Evelina
hace la cama del cuarto de huéspedes con sábanas limpias y recién
planchadas. Se esmera para que no quede ninguna arruga incómoda
sobre el colchón, encaja bien las esquinas y pasa después la mano
extendida sobre la cama, así quedará la tela bien estirada.
Desdobla con un movimiento enérgico la sábana de arriba y calcula,
con la experiencia de tantas camas anteriores, el embozo justo. Ni
largo, ni corto. El tamaño preciso para mostrar sobre la colcha de
hilo las iniciales bordadas: una «J»
y una «G»
se entrelazan con ramas de azahares.
Ayer
recibió la noticia. Su hermano Ramiro vuelve después de tantos
años. Debe estar a punto de llegar.
Antes,
por la mañana, Evelina mandó a Manuela que limpiara bien la
habitación de los abuelos. La muchacha ha barrido y fregado el
suelo, ha limpiado el polvo y los cristales, y Evelina,
personalmente, ha puesto en el tocador un jarrón con rosas de olor
cortadas en el jardín.
La esquila del portón suena y no hay nadie abajo que pueda abrir.
―
¡Ya voy!― grita la mujer mientras baja la escalera al ritmo que le
permite su rodilla achacosa.
La
entrada está en penumbra aunque no es tarde y en la calle luce un
sol de atardecida. Para abrir la cancela hay que girar el manubrio
situado a la derecha, en un pequeño nicho cerrado con un portillo de
madera. Evelina suda en la frente, en parte por la prisa, en parte
por la visita.
―
¿Ramiro?― pregunta al abrir la puerta y encontrar al otro lado a
un hombrecillo delgaducho y triste. Éste la mira con ojos
inexpresivos y asiente con la cabeza―. Pasa, no te quedes en la
puerta.
―
¿Cuánto tiempo hace, Evelina? ―el hombrecillo no sonríe.
―Cerca
de cuarenta años ya sin vernos, hermano.―La mujer cierra la
cancela tras él―.Te he preparado el cuarto de los abuelos, ya
sabes, el que da al jardín. Recuerdo que te gustaban los jazmines.
Ramiro
deja en un rincón de la entrada la maleta que aún sostenía en la
mano. Dirige una mirada a su alrededor, acostumbrándose a la
penumbra.
―Abre
las ventanas, mujer. Aquí no hay quién se mueva sin caer.―Con
paso inseguro se dirige al fondo de la entrada y abre la puerta de la
galería. La luz hace que todo cambie.
La
casa de Evelina era antes de sus padres, y antes de sus abuelos.
Tiene solera y vejez. Hay telarañas en los rincones más altos y
polvo incrustado en los dibujos de madera repujada de los muebles. La
entrada es amplia y se comunica con la galería de ventanales por un
portón grande que ella siempre mantiene cerrado. La luz estropea los
muebles y decolora las cortinas de damasco dorado que cuelgan ante
cada puerta.
―Es
por los muebles, Ramiro. Ya sabes cómo los cuidaba la abuela.
―La
abuela hace cincuenta años que murió.
―
¡Eso no importa, Ramiro! ―Evelina está nerviosa. No le gusta que
se le lleve la contraria, ella mantiene las tradiciones, así es como
hay que ser―.A Madre tampoco le gustaba la luz, ni a mí.
―A
Madre…―Él calla de pronto, decide no discutir― ¿Avisaste a
Cecilio como te dije en la carta? Quiero estar aquí el menor tiempo
posible.
―Sí,
me ha dicho que se llegaría después de misa de ocho. Sube la maleta
al cuarto y mientras esperamos preparo un café.
Sin
decir nada más ella baja el escalón que separa la entrada de la
casa del paso que lleva a la cocina.
Ramiro,
con paso lento, sube la escalera y se agarra al pasamanos como quien
se agarra a una mano amiga. Al llegar al piso de arriba se dirige al
cuarto que su hermana le ha preparado y sonríe algo al ver el balcón
abierto y al sentir el olor de los jazmines y las rosas. Deja la
maleta sobre la cama y se asoma pensativo al jardín. Observa que las
plantas son las mismas de hace cuarenta años. Recuerda entonces sus
ojos buscándolo desde allí, añorándolo por la imposibilidad de
tenerlo.
Evelina
ya ha preparado la bandeja con las tazas de porcelana fina, platitos
para los dulces y servilletas de hilo. Ya ha colocado en la camilla
de la salita de estar un mantel con olor a naftalina. Sólo falta que
suba el café, y que la leche se caliente. También falta que llegue
Cecilio.
Cecilio
es el encargado de la casa, hijo del antiguo encargado y nieto del
anterior. A Evelina le lleva las cuentas con atención y cuidado,
nunca se tuvo que preocupar de aquello mientras vivieron sus padres,
y al morir, éstos dejaron esos asuntos en manos de su fiel Cecilio
para que ella siguiera tranquila. Todo igual, siempre igual. Vive
holgadamente con lo que le da el campo y las rentas de las casas con
inquilinos antiguos, además ella no gasta, sólo las compras diarias
y las limosnas en la iglesia. De los arreglos en la casa se ocupa
Cecilio, y Beltrán el jardinero. También viene Manuela para hacerle
cada día la comida y la limpieza, Evelina sabe apenas preparar café
y hacer camas, nunca necesitó aprender nada más.
Suena
de nuevo la esquila. El encargado es puntual. Son las nueve menos
veinte, acaba de terminar la misa. Hoy no se queda a la novena.
― ¡Ya voy!―A
Evelina le gusta avisar su llegada a la puerta, es poco amiga de dar
sorpresas.
―Buenas tardes,
señorita Evelina. ¿Llegó su hermano?―Cecilio es un anciano bien
conservado.
―Sí, llegó.
Anda, pasa a la salita que he preparado un café de los que nos
gustan.
―
¿Cómo está Don Ramiro? ―susurra él para que no resuene su voz
en las bóvedas.
―Viejo.
Los
pasos del hermano suenan ya en la escalera. No se ha cambiado de
ropa, sólo falta la maleta.
―
¿Cecilio?
―Sí,
Don Ramiro.
―Pero
hombre, ¿qué es eso de Don Ramiro? Siempre fuiste mi amigo, la edad
la tenemos parecida.―Cuando llega a la altura del anciano se abraza
a él con verdadero afecto.
―Sí,
Ramiro, pero han pasado tantos años y tantas cosas.―Cecilio no se
encuentra cómodo con la situación. Es por la mirada áspera con la
que la hermana observa la escena.
―El café se enfría―dice ella con retranca.
Los
tres pasan a la salita y se sientan en silencio alrededor de la
camilla. Evelina sirve el café, la leche, el azúcar y ofrece los
dulces.
―
¿Perrunillas? ¡Cuánto tiempo! ―Ramiro elige una especie de
galleta ovalada―.Bueno, ya sabéis que he venido para solucionar lo
del huerto.
Hablar
del huerto es destapar la caja de los recuerdos, de los malos
recuerdos. Evelina piensa en lo que perdió, recuerda el vestido que
llevaba aquél último día con él, el paseo entre las higueras, la
suavidad de sus palabras. Muy alterada, dispara sin control.
―
¿Solucionar? ¿Después de cuarenta años vienes tú a solucionar
algo? ¿Igual que solucionaste el entierro de Padre y Madre?
¡Solucionar!―La cara le arde y las palabras salen desde su
estómago donde las ha tenido retenidas mucho, mucho tiempo―.
Aunque nunca los quisiste, eso es así. Nunca quisiste a nadie…
―Mira
Evelina que no quiero discutir.―Ramiro no se ha extrañado del
arranque de su hermana―.Veo que no has cambiado. Ni siquiera los
años lo han conseguido.
Ella
obedece la orden no hablada de callar y comportarse con mesura. Su
padre la enseñó a ser sumisa aunque la ira le altere la
respiración, aunque esté roja de sofoco.
Él,
volviendo al tema se dirige a Cecilio.
―Necesito
arreglar pronto la venta del huerto. Tengo necesidad de dinero en
efectivo dentro de dos meses y para entonces me gustaría que todo
estuviera hecho. Antes habré vuelto a Sevilla, pero te dejaré
encargado a ti del papeleo final. Hemos de ir al notario para
otorgarte un poder especial. ¿Mañana es un buen día?
Cecilio
está apurado y no sabe dónde mirar. Aún así contesta.
―Creo
que sí, pero de todos modos hablaré luego desde mi casa con
Paquita, la secretaria del notario, y ya te llamo.
―
¡No tienes vergüenza! Venir después de cuarenta años para esto,
sólo por dinero. Sólo el dinero te importa. Si padre levantara la
cabeza y supiera que quieres vender su huerto se moriría de
nuevo.―Evelina no acepta los cambios y el huerto está ahí desde
siempre.
―
¡Calla ya! ¡Tú y tus tradiciones! ―Ramiro pierde al fin la
paciencia― ¡Las tradiciones destrozaron mi vida! No vas a ser tú
quien destroce mi muerte.
Cecilio
se levanta y con discreción anuncia que se va para llamar a la
notaría y concretar cuanto antes la cita de mañana. Con
tranquilidad camina para salir de la casa, lo acompaña Ramiro.
―Hasta
mañana, amigo.
Cecilio le sonríe
mostrando una gran falta de dientes y Ramiro se pregunta por qué no
tendrá dentadura postiza. La noche ha caído sobre el pueblo. Al
salir el anciano, cierra el portón de madera y la cancela de la
entrada. Después sube a su cuarto, no quiere ver más a su hermana.
El balcón continúa abierto y, aunque hace fresco, lo dejará así
para que el aroma de las flores llene la habitación. Es lo único
que le gusta de aquella casa vetusta.
Evelina refunfuña
mientras recoge la bandeja y la lleva a la cocina. ― ¡Hoy no se
cena! Ya está bien de aguantar― se dice―, si quiere algo que se
lo ponga él.
Después enciende la
televisión de la salita, hay una película. Seguro que es una
película fea y mañana se tendrá que confesar con D. Joaquín. Pero
la verá entera, siempre las ve. Así al terminar, adormecida, se va
a la cama sin pensar en nada. Sin pensar en aquellos días. Ni en lo
que pasó.
La mañana entra con
fuerza por el balcón abierto del cuarto de los abuelos. Ramiro,
despierto desde hace rato, decide levantarse temprano y visitar el
pueblo. Quizá aún conozca a alguien, puede que haya quien se
acuerde de él. Se asea en el cuarto de baño de arriba, con
humedades y olor a moho. Cuando baja la escalera nota movimiento en
la cocina y olor a café. Es Manuela que se ofrece para llevarle el
desayuno a la salita. Después va a la calle. No hay mucha gente,
pero no quiere encontrarse con su hermana y prefiere ir él mismo a
casa de Cecilio para que le informe.
Evelina nunca se
levanta temprano. Le gusta dormir hasta bien tarde, porque si no el
día se hace largo, y más ahora que se acerca el verano. Ni siquiera
la presencia de su hermano le hace perder el sueño. A mediodía se
levanta con el pelo revuelto y los labios secos. Manuela le ha
preparado el baño. Apenas se acuerda de la visita cuando la criada
le dice que, por ser un día especial, ha hecho esa menestra que le
sale tan bien y unos boquerones fresquísimos que compró en el
mercado. De postre brevas y melocotones que Beltrán ha cogido esa
misma mañana en el huerto.
El huerto.
― ¿Y mi hermano?
―Salió temprano.
A eso de las dos de
la tarde suena la esquila. Es él.
―Avíseme cuando
esté la comida, Manuela, por favor.
―Descuide D.
Ramiro. Su hermana preguntó por usted hace rato. Está en el jardín
mirando las rosas, Beltrán dice que hay pulgón.
Pero él no la
escucha. No quiere entrar en charlas con nadie, prefiere estar sólo.
Desde la habitación observa a Evelina que habla con un hombre en el
jardín; la misma escena de entonces. Debe ser Beltrán. Se acuesta
sobre la cama, encima de la colcha de hilo, para ver si se le pasa el
dolor. Sabe que a partir de ahora los dolores serán más y más
fuertes, prefiere reservar los analgésicos para más adelante.
Cuando Evelina entra
de nuevo en la casa, la mesa ya está preparada
―Manuela, sube y
llama a mi hermano. Vaya horas de llegar. Dile que no tarde, que la
comida se enfría.
El comedor es una
habitación aún más solemne que el resto de la casa. Una mesa
grande y alargada rodeada de sillas isabelinas, y varios aparadores y
vitrinas, no son suficientes para agobiar el espacio. Dos servicios
individuales, uno en la cabecera de la mesa y el otro a su derecha,
hacen ver que los únicos comensales serán los dos hermanos. Evelina
se coloca a la derecha; a pesar de los pesares, su hermano es el
varón de la casa y debe sentarse a la cabecera. Espera con
impaciencia que aparezca él.
―Buenas tardes,
Ramiro. ¿Has dormido bien?
―Bien, gracias. He
salido temprano a ver el pueblo.
―Manuela ha hecho
un plato especial para ti. La menestra le sale riquísima, ya verás.
Los dos comen
tranquilos, casi sin hablar. Saben que si no es así, los fantasmas
del pasado los alterarían.
―Comes poco,
Ramiro.
―Ya no soy un
chaval. Los viejos debemos comer poco, las digestiones se nos
atraviesan.
―Padre tomaba
bicarbonato.
―Sí, ya sé.
― ¿Quieres café?
―No gracias. Voy a
dormir un rato. Si viene Cecilio me llamas, si no te importa.
Ramiro se levanta de
la mesa. Evelina lo mira con indignación, pero no dice nada. ¡Cómo
se le ocurre no esperar que ella termine el postre! ¡Su madre lo
educó igual que a ella! Pero no parecen hermanos, no señor.
Al terminar, Manuela
recoge los platos y ella va a la salita para mirar la tele. A esas
horas hay un programa que le gusta, de mujeres que cuentan cosas.
Enterarse de la vida de los otros le divierte, quizá es lo único
que le divierte si no se cuentan los rezos y el jardín. Pero en el
pueblo no quiere chismorrear, ella es una señora y no debe dar tanta
confianza a la gente. En tiempos de su madre tenían amigas y
familiares que alegraban las tardes de la casa, hoy ella se conforma
con la televisión.
A eso de las siete
de la tarde aparece Cecilio. Manuela, antes de marcharse, avisa a
Ramiro.
―Señorita, que ya
me voy. Mañana es sábado y traeré churros para el desayuno; seguro
que a su hermano le gustan. Adiós Cecilio.
Evelina tiene prisa,
ayer faltó a misa por la llegada de su hermano y hoy no irá un rato
antes, como suele, para rezar el rosario. No quiere dejar a Cecilio y
Ramiro solos en la casa mucho tiempo, a saber qué harán si ella no
está. Ya vio ayer lo poco que podía confiar en el encargado, tan
amiguitos los dos. ¿Y si les da por enredar en los papeles del
abuelo? Mejor cerrar con llave el despacho. ¡Y las joyas! La
necesidad de dinero del hermano la preocupa, no vaya a ser… Mejor
guardarlas en el despacho mientras no está. Falta media hora. Las
voces de los hombres resuenan en la galería.
―Cecilio, buenas
tardes ¿Hablaste con el corredor? Cuanto antes pongamos en venta la
finca, antes saldrán las ofertas.
―Ya hay varias.
Una, que me parece la mejor, es de Andrés Mejías. Quiere el huerto
para hacerse una casa con piscina y todo. Las otras son algo más
bajas, pero aseguran que pagan a tocateja en cuanto se firme la
escritura.
― ¿Otra vez lo
mismo, Ramiro?― Evelina aparece por el portón de la galería. Ya
está arreglada para irse a la iglesia. Un traje azul bien planchado,
el bolso colgando del brazo, los labios pintados y su perfume―
¡Parece mentira! ¡Tantos años para esto! Y tú, Cecilio, anímalo
que es lo que falta ¿Ya no te acuerdas de lo bien que te ha tratado
la familia? ¿Ya se te olvidó el respeto y la obediencia que debes a
los antiguos?
El hermano parece
cansado y no va a tolerar otra injusticia. Otra más.
― ¡A Cecilio lo
dejas en paz, que bastante tiene con aguantarte!― Ramiro se dirige
hacia su hermana amenazador.
― ¿Aguantarme?
¡No sé yo quién aguanta a quien en esta casa!― dijo como
reproche.
―Egoísta hasta la
muerte ¿eh, hermana? Tanta tradición, tanto recuerdo,
― ¿Egoísta yo?
¿Y tú, que te fuiste para no volver? ¡Ja! Pero Padre y Madre no te
extrañaron, tenían bastante conmigo.
― ¡Falsa! Me
enfrentaste a Padre desde que naciste, pobre hombre manejado por dos
arpías.
― ¡No te atrevas
a decir siquiera su nombre! Mal hijo. Aquél día te fuiste para
siempre. Ya Madre me lo advirtió.
―Madre. Madre te
envenenó desde la cuna.―Camina frente a ella con rabia y la hace
retroceder hacia la cancela―. Espíritu retorcido. Aquél día
viste pecado donde sólo había amor. Y él huyó por tu culpa. ¡Sí,
él! Quitemos las caretas. Me enamoré de tu novio, mucho más lo
quise que tú.
Evelina, acosada por
Ramiro, pierde la compostura y el equilibrio tropezando sus tacones
en las juntas del suelo.
― ¿Sabes?, cuando
lo llevabas al olor de las rosas y los jazmines él pensaba en mí.
Cuando le decías cursiladas él recordaba mis poemas, cuando le
rozabas la mano él añoraba mi piel. ¡Le dabas pena, le dabas risa!
― ¡Bárbaro!
¡Demonio! ¡Él me quiso siempre pero nuestro amor era imposible!
Sabía que Padre nunca lo hubiese admitido y se fue para no sufrir
sin poder tenerme.
Ramiro ríe sincero
― ¡Estaba
conmigo, ilusa! Aunque tú ya lo sabes, sabes que vivimos juntos
hasta su muerte, sabes que nos quisimos sin…
― ¡Calla! ¡No
mientas más! ¿Qué has venido, a amargarme la vida que me queda?―
Evelina recobra la fuerza―. No lo conseguirás. Yo sé que eres
malo, que eres el demonio. No debí dejarte entrar en mi casa.
―…nos quisimos
sin reservas, y al morir su última mirada fue mía, sólo mía.
Ella lo golpea con
un puño cerrado en la solapa de la chaqueta, en la cara. La rabia le
arruga la boca y la voz se le afina ridícula. Es Cecilio quien
sujeta su brazo, quien les pide que se calmen. Ramiro entonces da la
vuelta y se dirige a la escalera. Evelina respira hondo y estira su
vestido. Luego, como si nada hubiera ocurrido, ensaya una sonrisa.
Abre la cancela y sale a la calle. Sus pasos son firmes. Con un
movimiento algo lánguido va saludando a la gente que encuentra en el
camino, apenas inclina la cabeza, como las señoras, porque ella es
una señora. Luego, al fondo, en el pórtico de la iglesia, destaca
su figura altiva entre las otras mujeres que, como ella, llegan a la
misa de ocho.
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