Llegó el momento de aprender las cosas de la escuela.
Tarde. El pastor no había querido llevar a Nono cuando empezaron los
otros niños, decía que así tan chico su escuela era el campo, que
él estaba pendiente, que nadie iba a estar pendiente como él. Sólo
cuando la señorita Raimunda se plantó en la casilla y cogió al
niño de la mano, alterado el pastor con su visita, éste accedió de
mala gana. Los otros niños ya conocían las letras, y cuando Nono
llegó lo recibieron como a un extraño. Iba mal vestido, olía a
oveja y no conocía sus colecciones de cromos. Tampoco ellos conocían
a Genaro, su amigo, su bien más preciado.
Pero una niña, tan diferente como él, lo acogió
desde el principio con cariño. Se llamaba Paquita, era rubia y
regordina, tenía la cara más preciosa que Nono había visto y unos
ojos amarillos, como de gato, que se le metieron en el corazón la
primera vez que la miró. Por eso la llamó Paquita Ojos de Gato.
Paquita Ojos de Gato y Nono se sentaban juntos en la
escuela, en un pupitre de madera muy viejo y manchado de tinta. La
Seño procuraba cambiar a los niños a veces para que las amistades
se extendieran, pero no conseguía hacerlo con Nono y Paquita.
Raimunda se volcaba en intentar que los otros aceptaran a los dos
amigos, aunque era en vano.
-¡Paca la vaca! ¡Nono el borrego!- cantaban los niños
con crueldad- ¡No saben hacer la o con un canuto!
Por eso Nono y Paquita Ojos de Gato no escuchaban más
que sus propias palabras. Les encantaba inventar historias, imaginar
aventuras y, luego, contárselas a dúo a Gitana en las tardes
tranquilas de la primavera. También al pastor le iban con los
cuentos.
-¿Vosotros cuándo vais a empezar a escribir?- les
reñía impaciente- Mira Nono que estoy esperando que sepas hacer
cuentas, que yo no fui a la escuela y las cuentas de la vieja no dan
pa mucho. Además cuando llegan las cartas de tu tía Anselma, me
cuesta muchos sudores enterarme de lo que dicen. ¡Meca!
Y Nono no aprendía. Era más divertido entretenerse
con las moscas que atender a la Seño mientras deletreaba “to-ma-te”.
Pero un día...
-Niños, los cuadernos- ordenó la maestra con voz de
mando.
-¿Qué estudiamos hoy, Seño?- los niños al unísono.
-Los nombres propios. Leed con voz bien alta mientras
escribo- y se volvió hacia la pizarra.
-GE-NA-RO- gritó la voz titubeante de los niños.
En ese momento, y como si un muelle lo hubiera
disparado, Nono aprendió a escuchar.
-Genaro. GE-NA-RO - pensó- ¿Dónde pone Genaro?
Y como si sí, como si no, se enteró de pe a pa de la
lección del día. Desde entonces la magia se descubrió ante él.
Aprendió rápidamente, enseguida fue capaz de escribir con letras
temblonas los cuentos que le gustaba inventar. ¿Qué extraño
encantamiento haría que uniendo letras éstas formaran las palabras
que él conocía tan bien? Con su habla de niño descifraba en la
calle todo mensaje con el que se topaba:
-A-yun-ta-mi-en-to, ho-ra-ri-o-de-mi-sas, a-bi-er-to,
ce-rra-do, es-to-y-en-el-bar, el-al-cal-de-es-un-ca-...
-¡Nono!- cortaba inmediatamente el pastor.
Paquita Ojos de Gato se dejó arrastrar por su
entusiasmo. En poco tiempo los dos ocupaban el primer puesto de la
clase ante el asombro de sus compañeros. Éstos aprendieron a
respetarlos aunque las diferencias que entre ellos había eran, por
el momento, un muro insalvable.
Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Por entonces Nono
escribía la carta de Navidad a la tía Anselma siguiendo el dictado
de su padre.
“Querida Anselma y familia:
Pronto viene la Navidad y os escribimos mi Antonio y yo
para desearos que estos días y el año que viene sean buenos.
Por aquí las cosas están como siempre. La sequía ha
dejado a las encinas sin bellotas, así que la montanera este año es
muy escasa y la hierba más porque la otoñá no ha repuesto los
arroyos. Aunque cuando un día caen tres gotas parece que el campo
revive. ¡Hay que ver lo agradecida que es la tierra, prima! Si Dios
quiere, este año que entra va a llover con ganas. Eso dice Carmelo,
el de las cabañuelas.
Mi Nono os escribe la presente. Ya veis cómo ha
aprendido. Y es que está muy grande el zagal, le digo que pronto me
coge y él se enfada porque no quiere ser más alto que yo. Tiene
nueve años y en éste que entra hace la Comunión. Nos gustaría que
os acercarais para entonces, pero sé lo que cuesta el viaje de tan
lejos.
Bueno Anselma, sin más me despido. Saluda a la
familia. Un beso y un abrazo de tu primo y tu sobrino que te quieren
y no te olvidan.”
La Navidad se acercaba. Ese año Nono y José iban a
cenar por primera vez en casa de la señorita Raimunda. Vivía sola.
Antes compartía la casa con una hermana, pero ésta se había casado
unos meses atrás. El pastor y el niño se lavaron con esmero, se
peinaron con agua y, con el pelo repegado oliendo a colonia de
lavanda, llegaron a casa de la maestra.
Fue una noche muy bonita. La casa de la Seño tenía
tres pasos anchos separados por arcos, con los techos de bóveda y
pilistras y colocacias en los rincones. Al fondo había un ventanal
acristalado por el que se podía ver el patio de los geranios. Allí,
en la galería junto al ventanal, estaba la mesa.
Nunca antes Nono había visto algo tan brillante. Un
mantel blanco, bordado con un hilo casi transparente, cubría el
tablero. Encima se ordenaban platos de porcelana, copas de cristal
fino y cubiertos plateados, muchos cubiertos plateados. Además había
platos de jamón, queso, lomo en vela y aceitunas machás. En medio
de la mesa una rama de limonero con bolas de colores.
Raimunda les preguntó muy finamente:
-¿De beber?
Aunque al principio costó tomar carrerilla, romper el
hielo no fue difícil. Pronto estaban los tres charlando y riendo
alrededor de aquella mesa llena de manjares y amores.
Cuando la Seño sacó unas figuritas de mazapán que
representaban toda clase de animales y frutas reía sin parar. Las
miraba una a una con emoción de niña y el pastor la contemplaba
embelesado.
-¡Oy, oy! ¡Hay que darse cuenta!- decía ella feliz-
¡Mira Nono, aquí un pollo!, ¡y una fresa!...
Cuando llegó la primavera no había llovido lo
suficiente. Un otoño poco húmedo y el invierno seco no presagiaban
nada bueno.
-Si no viene el agua en estos meses vamos a tener que
alimentar a las ovejas con pienso to el verano- comentaba preocupado
el pastor en la tasca del pueblo.
-Cada noche espero con ansia el parte del tiempo-
contestó un ganadero amigo- Y en cuanto clarea voy a la ventana pa
ver cómo está el cielo. Pero, ¡ca! Si no vienen las nubes de
Portugal...
Siguieron los días secos como de verano. Por fin una
noche...
-Se barrunta tormenta, Nono, el humo se cuela en la
casa- el pastor señaló la candela- Ha cambiado el viento.
-¿Y si cambia el viento traerá tormenta?
-Y si salen los sapos.
Cayeron por fin varias tormentas que aliviaron algo la
sequedad de la tierra, pero Gitana se resintió más que las otras
encinas. La sequía había sido dura. Nono, Genaro y Paquita Ojos de
Gato, seguían yendo cada tarde a visitarla, a contarle sus cuentos.
Gitana estaba peor. Amarilleaba el tronco con musgos
antes inexistentes. Las hojas se le secaban.
-Madre, dime qué tienes. ¿Por qué se te caen las
hojas? ¿Por qué tienes secas las puntas de las ramas y tienes ese
color cetrino?- Se inquietó Nono acariciando el tronco rugoso.
-Me faltan las fuerzas, hijo- dijo con una brisa muy
ligera que venía del norte,
-¿Qué puedo hacerte? ¿Qué puedo darte?- suplicó el
niño.
-Agua de la Fuente del Mundo.- consiguió susurrar
antes de que se apagara dulcemente su voz.
-Yo encontraré la Fuente del Mundo, madre. Iré al
fin del mundo y la encontraré- dijo Nono con el corazón roto
abrazado a su tronco.
Después, con paso firme fue a casa a preparar el
viaje.
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