Para encontrar a los piratas los dos amigos debían
llegar cuanto antes al mar. A galope por los senderos, Genaro se
apresuraba forzado por las ganas de Nono. Pasaron días de calor y
frío, de montaña y llano, de sombra y luz,... y al fin llegaron al
mar.
¡El mar! ¡Tan inmenso y azul! ¡Ay, si los viera el
marinero de la feria de su pueblo!. Genaro se acercó sin miedo a
mojarse las pezuñas en el agua, las algas verdes de la orilla se le
reliaron y parecía que el burrito tenía flecos en las patas.
-Genaro, ¿te lo imaginabas tan grande? ¡Parece que no
se acaba!- decía Nono con los ojos muy abiertos.
Decidieron caminar a lo largo de la orilla hasta
toparse con alguien que los pudiera ayudar. Atardecía, una luz
naranja iluminaba la playa y el mar tenía un azul eléctrico. A lo
lejos divisaron un barco en la arena, cuando llegaron a él supieron
que habían llegado a un poblado de pescadores, con casitas blancas,
y barcas y redes por todos lados. Algunos niños correteaban mientras
sus padres trabajaban en los motores, en las maderas o arreglando
redes sentados en el suelo.
-¡Bellita, Julio¡, volved a casa que hace frío y la
humedad se os mete en los huesos.
Una mujer con la piel morena llena de grietas, como
rota, llamaba a sus hijos. Pero los niños se pararon junto a Genaro
y Nono mirándolos muy callados.
-Soy Nono, y mi burrino Genaro- se presentó.
La niña que se llamaba Bellita, acarició la cabeza de
Genaro.
-¿Dónde vais tan tarde? Ya es hora de meterse en
casa, que el relente es mu malo.- sin dejar de acariciar a Genaro
dijo- Venid con nosotros.
Bellita tendría la misma edad que Nono, Julio era más
bajito y tímido. Se escondía detrás de su hermana asomando un solo
ojo para no perderse lo que allí pasaba.
-¡Anda!, ¡venid!.
Muy formal, Nono entró en la casita blanca. La madre
lo miró con extrañeza.
-Omá, he convidao al muchacho y a su burro, pa que no
pasen frío.
-¿Quiénes sois
vosotros?- la mujer sonrió amable.
-Nono y mi burrino
Genaro. Andamos buscando la Fuente del Mundo, que dicen tiene un agua
que sanará a mi madre enferma- se explicó el niño de nuevo.
-¿La Fuente del
Mundo?- comentó la madre pensativa- no la he oído mentar. A lo
mejor mi marido sabe de ella. Y gritando desde la puerta-
¡Manuéeeeee!
Por la puerta entreabierta, empujando a Genaro, entró
el pescador.
-¿Qué pasa, mujer? ¿Qué gritos son esos?
-Que este muchacho viene buscando la Fuente del Munco.
¿Sabes tú algo de ella?.
-¡Yo qué sé de fuentes ni fuentes! Ayudadme a traer
el pescado pa la cena, que hoy traigo unas caballitas que quitan el
sentío.- dijo Manuel.
Salieron de nuevo los niños, también Nono y Genaro,
detrás del padre. Había caído la noche y el frío era más
intenso. La luna iluminaba el mar sobre el que flotaba una neblina
blanquinosa. Se acercaron a una barca que descansaba en la orilla, de
ella sacó el pescador un cubo, dentro brillaban con la luna unos
peces plateados.
-¡Vienen vivas, niño! ¡No has comío tú cosa más
rica!- Manuel se dirigió a Nono como si lo viera por primera vez.
Recordó Nono las sardinas asadas a la lumbre y
comerlas con las migas ricas de su padre. Lo echaba de menos ¿Cómo
seguirían todos por allí? Pero pronto se olvidó, porque las
caballas se le deshacían en la boca. Abiertas por la mitad, con una
salsa de hierbas, aceite y ajo, despedían un aroma que removía las
tripas de Nono. Y comía con ansia, por el hambre, por las ganas. Las
comía con las manos, decía la madre que así estaban más sabrosas,
y luego se chupaba los dedos, y se relamía los labios con gusto.
-Come y hincha niño, que la hambre es mu mala.- reía
el pescador.
La velada con aquella familia soltó la lengua de Nono
que contó con detalle su vida y su aventura. El recuerdo de Gitana
enferma venía una y otra vez a la mente del chiquillo y no lo
dejaba descansar. Para consolarlo el pescador y la mujer le cantaron
fandangos. ¡Qué bonitos sonaban! Los niños acompañaban con
palmas.
A Genaro lo habían llevado a pasar la noche al
corralón del vecino que tenía otro burro. Con él comió, durmió e
hizo amistad.
Por la mañana, antes de que amaneciera, el pescador se
fue a faenar con sus compañeros. No volvería hasta el atardecer. La
mujer desde muy temprano hizo las faenas de la casa, del huerto que
tenían detrás de la casa, de las gallinas,... y al acabar, fue a
remendar las redes amontonadas en la playa junto a las otras mujeres
del poblado.
A Nono la playa inmaculada de la mañana lo conquistó
para siempre. El sol se levantaba por la izquierda del mar mientras
montones de gaviotas revoloteaban encima de la superficie cristalina,
bajando y subiendo alguna vez con un pescado en el pico. El viento de
la noche había peinado la arena y parecía que nunca nadie la había
pisado, tan suave. Sólo las gaviotas se atrevían a dejar sus
huellas en aquel suelo tan limpio.
Al niño le hubiera gustado quedarse allí otro día, y
otro, pero tenía prisa por encontrar las aguas milagrosas. Ni
Manuel, ni los otros pescadores conocían la Fuente del Mundo,
tampoco a los piratas de los Mares del Sur, aunque quizá estuvieran
más allá del horizonte, en alguna isla desierta y misteriosa.
Por eso, a la mañana siguiente Nono y Genaro se
embarcaron con Manuel y sus compañeros antes de salir el sol. Esta
vez la faena sería más larga, porque los bancos de peces se habían
movido hacia el sur y habría que pasar varias noches en alta mar.
Desde la orilla los despidieron las familias con el corazón
encogido.
-¿Volverán esta vez o se los tragará la mar
traicionera?- se preguntaban.
Ya en el barco el meneo de las olas mareó a Nono, pero
se recuperó cuando el hambre del mediodía atacaba, entonces el
gitanillo de tierra adentro consiguió ponerse en pie y controlar los
movimientos de la cabeza y el estómago.
-¡Ay, qué malito estoy, Genaro!
-¡Hiii Hooo! – se lamentaba el burro.
Los compañeros marineros eran cinco. Manuel era el
patrón, Curro, Isaac, Lorenzo y Cristóbal los marineros.
Al llegar con la barca de remos al pesquero que estaba
anclado en medio del mar, a Nono le había parecido pequeño para
tanta gente. Verde, con una raya blanca saliendo sobre la superficie
del mar y un nombre bien visible: “La Sirena”. La cubierta era
bastante amplia con su suelo de madera y su cabina hacia popa, pero
el espacio no sobraba con tantas redes y cabos enrollados. La bodega
se reservaba al pescado que pudieran conseguir, esperaban volver con
un cargamento tan grande, que el invierno fuera más llevadero sin
tener que salir a faenar cuando el tiempo empeorase. Desde la cabina
se dirigía la navegación, con ventanales acristalados para poder
divisar bien el horizonte.
Desde la cabina, y por una escalinata muy empinada, se
accedía al único camarote. En él se comía, se dormía, se
charlaba,...
-¿Por qué ese nombre? “La Sirena”- preguntó el
niño mientras se zampaba un buen guiso marinero.
-Eso se lo preguntas a los hermanos.- respondió
divertido el patrón.
Lorenzo y Cristóbal eran hermanos de verdad. Eran los
más jóvenes del barco y su trabajo consistía en obedecer raudos
las órdenes de todos los demás. “¡Loren, recoge cabo!”,
“¡Cristo, limpia la cubierta!”, “¡abrid las compuertas!”,
“¡soltad amarras!”,...
Un día de verano, al poco de llegar, Lorenzo dormía
plácidamente mientras Cristóbal fregaba la cubierta. De pronto,
Cristo escuchó una música misteriosa que lo llamaba desde algún
punto del mar.
-¡Eh, escuchad todos!- gritó el joven asustado- ¡son
sirenas!¡nos quieren en la mar!
Loren despertó despavorido y corrió con su hermano
hasta ocultarse debajo de un lío de redes. Los demás otearon el
horizonte y por la borda distinguieron una familia de delfines que
los acompañaban.
-¡ Son los delfines, desgraciaos! ¡Los delfines
hablan entre ellos!- se burlaban - ¡Miedosos, caguetas ¡.
Para no olvidar lo ocurrido, llamaron al barco “La
Sirena” y todos, también los hermanos, reían al recordarlo.
El tiempo pasaba lento en el barco. Hacía varios días
que salieron de la playa y todavía no habían avistado la pesca.
Nono y Genaro ayudaban en las faenas, el burro era muy útil para
tirar de los cabos y lo sería más cuando llegara el momento de
levantar las pesadas redes llenas de peces. Nono era el nuevo grumete
y obedecía a la mayor prontitud las órdenes de sus mayores.
-¡Pesca a la vista!- gritó el vigía.
Entonces, un movimiento nervioso se apoderó de la
tripulación. Manuel daba las órdenes:
-¡Loren, a las redes!
-¡Cristo, abre las compuertas!
-¡Genaro, ese cabo!
-¡Isaac, el motor!
-¡Nono, aquí! ¡Nono, allí!
Y después del duro trabajo, Curro cerró las
compuertas de la bodega. Había sido un banco de los que no hay, la
bodega estaba repleta, casi no cabían los peces recogidos. Podrían
volver a casa antes de lo previsto.
-Antes tenemos que dejar al muchacho y a Genaro, a ver
si encuentran a los piratas esos- señaló Manuel.
-Las Islas Canarias no quedan lejos- Isaac, como todos,
había cogido cariño al zagal y su burro, y estaba dispuesto a todo
por ellos.
Contentos y relajados, la tripulación de “La Sirena”
perdía el tiempo con charlas y canciones. Por eso no se dieron
cuenta del peligro que les acechaba. A lo lejos se divisaba un gran
velero surcando el mar. Sus velas abiertas al viento lo hacían
avanzar veloz entre las olas. Se dirigía hacia “La Sirena” y los
amigos sólo lo descubrieron cuando lo tenían a una ola de
distancia.
Al principio Nono se alegró, al fin venían los
piratas. Pero daba miedo el aspecto siniestro del velero, con esa
bandera que ondeaba en lo alto del palo mayor. En un fondo negro se
adivinaba cuando el viento la estiraba, una calavera con dos huesos
formando una cruz bajo ella.
-¡Al abordaje!- gritaron desde el velero.
Un grupo de fieras mujeres, armadas hasta los dientes
con cuchillos y machetes, saltó a la cubierta de “La Sirena” sin
dar tiempo a la tripulación a reaccionar.
La que parecía la capitana, una mujerona grande y
pelirroja, con unos pantalones rotos que le cubrían apenas las
rodillas, los pies descalzos, un látigo en la mano y una banda de
cuero cruzándole el pecho, se acercó muy chula a los pescadores.
-¿Qué pasa? ¿Qué miráis con esas caras de
atontados?- les espetó amenazadora- Se me conoce por Isabela, la
pirata más feroz que surca los mares. ¿Quiénes sois? ¿De dónde
venís? ¡Responded!
Mientras hablaba, la tal Isabela iba paseando sinuosa
como una serpiente entre los marineros.
-Sólo somos pescadores de Huelva.- respondió Manuel
atemorizado.- No nos metemos con nadie.
-¡Claro que no, hombrecillo infecto!- y para rematar
sus palabras arreó un latigazo en la cubierta que retumbó en los
oídos de los marineros- Si no os portáis bien os lanzaré por la
borda para que seáis pasto de los tiburones... ¡Un asno! ¡Por cien
mil diablos! ¡Cuándo se ha visto un asno en un pesquero!.
Isabela se acercó a Genaro. En la mano aún llevaba el
látigo y con él acarició el lomo del animal como pensando en qué
podría servirle.
-¿Te convertirás en filetes para mis mujeres? ¿O
tendrás alguna utilidad que te salve del machete?
-¡Hiii hooo!- rebuznó Genaro temblando de miedo.
-¡Me hierve la sangre en las venas y no sé de lo que
soy capaz!-susurró bravucón Nono a sus camaradas.
-¡Quédate quieto, chaval, que estas locas nos comen
vivos!- lo sujetó Manuel.
Mientras los pescadores formaban en cubierta como
soldados obedientes, Isabela se dirigió a su contramaestre.
-¡Cristiana! ¡Abre las compuertas!¡A ver, el botín!
-¡Pescado! ¡No hay más que pescado! – respondió
la tal Cristiana muy enfadada- ¡Nos prometiste oro y diamantes al
enrolarnos y nos pagas con pescado!
-¡Bellaca! ¡Nunca hables así a Isabela la grande!- y
con movimiento decidido lanzó el látigo con fuerza envolviendo el
cuerpo de su contramaestre. Luego, tiró de él e hizo girar y girar
a la tal Cristiana que cayó al suelo con muy mala cara.
-¡A ver! ¡Quién más quiere recibir la caricia de mi
Cobra!
Las otras bucaneras quedaron inmóviles, pero en sus
traicioneras miradas se adivinaban sus intenciones. En cuanto la
capitana bajara la guardia, se lanzarían contra ella como fieras y
sería el momento de escapar. Eso pensaba Nono.
Pronto anochecería. Las olas se iban haciendo más
grandes porque el viento empezaba a arreciar. A las piratas les daba
igual, sólo querían beber ron para olvidar el disgusto.
Nono y los demás seguían de pie, allí, en la proa de
“La Sirena”, pero Isabela sólo tenía ojos para sus traicioneras
amigas, así llegó el momento que Nono esperaba.
-¡Al ataque mis valientes!- gritó lanzándose contra
Isabela la grande tirándola al suelo del tremendo empujón.
Rápidamente Manuel, Curro, Isaac, Lorenzo y Cristóbal
se arrojaron a distintos frentes abalanzándose con furia sobre las
corsarias. Genaro en postura, disparó una coz contra la gran Isabela
que recibió el impacto en su trasero iniciando un vuelo igualito
igualito que el del pobre Casimiro en Aracena.
-¡Ayyyyy!- Se escuchó mientras la mujerona caía al
agua.
¡Pom! ¡pan! ¡pin! ¡zas! La lucha era tremenda.
Cachiporrazos y coces de Genaro surgían por doquier. ¡Ras! ¡croc!
¡zum! ¡toc!.
-¡Seguid luchando!- animaba Nono -¡La victoria es
nuestra!
¡Chop! ¡chap! ¡chup! ¡chop!. Las piratas fueron
cayendo al agua una tras otra hasta que nuestros amigos se vieron al
fin libres. Rápidamente pusieron el motor en marcha y dirigieron el
timón hacia las Islas Canarias.
-¡Adiós, amigas, a ver cómo os subís ahora al
barco!- rieron divertidos los pescadores mientras las piratas se
aferraban a los cabos de su velero.
Pero como dije antes, el viento arreciaba con fuerza,
el tamaño de las olas aumentaba. Se cerró la noche de pronto porque
unas nubes negras cubrieron el cielo. El aire se llenó de agua que
golpeaba duramente a la pequeña embarcación, luego empezaron a
caer los primeros rayos.
-¡Amarraos a cubierta!- gritó Manuel- ¡No os vayáis
a caer al agua!
“La Sirena” parecía una cáscara de nuez en aquel
torbellino. Ahora arriba, ahora abajo, el oleaje no cesaba como si
tuviera mucho empeño en hundir el barco.
-¿Serán las sirenas?- dijo asustado Cristóbal.
-¿Serán?- le contestó su hermano.
Agazapados aguantaron el temporal hasta que todo
terminó. El viento limpio amainó convirtiéndose en una suave
brisa, el mar perdió su oleaje y el cielo enseñó millones de
estrellas que daban algo de claridad a la noche. Los marineros
comprobaron que todos estaban bien.
-¡Manuel, Curro! ¡Isaac, Nono! ¡Lorenzo, Cristóbal,
Genaro! ¿habéis escapado bien?
-¡Sí!- fueron contestando uno a uno... menos Genaro.
-¡Genaro!, ¡Genaro!...¿Por qué no me contestas?- se
alarmó Nono.
-¡Genarooo!- lo llamaban todos por la borda.
Nada se veía con aquella oscuridad, pero los alivió
una gaviota que se posó en la cubierta.
-¡Tierra!- exclamaron todos.
Entonces en el silencio se escuchó un “¡Hiii hooo!”
que a Nono le pareció música celestial. Una manchita plateada
apareció ante su mirada, era el pelo del borrico que brillaba bajo
las estrellas. Nono iría junto a su burrino y probarían suerte en
aquella tierra desconocida que se presentaba ante ellos. Se despidió
de los pescadores que quedaron muy tristes con su marcha, y se lanzó
al mar y a una nueva aventura.
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