sus manos.
-Plaza de orfebres- explicó Alí- Mi padre orfebre, yo
orfebre.
-¿Qué es un orfebre?
-Trabajo con plata y oro. Adornos, collares,
pulseras,...
El jaleo de la plazuela era tal que tenían que hablar
a gritos para entenderse.
-Tú trabajo conmigo.Tú orfebre.- señaló al niño
con un dedo- Burro a la cuadra, él animal, él no amigo.
Aquello no gustó ni pizca a Nono pero, receloso, no
tuvo más remedio que entrar en el taller de Alí porque no sabía
cómo salir de la encerrona.
-Yo comida y cama. Tú trabajo- y colocó en las manos
del pobre zagal unas herramientas que no conocía.
-No sé hacer tu trabajo y además tengo que volver a
mi casa.- dijo soltando en el suelo las herramientas.
-Tú no entiendo, amigo- dijo Alí con voz terrible- Tú
trabajo para mí siempre.
Agarró al muchacho del brazo y lo arrastró hasta una
habitación que cerró con llave cuando éste estuvo dentro. Los
pasos de Alí sonaron detrás de la puerta alejándose.
-¡Genaro!- llamó a través de la madera-¡Genaro,
sálvame!
No hubo respuesta. Nono estudió la habitación
buscando alguna rendija por la que escapar, pero sólo encontró un
ventanuco que iluminaba apenas la estancia. De puntillas consiguió
mirar por él y, en la plazuela, vio como Alí tiraba con fuerza de
la jáquima de Genaro sin lograr que se moviera. Gritaba en su
idioma, hasta cogió un palo con el que lo golpeó en el lomo, pero
el animal no se movió un palmo.
-¡Genaro! - gritó impotente el niño- ¡Bruto!
¡animal! ¡Deja en paz a mi amigo!
Cuando oyó la voz de Nono, Genaro levantó las orejas
y quiso devolver los golpes al malvado Alí, pero la jáquima lo
tenía bien sujeto.
-¡Escapa, Genaro! ¡Busca a Mohamed!
Al sentir el burrito que las ataduras se aflojaban, dio
un tirón y quedó libre. Corrió a galope escapando por una de las
callejuelas que salían de aquella plaza.
Entonces Nono volvió a oír los pasos de Alí
acercándose. Después de abrir el cerrojo el hombre se dirigió al
niño furibundo.
-Burro escapa, ya no da dinero por él.- dijo muy
enfadado- Tú trabajo, dinero para mí.
Cogiendo al niño por la oreja lo arrastró hasta el
pequeño taller. Poniendo las herramientas y una barra de plata en su
regazo lo obligó a fabricar pendientes y collares, pero no sabía
hacerlo.
-Tú no come, tú aprendo- y volvió a encerrarlo en la
habitación.
En la soledad de aquel cuarto oscuro Nono se lamentaba
de todo lo malo que le había ocurrido. Le parecía que habían
pasado muchos años desde que, con Genaro, iniciara su aventura. En
eso estaba cuando sintió un ruido que venía de la plaza. Asomado a
la ventana logró ver cómo Mohamed seguido de la caravana de
camellos entraba en tropel en la plazuela, y junto a Mohamed, Genaro
dirigía el asalto con valentía.
-¡Hiiii Hooo!
¡Qué algarabía formaron los camellos en aquella
plaza!. De cada hueco de la pared surgía una cabeza de orfebre llena
de curiosidad. Ninguno parecía entender qué hacían allí tantos
camellos enfurecidos, sólo Alí cerró su puerta a cal y canto
pensando que nadie podría tirarla. Pero estaba equivocado. Genaro en
posición de lanzamiento le propinó tal coz que la portezuela salió
volando hasta aterrizar en la azotea del vecino.
-¡ No haces daño a Alí!- lloriqueaba - ¡Alí amigo,
Alí hermano!
Mohamed y los otros camelleros entraron en el taller
cogiendo al malvado por la chilaba, y al momento abrió la puerta que
encerraba a Nono.
-Nana—se oyó decir
alegre a Mohamed- ¿Por qué te metes en tantos líos? ¡Bien Egnar!
-¡Mohamed, qué alegría me da verte!- rió contagiado
Nono. Y dirigiéndose a su burrino- Genaro, mi ángel de la guarda,
mi compañero, sabía que me salvarías porque eres listo y valiente.
Colgado del cuello del animal el niño sólo quería
estar con los suyos.