viernes, 4 de diciembre de 2009

Tren nocturno, segunda clase


En aquella ocasión viajaba acompañada por una pareja de palomas mensajeras. Desde que por diversos infortunios tuve que trasladarme a vivir a Barcelona, el tren nocturno que hacía viaje día sí día no a Sevilla se había convertido en un lugar común. El traqueteo y los vaivenes se incrustaron tanto en mí que acabé por padecer unos temblores entrecortados que todos achacaban a mi añoranza del sur.
Pero esa noche nada era igual. El encargado de taller de la fábrica textil Mas y Balaguer donde yo trabajaba de ayudante de telar, me había propuesto matrimonio. Martí Capdevila i Forner era un hombre bueno que rondaría los cincuenta años, escaso de pelo y más escaso de ideas. Yo procuraba mantenerme distante en las muchas ocasiones en que él requería mi presencia ya fuera para explicarme el uso de los telares, interesarse por mi salud o enumerarme sus nuevas adquisiciones en ladrillo. Pero cuando nuestras miradas se cruzaban, en sus ojos insípidos brillaba un no sé qué que me impulsaba a desviar de inmediato la atención de los míos. La última tarde, antes de apagar las máquinas, me llamó a su despacho. Con una sonrisa blanda, oliendo a colonia de baño quizá para esconder el aroma de la grasa en sus manos y retocados a conciencia los rizos que aún colgaban por su nuca, me recibió en la puerta. Me pidió que me sentara, que lo escuchara, y sin más me declaró su amor sincero. Acorralada entre las cristaleras de la puerta y los tentáculos de aquel hombre bueno le dije que lo pensaría y huí, después, volver a Triana dejó de ser un sueño para convertirse en una necesidad. Por eso aquella noche nada era igual, viajaba con una pareja de palomas mensajeras y sería un viaje sin retorno.
Estaba oscurecido cuando llegué a la estación de Sants, era invierno. Tenía el tiempo justo para coger el tren y subí al vagón de cola con la intención de llegar a mi asiento caminando por el interior, pero la maleta de cartón piedra y la cesta de las palomas me impedían avanzar, por eso decidí volver al anden y aligerar el paso antes de que dieran el último aviso a los pasajeros. El billete indicaba claramente: “ segunda clase, coche tres, compartimento siete, asiento cinco”. Un revisor vestido con uniforme azul marino y gorra de ferroviario me ayudó a subir el altísimo escalón del tren, luego me indicó el asiento. Me sorprendió la vejez del revisor, parecía pasar de los setenta y aún seguía acomodando pasajeros en el tren nocturno. De pelo blanco amarillento y andares renqueantes, vestido con aquel uniforme intachable, parecía una estampa de otros tiempos. Era la primera vez que lo veía a pesar de las numerosas ocasiones en que había tomado aquel tren, supuse que tendría adjudicados turnos en fechas en que yo, por mi trabajo, nunca viajaba.
El compartimento siete estaba vacío. Era uno de los que formaban en hilera el vagón de segunda clase. Como todo el tren, era de madera oscura y luces sombrías, de olores a grasas de freno y a vejez. Tenía dos bancos corridos a cada costado tapizados de skay burdeos, al fondo una ventana amplia, abatible sólo en parte, que ocupaba casi todo el frontal y que comunicaba aquel mundo con una sucesión de paisajes veloces en el exterior. Cuando el tren salía de Barcelona, de noche, la ventana reflejaba la luz enfermiza del interior y, si había más pasajeros, sus figuras abandonadas al movimiento, sin quejas, intentando atrapar un sueño que se resistía a cada sacudida de las ruedas sobre la vía. Pero aquella noche el compartimento número siete estaba vacío. El viejo me ayudó a colocar la maleta en la rejilla portaequipajes que se sostenía sobre los asientos y señaló la cesta sin saber qué hacer.
-De esta me ocupo yo, muchas gracias- dije al viejo antes de verlo salir renqueante del compartimento.
Cerré la puerta corredera y eché las cortinas pardas, raídas, que colgaban plegadas a cada uno de sus lados. Luego coloqué la cesta sobre el asiento orientado hacia el origen. Yo me senté enfrente y, al notar el viento que entraba por la ventana entreabierta, sentí que encaraba el destino como una metáfora de mi vida. El tren comenzaba a moverse después de sonar un pitido chillón en el andén. Cerré la ventana porque el frío era intenso, esperé hasta asegurarme de que todos los pasajeros se habían acomodado en sus asientos y ninguno entraría en aquel remanso que ya había hecho mío. Apagué la luz para contemplar las luces de Barcelona que pronto desaparecerían detrás de la niebla. Pasado un rato, amoldé mi bolso de mano al lateral del asiento que daba a la ventana y, envolviéndome a conciencia en mi abrigo de paño beige, me tumbé utilizando el bolso de almohada. Entonces recordé a las palomas.


La cesta de vuelo en que transportaba a la pareja de palomas mensajeras era de mimbre y cuero. Mimbre el entramado, cuero las bisagras y correas. Estaba cubierta por una funda de lona densa, de color verde hierba, que impedía la entrada de luz para así evitar el gorjeo continuo. Las había conseguido a través de un compañero de telares, éste recibió un soplo según el cual se encontraban a buen precio palomas mensajeras para cría, excelentes ponedoras y de procedencia imprecisa, en un mercadillo ilegal de San Adrián del Besòs. Según el compañero de telares podría ganarles un dinero sustancioso vendiéndolas a algún entendido y yo sabía que en la comarca del Aljarafe había mucha afición al vuelo de palomas. Con lo que sacara lograría sobrevivir un tiempo hasta encontrar un nuevo trabajo.
Levanté la funda para comprobar que seguían bien. El doble fondo de la cesta tenía restos de comida y excrementos, en el bebedero había suficiente agua para aguantar unas horas. Más tarde, lo rellenaría en el aseo del vagón. Saqué de mi bolso un paquete de semillas y lo volqué en el comedero. Las palomas comenzaron con su gorjeo y preferí volver a taparlas antes de que el revisor apareciera. De nuevo me tumbé arrullada en el abrigo e intenté conciliar un sueño que no llegó. Martí Capdevila y Forner venía a mí haciéndome sentir culpable por huir y arruinar su vida. Culpable por haberlo enamorado sin querer, por hacer que a sus cincuenta años la caída fuera insalvable. También me rondaban el futuro incierto, las miserias de la tierra y mi familia. Pero tenía las palomas.
Viendo que el sueño no me vencía decidí rellenar el bebedero. El traqueteo del tren me hacía dar tumbos entre las paredes del pasillo cuando iba al aseo. En el primer compartimento, junto al rellano, pude ver al revisor que, con la mesita plegable abierta ante él y una servilleta de cuadros colgando del cuello de su chaqueta, comía de una fiambrera metálica. Olía a tortilla de patatas y a pan tierno.
-Que aproveche- le dije.
-Gracias mujer. Si gusta- contestó ofreciéndome la fiambrera con la boca llena.
-No gracias, ya he cenado- mentí.
Cuando regresé a mi departamento las palomas gorjeaban ligeramente, quizá animadas por una rendija de la funda que dejé levantada. Volví a colocar el bebedero y controlé que la comida estuviera en su sitio. Las observé. Una era blanca toda, de pico y patas rosas, de pecho potente. La otra era oscura y más estilizada, también más nerviosa. No reconocí al macho, tampoco a la hembra. La segunda tenía en la pata un canuto de madera, parecía una pata de palo. Cogiendo al ave pude leer sin esfuerzo en una placa pegada a la madera: “Ejército de tierra. Sección Colombófila R.T.E. 22.” Me pregunté de dónde las habría sacado el vendedor e imaginé historias de batallas y traiciones, de espionaje internacional. Entonces se me ocurrió hacer algo que iba a cambiarlo todo.
Busqué una libreta en mi bolso, un bolígrafo y escribí con letra pequeña: “Sospechoso controlado. Tren Barcelona-Sevilla esta noche. Disfraz revisor viejo. ¡Actúen!” Después arranqué la hoja y le recorté los bordes. Enrollé la misiva y la introduje en el canuto de madera. No sé por qué lo hice, quizá por aburrimiento, quizá porque el destino me empujó. Cerré con cuidado el tubito y dejé de nuevo la paloma en la cesta. Luego la cubrí con la funda y me quedé dormida.


Sin saber cuánto tiempo habría pasado desperté con un brazo entumecido y dolor de cabeza. Tenía una sensación rara, como si hubiera dormido muchas horas. Hacía frío y me levanté para comprobar que la calefacción funcionaba. Encendí la luz para localizar las rejillas por las que tendría que salir el aire caliente y entonces me di cuenta. La cesta de las palomas había desaparecido. Absurdamente busqué por el suelo, debajo del asiento, incluso en el portaequipajes, pero no estaba. Aturdida me senté un momento sin saber que hacer, luego salí inestable para buscar al revisor. Lo encontré durmiendo en el mismo lugar donde antes lo había visto comer. Se había desabrochado los botones más altos de la chaqueta y respiraba tranquilo recostado sobre el reposacabezas del asiento. La boca abierta, el pelo canoso lo tenía revuelto y grasiento. Volví a preguntarme qué haría allí. Lo llamé, tuve que zarandear su hombro para que despertara.
-Me han robado- le dije.
-¿robado?
-Sí, una cesta.
-¿Miró bien?
Yo asentí.
-Bueno- dijo resignado- habrá que mirar mejor.
Al salir al pasillo decidió colocarme delante de él, parecía utilizarme de escudo.
- Puede que haya sido la banda del Pere.
-¿El Pere?
-Suben al tren en el apeadero de Albuixech, no sé cómo lo hacen. Luego bajan antes de llegar a Valencia Norte, cuando la máquina reduce la marcha en el cambio de agujas.
-¿Pero, si saben todo eso cómo no lo impiden?
-Llevan armas- me dijo muy calmado, como si estuviera describiendo su color de pelo o la altura de sus aspiraciones.
-He hecho muchas veces este recorrido y jamás me he topado con el tal Pere – respondí incrédula.
Él se encogió de hombros.
Estaba molesta, no sólo por haber perdido el único bien del que disponía para asegurar mi futuro. También me molestaba el andar torpe del viejo, su historia sin sentido ¿Qué se creía? ¿Tan ingenua le parecía? La banda del Pere, menuda patraña.
Llamamos a la primera puerta cerrada y la abrimos con precaución. Estaba oscuro. Una pareja dormía acurrucados el uno con el otro en el asiento de la derecha, a la izquierda una niña estaba tumbada, cubierta por un abrigo de hombre. La pareja se alarmó . El revisor les preguntó si habían notado algo extraño, había habido un robo. Aturdidos como yo misma al despertar, tardaron un rato en reaccionar.
-¿Un robo?- dijo el hombre.
-¡Mi bolso, Juan! ¡Qué no tengo el bolso!- gritó ella.
El bolso de aquella mujer, y los bolsos, carteras y pertenencias varias de diecisiete pasajeros de la segunda clase, coche tres, del tren nocturno que nos llevaba de Barcelona a Sevilla, habían desaparecido sin que nadie hubiera notado nada, sólo un sopor extraño al despertar. El revisor organizó la búsqueda empujándome a una aventura que me venía grande. Dentro de los compartimentos no había señales del saqueo, las puertas seguían cerradas y las luces apagadas a aquella hora de la noche. Alguien dijo que había que buscar en el resto del tren, alguien dijo que había que registrar los aseos, los almacenes, la cafetería, incluso las literas y camas de la primera clase. Pero no hizo falta. El primer bolso apareció en el rellano del lado norte del vagón. El resto se repartía entre el aseo de aquel lado norte y el aseo del lado sur. Carteras vacías, bolsos sin monederos, sin recuerdos ni billetes de vuelta. Y de mi cesta, las palomas mensajeras habían volado.
El pasajero del compartimento doce, secretario del Ayuntamiento de Alcalá de Guadaira para más señas, organizó la lista de objetos robados, determinó la hora del robo y apuntó con todo detalle las distintas versiones de lo ocurrido; habría que poner una denuncia al llegar a Sevilla. Las dos hermanas de la Cruz del diez tranquilizaban al pasaje a base de reliquias y rezos, tres niños perplejos, dos abuelos indignados, algunas mujeres asustadas y un grupo de cinco soldados de reemplazo con mucha guasa, completaban la población del vagón de segunda. Parecía evidente que el revisor tenía razón. Por muy peregrina que fuera aquella explicación, no había otra mejor. Nos quedó claro que la banda del tal Pere había conseguido un buen botín en aquel saqueo, tanto como cincuenta mil pesetas mal contadas, los cinco billetes de vuelta de los soldados, un reloj, una máquina de forrar botones, una caja de “Jaumets” y dos palomas mensajeras. Según el revisor aquello era habitual, y lo habían comunicado a la Guardia Civil, pero nada. Decía el viejo que a la compañía ferroviaria no le interesaba que se supiera y movía los cables necesarios para acallar cualquier rumor. Y que él ya era viejo para enfrentarse, que si lo hubieran cogido más joven otro gallo cantaría. Creía que se daban al arte del hipnotismo, o que tenían un sistema para hacerse invisibles, como los magos, porque nunca nadie los vio, ni siquiera él.
Pasaban de las cuatro de la madrugada cuando una calma resignada volvió al vagón. De vuelta a mi asiento aún era noche cerrada y la luna apenas iluminaba el paisaje. Para no pensar en el futuro, y con el estómago revuelto, me entretuve en imaginar a la banda de salteadores. Los imaginaba con mallas negras de cuerpo entero como ladrones de guante blanco, trepando al vagón de cola, hipnotizando al pasaje con sólo un suspiro, abriendo con tal cuidado las puertas que ni el aire se inmutara y llevándose lo único que yo tenía: un par de valiosas palomas mensajeras. Y me pareció imposible, o de ser cierto, que entonces todo era posible en aquellos trenes nocturnos, en horas de brujas y misterios. Llamaron a la puerta.
El revisor apareció con su gorra.
-He pensado que quizá quiera usted compañía, después del susto.
Yo no estaba muy segura de necesitar compañía, pero le dije que sí, que se sentara.
-Estos viejos trenes son así. Pasan cosas, que se lo digo yo- me decía, y mirando a su alrededor- Les queda poco tiempo, pronto irán al desguace.
Pensé que era una pena. El tren era viejo y sucio, sí, pero también estaba lleno de nostalgia, de encanto. Los nuevos coches no serían lo mismo, más cómodos, más rápidos quizá, pero no serían lo mismo.
-¿Hace mucho que trabaja usted aquí?- pregunté al viejo.
- Ni me acuerdo, tanto hace. Pero sin turnos diarios, por eso he podido dedicarme a otras cosas.
Él esperaba que yo demostrara interés por esas otras cosas, pero no pregunté. Pensaba en mi madre, me esperaría en la estación porque la había llamado desde Sants. Imaginaba su figura redonda, el moño estirado y el alivio de luto del que no se desprendía desde la muerte de mi padre hacía ya trece años. No sabía cómo iba a decirle lo del trabajo. Aún tenía algo de dinero en el bolso que, por suerte, no habían encontrado. Con eso podríamos aguantar hasta que yo encontrara un nuevo trabajo, si hacía falta volvería a limpiar por horas.
-¿Vive usted en Sevilla?- preguntó el viejo
-Desde hoy. Vuelvo para quedarme.
-¿Y Barcelona?- aunque me sorprendía la curiosidad del revisor no me importaba responder, casi me servía para lavar mi conciencia.
-He dejado mi trabajo allí. Trabajaba en telares.
-¿Ahora qué?
-No sé qué pasará. Creo que las cosas no han cambiado mucho en los tres años que llevo fuera. No me gustaría tener que irme de nuevo.
El viejo pareció agradecer mis explicaciones. Me fijé mejor en él y, además de su pelo ralo y amarillento, tenía unos ojos llamativos. Muy verdes, muy vivos a pesar de los años. Sus manos también llamaban la atención, de dedos finos y movimientos delicados, no se parecían a las de Martí Capdevila i Forner .
-Quería pedirle algo.
Me sorprendió su solicitud.
-Necesitaría que llevara este sobre a un amigo de Sevilla ¿Podría?
Alargué la mano para coger el sobre. Tenía un nombre y una dirección escritos: Sr.D. Carlos Márquez Santero, Teatro Imperial, Sevilla. Lo guardé en mi bolso y le prometí que lo llevaría al día siguiente. Él me sonrió y me alegré de poder hacer algo por él.
-Tengo que dejarla, estamos llegando a Córdoba- dijo poniéndose en pie- Pasan ya de las siete, no hemos notado el amanecer con tanta charla.
El viejo salió dejando la puerta abierta. Por la ventana el campo se veía blanco por la helada. Se comenzaban a ver los primeros edificios antes de llegar a Córdoba, primero algunas casas repartidas aquí y allá, luego polígonos industriales, barriadas marginales, y los aledaños de la estación. El tren aminoró la marcha cuando se disponía a entrar en el rail de acceso. Vagones de mercancías, oxidados, parecían abandonados en las vías muertas. Luego los andenes. No había mucha gente, sólo algunos viajeros que esperaban para subir y varios guardias civiles con sus tricornios de charol. Su número aumentaba a medida que nos acercábamos a la parada, me extrañó, imaginé que algo debía ocurrir. Cuando se abrieron las puertas hubo gritos en el rellano del vagón, asomada a la puerta pude ver cómo una pareja de guardias detenían al viejo revisor, le colocaban unas esposas llevando sus manos a la espalda.
Inmediatamente recordé a las palomas, el canuto de madera, mi ocurrencia, el mensaje: “Sospechoso controlado. Tren Barcelona-Sevilla esta noche. Disfraz revisor viejo ¡Actúen!”
-¡No!- dije dirigiéndome a los guardias civiles - ¡Todo es un error!¡Es culpa mía!
El guardia que tenía sujeto al revisor me dijo que me alejara, que aquello no tenía nada que ver conmigo.
-¡Él no ha hecho nada! ¡Escribí aquel mensaje sin saber que pasaría esto, sólo es un error!
El guardia civil me dijo que no sabía nada de ningún mensaje, que no había error posible. Al fin lo habían pillado, habían encontrado el material robado en su maleta.
-¿El material robado?- pregunté como una autómata.
-Sí, pero si lo quieren recuperar tendrán que ir al cuartelillo.
-¿Recuperar?- volví a repetir. Luego, pregunté al viejo que me miraba con media sonrisa-¿Y mis palomas?
-Volaron.


Al día siguiente llevé la carta como había prometido al viejo, a pesar de todo me entristecía lo ocurrido. Intenté justificar de mil maneras aquellos robos, por su vejez, por su cansancio, por su andar renqueante. Cuando llegué al Teatro Imperial pregunté por D. Carlos Márquez Santero y éste me recibió en su camerino. En la puerta un cartel escrito con letras brillantes decía: “ Santorini: Hipnotizador y Mago” Llamé sólo una vez antes de que la puerta se abriera. Un hombre joven y alto, vestido de frac, me dijo que pasara.
-No hace falta- contesté tendiéndole el sobre- Creo que esto es para usted.
Él lo cogió y leyó el nombre del destinatario. Luego lo abrió y sacó una carta.
-Si no quiere nada más, tengo que irme.
-Pase un momento, por favor- cogiéndome del brazo me hizo entrar en el camerino- El maestro me dice que usted busca trabajo, que es la ayudante que necesito.
-No puede ser. Debe referirse a otra persona.
-Es usted. La descripción no deja lugar a dudas.
-Pero...
-Bueno, ¿acepta?
Y sin saber qué me impulsaba a hacerlo contesté.
-¿Podríamos empezar por los trucos con palomas?

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