domingo, 17 de mayo de 2020

LA ENCINA GITANA Sexto capítulo


Nono llegó jadeando a la playa donde se encontraba su amigo.
-¡Genaro! Pensé que te había perdido pa siempre- dijo abrazando emocionado al burro- ¿Qué habría hecho yo sin ti?
Como era de noche y el cansancio los vencía, decidieron dormir un rato para recuperar las fuerzas. Allí mismo, en la arena fría, se tumbaron los dos muy juntos para coger algo de calor, seguían remojados por el chapuzón. Al amanecer las gaviotas los despertaron de su letargo. El mar estaba tan quieto y dulce que no podía imaginar Nono que fuera el mismo mar de la noche pasada. Su agua tranquila le hizo recordar la playa de sus amigos pescadores, pero había algo diferente, el sol no se levantaba desde el fondo del océano, sino que surgía del final de la tierra como una planta luminosa. También eso era nuevo, la playa no parecía tener fin. Aunque se pusiera de puntillas, aunque se encaramase de pie en el lomo de Genaro, Nono no veía más que arena y más arena.
-¿Dónde estaremos?- se preguntó el niño un poco inquieto.
El pequeño subió a lomos del burrito y comenzaron a adentrarse en aquellas arenas, en lo desconocido.
-¡Qué mala pata, Genaro! ¡Nos tenían que tocar unas piratas que no sabían na! A saber dónde estará la Fuente del Mundo...- charloteaba Nono como si así el tiempo pasara más rápido, y un pueblo fuera a asomar en el horizonte así, sin siquiera darse cuenta.
Pero el tiempo no pasaba más rápido, ni aparecía ningún pueblo en el horizonte. Sólo arena, arena y sol. Y Genaro caminando, y Nono adormecido por el calor y el vaivén. De pronto, alarmado al mirar a su alrededor y no ver más que el desierto, recordó la brújula de Maruja.
-Para que no te vuelvas a perder- le había dicho
Con la brújula en la mano, Nono decidió ir al este. Si caminaban en línea recta antes o después se toparían con alguien. Sacó alguna ropa de las alforjas para tapar sus cabezas, el calor era sofocante y la sed los secaba por dentro.
-Genaro, tenemos el agua de Aracena- recordó aliviado.
Las horas pasaban. Genaro ya tropezaba cansado y no conseguía subir las dunas de arena resbaladiza. Nono había bajado hacía rato de su lomo y lo ayudaba tirando de la jáquima, pero él también estaba cansado. Sentados en el suelo caliente se cubrieron como pudieron con la ropa que llevaban. La luz era tan intensa que los ojos se les habían irritado y resecos como estaban no podían mantenerlos abiertos mucho tiempo. Así llegó la noche. Al ponerse el sol los dos amigos respiraron aliviados, bebieron su ración de agua y se quedaron dormidos.
La noche fue larga y cuando amaneció, al reemprender la marcha, seguían cansados, sedientos. Nono se preguntaba si habría elegido el mejor camino, quizá viajando hacia el sur o el norte alguien los habría socorrido. Pero era tarde para volver atrás. Las dunas eran más altas, casi montañas, por los valles que había entre ellas era más fácil caminar y además, de cuando en cuando, encontraban una sombra donde resguardarse. La brújula los seguía conduciendo al este mientras un sol despiadado los aplastaba desde el cielo.
Las fuerzas se rompían, sólo deseaban tumbarse en la arena y descansar. Así, en la ladera de una gran duna, los dos amigos se dieron por vencidos, cerraron los ojos y recordaron su pueblo. Luego, el pequeño cayó en un profundo sueño.
-¿Éste es el cielo?- se preguntó el niño al abrir los ojos aún adormecido.
Pasó un rato. Por fin el pequeño consiguió levantar la mirada. Lo que vio no era el cielo que Don Manuel, el cura del pueblo, les había explicado en la catequesis.
-¡San Pedro!- llamó Nono pensando que habría pillado al portero despistado.
Pero el santo no aparecía. Mientras esperaba, Nono observó a su alrededor. Se encontraba tumbado en un camastro de ramajos y pieles, lo rodeaba un humillo blanquecino que olía a iglesia y salía de un búcaro de barro. Por encima de él el cielo era muy bajito, telas y palos formaban una cúpula y las paredes estaban revestidas de alfombras. Sin otra cosa que hacer, el niño comenzó a llamar a todos los santos que conocía, a la Virgen de los Milagros y a Dios, aunque estaría muy ocupado con tantas cosas que pasan. También se acordó del tío Laurel, el limpiabotas del pueblo que había muerto aquel año de un soponcio, y de Doña Asunta, la pobre de vieja. Pero nadie venía.
Entonces una de las alfombras que cubrían las paredes se abrió. Un hombre alto vestido con una túnica azul se acercó a él y le tocó la cara. En la cabeza llevaba un turbante también azul, su cara era muy oscura, los ojos negros y serios.
-Ewad ¿manauwin n-ak?- dijo haciendo un gesto con la mano en su frente.
-¿San Pedro?- preguntó el niño asombrado.
-¿Issem ennek?
-¿Pero eres San Pedro?- volvió a preguntar Nono.
-¿San Pedro? Maysar Gwasila- contestó el hombre con un golpe en su pecho.
Nono no entendía nada. ¡Entonces no estaba muerto, aquello no era el cielo! ¿Dónde estaba?
Maysar Gwasila levantó con cuidado la cabeza del muchacho ofreciéndole un líquido dulce que Nono bebió obediente. Después entró una mujer también de azul que habló algo con Maysar . Dirigiéndose al pequeño dijo:
-¡Ewad junge!. Me llamo Lalla Hennu Izza, soy la esposa de Maysar. Hablo tu idioma, aprendí con una maestra que vino de lejos para nosotros.- dijo Lalla Hennu, y siguió con dulzura- Somos preocupados por ti y se nos alegra el corazón al verte mejor.
Lalla Hennu tenía los mismos ojos negros y profundos de su marido. Se cubría el resto de la cara con un velo y su mirada era lo único que Nono podía conocer de ella. Se acercó a él y agachada, en cuclillas, lo abrazó.
-Te encontramos en el desierto muy enfermo. Mess-iner te ha enviado a nosotros para que te ayudemos.
Nono recibió el abrazo que necesitaba, se acurrucó en sus brazos y recordó a Gitana. Luego habló.
-Me llamo Nono y no sé dónde estoy- dijo lastimero aferrado a las mano de la mujer- Busco la Fuente del Mundo porque sus aguas son la medicina que salvará a mi madre enferma. Vengo de España, de Extremadura, y he viajado con mi burro Genaro por medio mundo. Pero aún no la he encontrado.
-La Fuente del Mundo mana en el oasis de Ahenkod. Los habitantes del desierto lo sabemos- explicó satisfecha Lalla Hennu- Allí llevamos nuestro ganado cuando los pozos se secan. Mess-iner Anna te ha conducido bien a nosotros, tendrás el remedio para tu madre.
Fue tal la alegría que sintió el desesperado zagal, que se levantó de un salto olvidándose de sus males. Siguiendo a Lalla Hannu y a Maysar Gwasila salió de la cabaña y se encontró en el centro mismo de un poblado de tiendas de tela y esteras. Algunas personas vestidas todas de azul se le acercaron sonrientes y le revolvieron el pelo.
Nono se sentía como en otro mundo. La soledad del desierto lo impresionaba a pesar de no estar solo. Genaro estaba con los camellos, parecía que se llevaban bien. Recibió al niño con el rebuzno más alegre, ¡hiii hooooo!
- ¡Genaro! - le contestó su amigo abrazándose a su cuello.
Nono conoció enseguida al resto de los habitantes del poblado, desde el mayor al más pequeño que se llamaba Afra. Lo trataron con cariño, le dieron ropa azul y lo enseñaron a vestirse, hasta coronarlo con un precioso turbante que lo protegería del sol y la arena del desierto.
-Somos tuaregs, nos llaman los “Hombres azules”- le explicaba Lalla Hannu bajo las estrellas- Es por el color de los vestidos. Somos pastores que viajamos con nuestro rebaño de camellos y cabras dónde haya agua y comida.
-¿Pero por qué no vivís donde hay agua y comida siempre?- dijo Nono muy sensato.
-Nuestro mundo es el desierto. Si salimos de él morimos, como las acacias cuando se arrancan de la tierra.
A la mañana siguiente, Afra depertó al muchacho con un cuenco de barro lleno de agua. Con gestos Nono entendió que debía lavarse.
-¡Pero si hay mu poca agua!
Con destreza, Afra lavó su cara y su cuerpo, frotó los pies, las piernas, las manos con arena y luego se enjuagó. Todo con aquel cuenco tan pequeño. Ni una gota del preciado líquido cayó al suelo. Luego rellenó el cuenco para Nono.
-¿Seré capaz?- se preguntó atónito. Y lo fue.

Los días pasaban. El pozo junto al cual habían instalado el poblado se secaba, la estación cálida avanzaba. Los hombres y las mujeres decidieron en consejo partir cuanto antes hacia el oasis de Ahenkod. Era allí donde terminaría la búsqueda de Nono y podría al fin volver a casa.
Recogieron el poblado sin que Nono se diera apenas cuenta, liando las tiendas en fardos que cargaron en camellos y bueyes. También Genaro recibió su carga de enseres de cocina. Montaron todos en los animales, delante de la giba. Nono quiso probar aquello y cambió a Genaro por el camello de Afra, pero los movimientos eran tan bruscos que nuestro amigo tuvo que agarrarse bien fuerte para no caer.
Encabezaba la expedición Maysar Gwasila a caballo. El sol era implacable en las horas centrales del día, pero los ropajes, sobre todo los turbantes, los protegían. Con la luz caminaban sin descanso, al caer la noche montaban un campamento rodeado por el ganado para protegerse del viento. De día recogían los excrementos de los animales y, al llegar el frío de la noche, encendían con ellos fogatas que los ayudaban a mantenerse calientes. Cenaban leche de cabra y de camella, y tortas de mijo.
Cuando avistaron el oasis, Nono creyó que era un espejismo.
Un hermosísimo bosque de palmeras se balanceaba en el cielo; al acercarse se podía escuchar el sonido del agua cayendo desde la fuente a un lago. Aquel paraíso en medio del desierto estaba lleno de vida, había plantas y animales de todos los tamaños.
-¡Mess-iner Anna!- exclamó Maysar Gwasila levantando las manos al cielo.
- Dios y la madre Tierra nos han traído de su mano- explicó Lalla Hanu a Nono- Hoy comeremos cordero para honrar su nombre.
Nono estuvo de acuerdo con celebrar aquella noche su ayuda. Además el cordero le encantaba, sobre todo asado en la candela como lo preparaba su padre.

-¡Maysar Gwasila, Lalla Hanu, ya tengo la garrafa llena del agua de la Fuente del Mundo!. Ahora debo volver a casa.
-Nosotros permaneceremos aquí mientras dure la estación seca, pero pronto vendrán las caravanas de camelleros a rellenar sus odres de agua para seguir hacia el norte, hasta el mar. Con ellos podrás viajar sin peligro.
En efecto, al poco llegó una caravana. Venían del sur cargados de minerales preciosos que cambiarían en el mercado de Tetuán por sal. Los camelleros no vestían como los tuaregs, llevaban chilabas blancas y todos tenían barba y bigote. Uno de ellos. el capataz, hablaba español porque había nacido en Ceuta. Se llamaba Mohamed y era simpático y dicharachero. A Nono lo llamaba Nana porque no sabía pronunciar bien y a Genaro, Egnar.
-¡Nana! ¡Egnar! ¡Partiremos enseguida!
La despedida de los tuaregs fue la más triste de todas. Habían salvado su vida y la de Genaro, y eso había liado en el corazón de todos un lazo que no se rompería jamás.
-¿Volveremos a vernos alguna vez?- sollozó Nono abrazado a Lalla Hanu- ¡Volveremos!
-Mess-iner Anna te acompañe y te ampare.- dijo ella besando las manos del niño- Has alegrado nuestro corazón y siempre serás recibido como un hijo, como un hermano.
-¡Adiós, Afra, a más ver!- Se despidió mientras se alejaba con Genaro y dejó al pequeño tuareg con hipo de tanto llanto.

Viajar con los camelleros no era igual que hacerlo con los tuaregs. La caravana la dirigía Mohamed y lo seguían cuatro hombres ruidosos que no paraban de hablar en su idioma sin hacerle ningún caso a Nono y a Genaro. El niño se sentía solo allá en la cola de la caravana. El desierto sí era el mismo, caminaban sofocados por el calor y dormían resguardándose como podían del frío. Pero las arenas se acabaron, el paisaje se transformó en piedra y luego empezaron a surgir manchas de vegetación. Al final del trayecto estaba Tetuán.
El bullicio de la gente mareaba a Genaro y el pobre tropezaba con cada piedra del camino. Al llegar a la explanada del mercado Mohamed y los otros camelleros descargaron la mercancía, sólo había que esperar que alguien se interesara por ella. Mientras, Nono y Genaro recorrieron el zoco con curiosidad. Un mundo asombroso se abrió ante sus ojos, los personajes de “Aladino y la lámpara maravillosa” se hicieron reales en aquella plaza de la ciudad. Magos de barba puntiaguda sobre alfombras voladoras, hipnotizadores, encantadores de serpientes,... Las alfombras voladoras gustaron a Genaro, pero Nono prefirió al encantador de serpientes. Sentado sobre una estera con las piernas cruzadas, tocaba una música suave con su flauta y conseguía con ella que una cobra amenazadora bailase a su son dócil como un corderito. La cobra salía sinuosa de un cesto colocado delante de él, primero asomando la cabeza y poco a poco surgiendo el largo cuerpo.
-¡Meca, Genaro!- exclamó Nono con los ojos como platos.
-¡Amigo! –le habló una voz a la espalda- ¿Español?
Nono se volvió para ver quién era. Un hombre joven con la piel llena de granos se dirigía a él.
-¿Español?- repitió.
-Sí, de los campos de Llerena.
-Llerena, no conoce.- el español que hablaba el hombre no era fácil de entender- conoce Granada ¿Tú conocer Granada?
-No, no tengo el gusto.
-La ciudad de las mil flores ¿Llerena haber flores?
-Sí, claro.
-Yo tener amigo en Granada- y mostró a Nono una postal de la Alhambra muy estropeada - ¡Tú amigo de Alí!
-Yo soy Nono y mi burrino Genaro- el pequeño estrechó la mano del hombre.
-Venir a mi casa. También tu casa.
Con paso rápido echó a andar sin dar tiempo a Nono a pensar. Seguir a Alí por aquellas calles estrechas llenas de gente no era fácil. Genaro seguía al niño mientras éste casi corría para no perder a aquel hombre tan raro. Pronto no sabían cómo volver al mercado y tuvieron que llegar a la casa de Alí les gustara o no. La casa se encontraba en una plazuela pequeña cuyas paredes se abrían en huecos superpuestos, habitados cada uno por un hombre que, en cuclillas, trajinaba con sus manos.
-Plaza de orfebres- explicó Alí- Mi padre orfebre, yo orfebre.
-¿Qué es un orfebre?
-Trabajo con plata y oro. Adornos, collares, pulseras,...
El jaleo de la plazuela era tal que tenían que hablar a gritos para entenderse.
-Tú trabajo conmigo.Tú orfebre.- señaló al niño con un dedo- Burro a la cuadra, él animal, él no amigo.
Aquello no gustó ni pizca a Nono pero, receloso, no tuvo más remedio que entrar en el taller de Alí porque no sabía cómo salir de la encerrona.
-Yo comida y cama. Tú trabajo- y colocó en las manos del pobre zagal unas herramientas que no conocía.
-No sé hacer tu trabajo y además tengo que volver a mi casa.- dijo soltando en el suelo las herramientas.
-Tú no entiendo, amigo- dijo Alí con voz terrible- Tú trabajo para mí siempre.
Agarró al muchacho del brazo y lo arrastró hasta una habitación que cerró con llave cuando éste estuvo dentro. Los pasos de Alí sonaron detrás de la puerta alejándose.
-¡Genaro!- llamó a través de la madera-¡Genaro, sálvame!
No hubo respuesta. Nono estudió la habitación buscando alguna rendija por la que escapar, pero sólo encontró un ventanuco que iluminaba apenas la estancia. De puntillas consiguió mirar por él y, en la plazuela, vio como Alí tiraba con fuerza de la jáquima de Genaro sin lograr que se moviera. Gritaba en su idioma, hasta cogió un palo con el que lo golpeó en el lomo, pero el animal no se movió un palmo.
-¡Genaro! - gritó impotente el niño- ¡Bruto! ¡animal! ¡Deja en paz a mi amigo!
Cuando oyó la voz de Nono, Genaro levantó las orejas y quiso devolver los golpes al malvado Alí, pero la jáquima lo tenía bien sujeto.
-¡Escapa, Genaro! ¡Busca a Mohamed!
Al sentir el burrito que las ataduras se aflojaban, dio un tirón y quedó libre. Corrió a galope escapando por una de las callejuelas que salían de aquella plaza.
Entonces Nono volvió a oír los pasos de Alí acercándose. Después de abrir el cerrojo el hombre se dirigió al niño furibundo.
-Burro escapa, ya no da dinero por él.- dijo muy enfadado- Tú trabajo, dinero para mí.
Cogiendo al niño por la oreja lo arrastró hasta el pequeño taller. Poniendo las herramientas y una barra de plata en su regazo lo obligó a fabricar pendientes y collares, pero no sabía hacerlo.
-Tú no come, tú aprendo- y volvió a encerrarlo en la habitación.
En la soledad de aquel cuarto oscuro Nono se lamentaba de todo lo malo que le había ocurrido. Le parecía que habían pasado muchos años desde que, con Genaro, iniciara su aventura. En eso estaba cuando sintió un ruido que venía de la plaza. Asomado a la ventana logró ver cómo Mohamed seguido de la caravana de camellos entraba en tropel en la plazuela, y junto a Mohamed, Genaro dirigía el asalto con valentía.
-¡Hiiii Hooo!
¡Qué algarabía formaron los camellos en aquella plaza!. De cada hueco de la pared surgía una cabeza de orfebre llena de curiosidad. Ninguno parecía entender qué hacían allí tantos camellos enfurecidos, sólo Alí cerró su puerta a cal y canto pensando que nadie podría tirarla. Pero estaba equivocado. Genaro en posición de lanzamiento le propinó tal coz que la portezuela salió volando hasta aterrizar en la azotea del vecino.
-¡ No haces daño a Alí!- lloriqueaba - ¡Alí amigo, Alí hermano!
Mohamed y los otros camelleros entraron en el taller cogiendo al malvado por la chilaba, y al momento abrió la puerta que encerraba a Nono.
-Nana—se oyó decir alegre a Mohamed- ¿Por qué te metes en tantos líos? ¡Bien Egnar!
-¡Mohamed, qué alegría me da verte!- rió contagiado Nono. Y dirigiéndose a su burrino- Genaro, mi ángel de la guarda, mi compañero, sabía que me salvarías porque eres listo y valiente.
Colgado del cuello del animal el niño sólo quería estar con los suyos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario