miércoles, 15 de abril de 2020

Misa de ocho


MISA DE OCHO



Evelina hace la cama del cuarto de huéspedes con sábanas limpias y recién planchadas. Se esmera para que no quede ninguna arruga incómoda sobre el colchón, encaja bien las esquinas y pasa después la mano extendida sobre la cama, así quedará la tela bien estirada. Desdobla con un movimiento enérgico la sábana de arriba y calcula, con la experiencia de tantas camas anteriores, el embozo justo. Ni largo, ni corto. El tamaño preciso para mostrar sobre la colcha de hilo las iniciales bordadas: una « y una « se entrelazan con ramas de azahares.
Ayer recibió la noticia. Su hermano Ramiro vuelve después de tantos años. Debe estar a punto de llegar.
Antes, por la mañana, Evelina mandó a Manuela que limpiara bien la habitación de los abuelos. La muchacha ha barrido y fregado el suelo, ha limpiado el polvo y los cristales, y Evelina, personalmente, ha puesto en el tocador un jarrón con rosas de olor cortadas en el jardín.
La esquila del portón suena y no hay nadie abajo que pueda abrir.
― ¡Ya voy!― grita la mujer mientras baja la escalera al ritmo que le permite su rodilla achacosa.
La entrada está en penumbra aunque no es tarde y en la calle luce un sol de atardecida. Para abrir la cancela hay que girar el manubrio situado a la derecha, en un pequeño nicho cerrado con un portillo de madera. Evelina suda en la frente, en parte por la prisa, en parte por la visita.
― ¿Ramiro?― pregunta al abrir la puerta y encontrar al otro lado a un hombrecillo delgaducho y triste. Éste la mira con ojos inexpresivos y asiente con la cabeza―. Pasa, no te quedes en la puerta.
― ¿Cuánto tiempo hace, Evelina? ―el hombrecillo no sonríe.
―Cerca de cuarenta años ya sin vernos, hermano.―La mujer cierra la cancela tras él―.Te he preparado el cuarto de los abuelos, ya sabes, el que da al jardín. Recuerdo que te gustaban los jazmines.
Ramiro deja en un rincón de la entrada la maleta que aún sostenía en la mano. Dirige una mirada a su alrededor, acostumbrándose a la penumbra.
―Abre las ventanas, mujer. Aquí no hay quién se mueva sin caer.―Con paso inseguro se dirige al fondo de la entrada y abre la puerta de la galería. La luz hace que todo cambie.
La casa de Evelina era antes de sus padres, y antes de sus abuelos. Tiene solera y vejez. Hay telarañas en los rincones más altos y polvo incrustado en los dibujos de madera repujada de los muebles. La entrada es amplia y se comunica con la galería de ventanales por un portón grande que ella siempre mantiene cerrado. La luz estropea los muebles y decolora las cortinas de damasco dorado que cuelgan ante cada puerta.
―Es por los muebles, Ramiro. Ya sabes cómo los cuidaba la abuela.
―La abuela hace cincuenta años que murió.
― ¡Eso no importa, Ramiro! ―Evelina está nerviosa. No le gusta que se le lleve la contraria, ella mantiene las tradiciones, así es como hay que ser―.A Madre tampoco le gustaba la luz, ni a mí.
―A Madre…―Él calla de pronto, decide no discutir― ¿Avisaste a Cecilio como te dije en la carta? Quiero estar aquí el menor tiempo posible.
―Sí, me ha dicho que se llegaría después de misa de ocho. Sube la maleta al cuarto y mientras esperamos preparo un café.
Sin decir nada más ella baja el escalón que separa la entrada de la casa del paso que lleva a la cocina.
Ramiro, con paso lento, sube la escalera y se agarra al pasamanos como quien se agarra a una mano amiga. Al llegar al piso de arriba se dirige al cuarto que su hermana le ha preparado y sonríe algo al ver el balcón abierto y al sentir el olor de los jazmines y las rosas. Deja la maleta sobre la cama y se asoma pensativo al jardín. Observa que las plantas son las mismas de hace cuarenta años. Recuerda entonces sus ojos buscándolo desde allí, añorándolo por la imposibilidad de tenerlo.
Evelina ya ha preparado la bandeja con las tazas de porcelana fina, platitos para los dulces y servilletas de hilo. Ya ha colocado en la camilla de la salita de estar un mantel con olor a naftalina. Sólo falta que suba el café, y que la leche se caliente. También falta que llegue Cecilio.
Cecilio es el encargado de la casa, hijo del antiguo encargado y nieto del anterior. A Evelina le lleva las cuentas con atención y cuidado, nunca se tuvo que preocupar de aquello mientras vivieron sus padres, y al morir, éstos dejaron esos asuntos en manos de su fiel Cecilio para que ella siguiera tranquila. Todo igual, siempre igual. Vive holgadamente con lo que le da el campo y las rentas de las casas con inquilinos antiguos, además ella no gasta, sólo las compras diarias y las limosnas en la iglesia. De los arreglos en la casa se ocupa Cecilio, y Beltrán el jardinero. También viene Manuela para hacerle cada día la comida y la limpieza, Evelina sabe apenas preparar café y hacer camas, nunca necesitó aprender nada más.
Suena de nuevo la esquila. El encargado es puntual. Son las nueve menos veinte, acaba de terminar la misa. Hoy no se queda a la novena.
¡Ya voy!―A Evelina le gusta avisar su llegada a la puerta, es poco amiga de dar sorpresas.
Buenas tardes, señorita Evelina. ¿Llegó su hermano?―Cecilio es un anciano bien conservado.
Sí, llegó. Anda, pasa a la salita que he preparado un café de los que nos gustan.
― ¿Cómo está Don Ramiro? ―susurra él para que no resuene su voz en las bóvedas.
―Viejo.
Los pasos del hermano suenan ya en la escalera. No se ha cambiado de ropa, sólo falta la maleta.
― ¿Cecilio?
―Sí, Don Ramiro.
―Pero hombre, ¿qué es eso de Don Ramiro? Siempre fuiste mi amigo, la edad la tenemos parecida.―Cuando llega a la altura del anciano se abraza a él con verdadero afecto.
―Sí, Ramiro, pero han pasado tantos años y tantas cosas.―Cecilio no se encuentra cómodo con la situación. Es por la mirada áspera con la que la hermana observa la escena.
―El café se enfría―dice ella con retranca.
Los tres pasan a la salita y se sientan en silencio alrededor de la camilla. Evelina sirve el café, la leche, el azúcar y ofrece los dulces.
― ¿Perrunillas? ¡Cuánto tiempo! ―Ramiro elige una especie de galleta ovalada―.Bueno, ya sabéis que he venido para solucionar lo del huerto.
Hablar del huerto es destapar la caja de los recuerdos, de los malos recuerdos. Evelina piensa en lo que perdió, recuerda el vestido que llevaba aquél último día con él, el paseo entre las higueras, la suavidad de sus palabras. Muy alterada, dispara sin control.
― ¿Solucionar? ¿Después de cuarenta años vienes tú a solucionar algo? ¿Igual que solucionaste el entierro de Padre y Madre? ¡Solucionar!―La cara le arde y las palabras salen desde su estómago donde las ha tenido retenidas mucho, mucho tiempo―. Aunque nunca los quisiste, eso es así. Nunca quisiste a nadie…
―Mira Evelina que no quiero discutir.―Ramiro no se ha extrañado del arranque de su hermana―.Veo que no has cambiado. Ni siquiera los años lo han conseguido.
Ella obedece la orden no hablada de callar y comportarse con mesura. Su padre la enseñó a ser sumisa aunque la ira le altere la respiración, aunque esté roja de sofoco.
Él, volviendo al tema se dirige a Cecilio.
―Necesito arreglar pronto la venta del huerto. Tengo necesidad de dinero en efectivo dentro de dos meses y para entonces me gustaría que todo estuviera hecho. Antes habré vuelto a Sevilla, pero te dejaré encargado a ti del papeleo final. Hemos de ir al notario para otorgarte un poder especial. ¿Mañana es un buen día?
Cecilio está apurado y no sabe dónde mirar. Aún así contesta.
―Creo que sí, pero de todos modos hablaré luego desde mi casa con Paquita, la secretaria del notario, y ya te llamo.
― ¡No tienes vergüenza! Venir después de cuarenta años para esto, sólo por dinero. Sólo el dinero te importa. Si padre levantara la cabeza y supiera que quieres vender su huerto se moriría de nuevo.―Evelina no acepta los cambios y el huerto está ahí desde siempre.
― ¡Calla ya! ¡Tú y tus tradiciones! ―Ramiro pierde al fin la paciencia― ¡Las tradiciones destrozaron mi vida! No vas a ser tú quien destroce mi muerte.
Cecilio se levanta y con discreción anuncia que se va para llamar a la notaría y concretar cuanto antes la cita de mañana. Con tranquilidad camina para salir de la casa, lo acompaña Ramiro.
―Hasta mañana, amigo.
Cecilio le sonríe mostrando una gran falta de dientes y Ramiro se pregunta por qué no tendrá dentadura postiza. La noche ha caído sobre el pueblo. Al salir el anciano, cierra el portón de madera y la cancela de la entrada. Después sube a su cuarto, no quiere ver más a su hermana. El balcón continúa abierto y, aunque hace fresco, lo dejará así para que el aroma de las flores llene la habitación. Es lo único que le gusta de aquella casa vetusta.
Evelina refunfuña mientras recoge la bandeja y la lleva a la cocina. ― ¡Hoy no se cena! Ya está bien de aguantar― se dice―, si quiere algo que se lo ponga él.
Después enciende la televisión de la salita, hay una película. Seguro que es una película fea y mañana se tendrá que confesar con D. Joaquín. Pero la verá entera, siempre las ve. Así al terminar, adormecida, se va a la cama sin pensar en nada. Sin pensar en aquellos días. Ni en lo que pasó.

La mañana entra con fuerza por el balcón abierto del cuarto de los abuelos. Ramiro, despierto desde hace rato, decide levantarse temprano y visitar el pueblo. Quizá aún conozca a alguien, puede que haya quien se acuerde de él. Se asea en el cuarto de baño de arriba, con humedades y olor a moho. Cuando baja la escalera nota movimiento en la cocina y olor a café. Es Manuela que se ofrece para llevarle el desayuno a la salita. Después va a la calle. No hay mucha gente, pero no quiere encontrarse con su hermana y prefiere ir él mismo a casa de Cecilio para que le informe.
Evelina nunca se levanta temprano. Le gusta dormir hasta bien tarde, porque si no el día se hace largo, y más ahora que se acerca el verano. Ni siquiera la presencia de su hermano le hace perder el sueño. A mediodía se levanta con el pelo revuelto y los labios secos. Manuela le ha preparado el baño. Apenas se acuerda de la visita cuando la criada le dice que, por ser un día especial, ha hecho esa menestra que le sale tan bien y unos boquerones fresquísimos que compró en el mercado. De postre brevas y melocotones que Beltrán ha cogido esa misma mañana en el huerto.
El huerto.
¿Y mi hermano?
Salió temprano.
A eso de las dos de la tarde suena la esquila. Es él.
Avíseme cuando esté la comida, Manuela, por favor.
Descuide D. Ramiro. Su hermana preguntó por usted hace rato. Está en el jardín mirando las rosas, Beltrán dice que hay pulgón.
Pero él no la escucha. No quiere entrar en charlas con nadie, prefiere estar sólo. Desde la habitación observa a Evelina que habla con un hombre en el jardín; la misma escena de entonces. Debe ser Beltrán. Se acuesta sobre la cama, encima de la colcha de hilo, para ver si se le pasa el dolor. Sabe que a partir de ahora los dolores serán más y más fuertes, prefiere reservar los analgésicos para más adelante.
Cuando Evelina entra de nuevo en la casa, la mesa ya está preparada
Manuela, sube y llama a mi hermano. Vaya horas de llegar. Dile que no tarde, que la comida se enfría.
El comedor es una habitación aún más solemne que el resto de la casa. Una mesa grande y alargada rodeada de sillas isabelinas, y varios aparadores y vitrinas, no son suficientes para agobiar el espacio. Dos servicios individuales, uno en la cabecera de la mesa y el otro a su derecha, hacen ver que los únicos comensales serán los dos hermanos. Evelina se coloca a la derecha; a pesar de los pesares, su hermano es el varón de la casa y debe sentarse a la cabecera. Espera con impaciencia que aparezca él.
Buenas tardes, Ramiro. ¿Has dormido bien?
Bien, gracias. He salido temprano a ver el pueblo.
Manuela ha hecho un plato especial para ti. La menestra le sale riquísima, ya verás.
Los dos comen tranquilos, casi sin hablar. Saben que si no es así, los fantasmas del pasado los alterarían.
Comes poco, Ramiro.
Ya no soy un chaval. Los viejos debemos comer poco, las digestiones se nos atraviesan.
Padre tomaba bicarbonato.
Sí, ya sé.
¿Quieres café?
No gracias. Voy a dormir un rato. Si viene Cecilio me llamas, si no te importa.
Ramiro se levanta de la mesa. Evelina lo mira con indignación, pero no dice nada. ¡Cómo se le ocurre no esperar que ella termine el postre! ¡Su madre lo educó igual que a ella! Pero no parecen hermanos, no señor.
Al terminar, Manuela recoge los platos y ella va a la salita para mirar la tele. A esas horas hay un programa que le gusta, de mujeres que cuentan cosas. Enterarse de la vida de los otros le divierte, quizá es lo único que le divierte si no se cuentan los rezos y el jardín. Pero en el pueblo no quiere chismorrear, ella es una señora y no debe dar tanta confianza a la gente. En tiempos de su madre tenían amigas y familiares que alegraban las tardes de la casa, hoy ella se conforma con la televisión.
A eso de las siete de la tarde aparece Cecilio. Manuela, antes de marcharse, avisa a Ramiro.
Señorita, que ya me voy. Mañana es sábado y traeré churros para el desayuno; seguro que a su hermano le gustan. Adiós Cecilio.
Evelina tiene prisa, ayer faltó a misa por la llegada de su hermano y hoy no irá un rato antes, como suele, para rezar el rosario. No quiere dejar a Cecilio y Ramiro solos en la casa mucho tiempo, a saber qué harán si ella no está. Ya vio ayer lo poco que podía confiar en el encargado, tan amiguitos los dos. ¿Y si les da por enredar en los papeles del abuelo? Mejor cerrar con llave el despacho. ¡Y las joyas! La necesidad de dinero del hermano la preocupa, no vaya a ser… Mejor guardarlas en el despacho mientras no está. Falta media hora. Las voces de los hombres resuenan en la galería.
Cecilio, buenas tardes ¿Hablaste con el corredor? Cuanto antes pongamos en venta la finca, antes saldrán las ofertas.
Ya hay varias. Una, que me parece la mejor, es de Andrés Mejías. Quiere el huerto para hacerse una casa con piscina y todo. Las otras son algo más bajas, pero aseguran que pagan a tocateja en cuanto se firme la escritura.
¿Otra vez lo mismo, Ramiro?― Evelina aparece por el portón de la galería. Ya está arreglada para irse a la iglesia. Un traje azul bien planchado, el bolso colgando del brazo, los labios pintados y su perfume― ¡Parece mentira! ¡Tantos años para esto! Y tú, Cecilio, anímalo que es lo que falta ¿Ya no te acuerdas de lo bien que te ha tratado la familia? ¿Ya se te olvidó el respeto y la obediencia que debes a los antiguos?
El hermano parece cansado y no va a tolerar otra injusticia. Otra más.
¡A Cecilio lo dejas en paz, que bastante tiene con aguantarte!― Ramiro se dirige hacia su hermana amenazador.
¿Aguantarme? ¡No sé yo quién aguanta a quien en esta casa!― dijo como reproche.
Egoísta hasta la muerte ¿eh, hermana? Tanta tradición, tanto recuerdo,
¿Egoísta yo? ¿Y tú, que te fuiste para no volver? ¡Ja! Pero Padre y Madre no te extrañaron, tenían bastante conmigo.
¡Falsa! Me enfrentaste a Padre desde que naciste, pobre hombre manejado por dos arpías.
¡No te atrevas a decir siquiera su nombre! Mal hijo. Aquél día te fuiste para siempre. Ya Madre me lo advirtió.
Madre. Madre te envenenó desde la cuna.―Camina frente a ella con rabia y la hace retroceder hacia la cancela―. Espíritu retorcido. Aquél día viste pecado donde sólo había amor. Y él huyó por tu culpa. ¡Sí, él! Quitemos las caretas. Me enamoré de tu novio, mucho más lo quise que tú.
Evelina, acosada por Ramiro, pierde la compostura y el equilibrio tropezando sus tacones en las juntas del suelo.
¿Sabes?, cuando lo llevabas al olor de las rosas y los jazmines él pensaba en mí. Cuando le decías cursiladas él recordaba mis poemas, cuando le rozabas la mano él añoraba mi piel. ¡Le dabas pena, le dabas risa!
¡Bárbaro! ¡Demonio! ¡Él me quiso siempre pero nuestro amor era imposible! Sabía que Padre nunca lo hubiese admitido y se fue para no sufrir sin poder tenerme.
Ramiro ríe sincero
¡Estaba conmigo, ilusa! Aunque tú ya lo sabes, sabes que vivimos juntos hasta su muerte, sabes que nos quisimos sin…
¡Calla! ¡No mientas más! ¿Qué has venido, a amargarme la vida que me queda?― Evelina recobra la fuerza―. No lo conseguirás. Yo sé que eres malo, que eres el demonio. No debí dejarte entrar en mi casa.
―…nos quisimos sin reservas, y al morir su última mirada fue mía, sólo mía.
Ella lo golpea con un puño cerrado en la solapa de la chaqueta, en la cara. La rabia le arruga la boca y la voz se le afina ridícula. Es Cecilio quien sujeta su brazo, quien les pide que se calmen. Ramiro entonces da la vuelta y se dirige a la escalera. Evelina respira hondo y estira su vestido. Luego, como si nada hubiera ocurrido, ensaya una sonrisa. Abre la cancela y sale a la calle. Sus pasos son firmes. Con un movimiento algo lánguido va saludando a la gente que encuentra en el camino, apenas inclina la cabeza, como las señoras, porque ella es una señora. Luego, al fondo, en el pórtico de la iglesia, destaca su figura altiva entre las otras mujeres que, como ella, llegan a la misa de ocho.



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