domingo, 27 de diciembre de 2009

Viar



Marcelo ha muerto, pero es tan corto el tiempo desde entonces que todavía es fácil pensar en su respiración y su sonrisa. Todavía la rutina no ha cambiado y permanece mi costumbre de sentirlo como un elemento más de este paisaje adorado.

 Viar es seco. Está lleno de encinas viejas que se retuercen hacia el cielo y hacen sentir la dureza de la tierra que tan pobremente las alimenta. En verano, el manto amarillento que se extiende bajo los árboles absorbe los movimientos, ensordece los ruidos, elimina cualquier síntoma de vida. De día el calor es fuerte, el pensamiento se aletarga esperando el viento de la noche; pero más tarde, la luz de la luna o de montones de estrellas acompaña el cambio de mi tierra oscura. Es entonces cuando el vapor que sube desde el suelo caliente, gira en el aire haciendo señales al viento que llega muy despacio para llevárselo a la liberación de la luz fría. Y se oye cómo se estiran las plantas, cómo las ramas anquilosadas cambian dolorosamente de posición. Se oye el crujir de las hojas secas pisadas por los animales que salen, al fin, de su escondido sueño.

Pero hoy es invierno. La tardía humedad ya ha oscurecido el polvo de los arroyos antes inexistentes; la hierba moja mis zapatos cuando bajo por la ladera hacia el Tamujal. Esta es la parte de Viar más cercana a la casa; está llena de recuerdos que, enraizados como árboles inmóviles, no dejan que corra ligera y arañan mi cara con sus ramas bajas. Hasta los más lejanos detalles del tiempo pasado aquí me azotan el pensamiento haciéndome vivir la vida en un instante. Vuelvo a sentir la presencia de mi padre en la lluvia que se pega a mi piel.


Su figura grandísima se inclina para apoyarse en el bastón mientras mira callado cómo se va acercando Antonio desde la casilla. Los movimientos son tranquilos, supongo que es por la inclinación del terreno. Los veo cuando se acercan al río para ver si la lluvia de los últimos días ha llenado la charca. Van vestidos con colores oscuros, pantalones de pana o de franela, chaquetas de lana y los sombreros. Antonio una gorra, mi padre nunca sale de casa sin su mascota de fieltro gris.


El ruido de los cencerros golpea mis sienes, siento miedo cuando las vacas rojas se acercan a mí con los ojos fríos. Huyo hacia la casa recibiendo nuevos golpes en mi memoria.


Mientras subo por la ladera voy mirando la hierba húmeda bajo mi sombra. Donde mis hermanas han clavado el cuchillo para llevar un trozo de suelo al belén hay descarnadas heridas, hondos huecos marrones de tierra y agua. Llegamos todos juntos al patio, excitados por esa vivacidad que da la creación de algo. Los primeros llevan la espuerta cargada de hierba y piedras, y en la entrada se amontonan las ramas de pino que los varones cortaron antes. Mamá y Tere ponen en la mesa montes, árboles y un río. Saben bien cómo hacerlo y luego,en la esquina, van formando un hueco recogido que cubren con altos matorrales. El camino de piedras se acerca a la laguna y allí choca con el brillante espejo del agua. Con movimiento rápido van surgiendo las figuras estáticas, paradas por una mano que las hizo de barro. El olor de tierra mojada entra fácilmente en mis pulmones que lo esperan desde hace un año. Y cuando ya nada se mueve, me quedo sola, incluida en la historia recién inventada.

Luego la oscuridad del corredor me empuja hacia la cocina, allí oigo la voz de Paca que me llama. Sus ojos amarillos se llenan de complicidad cuando me ofrece una taza de espesa nata. Sabe cómo me gusta tomarla con azúcar dulcísimo, y siento que mi boca se derrite mientras la gordita figura se inclina alegremente para saludar a sus gatos.


La cocina grande es la habitación de la casa que más me gusta. Siempre silenciosa y oscura. Al fondo, la chimenea atrae a todo el que se adentra en esa paz. Sentada en una silla verde de enea, delante de la chapa cuadrada que siempre ha soportado el calor de las brasas, vuelvo a ver el fuego rojo y a oír el chispeante crujir de las maderas ardientes. El fuego pincha mi piel, y así, me hace llegar más dentro de la luz cambiante. Las llamas tienen formas tan veloces que la atención tiene que ser absoluta para captar todas las extrañas esculturas. El vértigo me ata fuerte al asiento mientras mis ojos obsesionados quieren entender el lenguaje de este movimiento. Permanece así mi mente mucho tiempo. Pierdo el sentido de los minutos, y se agolpan todas las historias como vividas a la vez, como si la evolución no se hubiera producido. No puedo distinguir a las personas que ahora me rodean. Hablan entre ellas mezclando las conversaciones, mezclando los años, aunando el tiempo. Y yo tengo todos los sentimientos. La presión crece. No me resisto y corro hacia la lluvia para que mis lágrimas se mezclen con el agua que cae de los canalones del tejado. Marcelo ha muerto. Me acerco a la verja del patio para mirar la casilla. La soledad se ha apoderado de Viar. Es difícil permanecer impasible mientras se degrada el pasado, y quejidos de impotencia salen de mi espíritu cuando recorro con la vista el alto perfil oscuro de las montañas que me rodean.



Viar es una dehesa extremeña en el término municipal de un pueblo al que nunca he ido. Cuando necesitamos un espacio más poblado vamos a Llerena, o a Pallares los días de misa. Para llegar a Viar el viaje es interminable, un continuo cambio de carreteras hasta el carril. Sorprende ver cómo cambia el paisaje a medida que nos acercamos a la zona desde Villafranca. Primero es llano, olivos, viñas, sembrados de trigo verde y amarillo, repoblaciones de eucaliptos dañinos en las primeras pendientes. Cuando se empiezan a distinguir los montes en el cercano horizonte, el color pasa a ser marrón de tierra y verde oscuro de hojas de encina. Cercas de piedra en las que nace cada invierno un musgo espeso en sus numerosas roturas. Las casi inexistentes casas que nos encontramos por el camino, son blanca y vacías. Llenas de desconchados en la cal vieja, y vacías. Parece que el silencio es el habitante permanente de estos cerros.
Detrás de una de las curvas retorcidas está la entrada al carril que, casi oculto, nos anuncia ya el aislamiento de la casa. El carril, camino de tierra y piedras descarnadas, tiene tres cancelas que intentan evitar la contaminación de Viar.
Se cruza la primera cancela y se ve, a la derecha, alta, la casa de tía Mariana. Es blanca y grande, tiene el aspecto de casa deshabitada que le dinero mantiene ilesa. Siempre miro como encantada las paredes lisas, los muros cuidados, los árboles. Son árboles frescos que suenan como campanillas cuando el viento los sacude. Rodean la casa y los otros edificios del cortijo. La capilla, las cuadras y también el palomar, tienen un aspecto misterioso detrás de tantos papelillos verdes, cristales finísimos, prismas que pintan las paredes con todos sus colores vivos y cambiantes. Son juegos de sombra y luz que siempre miro extasiada hasta que me ciegan las curvas del camino.
Con mi padre entré una vez en aquel misterio. Tía Mariana, triste señora amable, nos recibió con su traje negro en el descansillo de la escalera. Sentada en la camilla de la salita, con una luz muy suave que venía desde el balcón, los oía hablar de sus vidas. Me gustaba más mirar el patio desde la altura mientras sus voces graves daban un apoyo melodioso y blando a mis sueños. Siento todavía el picante calor del brasero en mis piernas.


Mi padre acaba de mover las brasas con la badila. Hace frío fuera, pero en el salón el ambiente es cálido. Huele a humo, los muebles oscuros y silenciosos están atentos a las órdenes de su señora. Hay fotografías sobre la chimenea, y una lámpara de cristalitos cuelga de la mitad exacta de la bóveda. Cada rincón está lleno de detalles empolvados que me entretengo en buscar, como un juego, como seguir con un dedo cercano a un único ojo abierto, el dibujo geométrico de las baldosas del suelo.
Tía Mariana es prima de mi padre y mucho mayor que él. Cuando su dulce sonrisa me dice cómo estoy creciendo, mi padre me mira contento desde el otro lado de la mesa. Siempre me siento feliz cuando recibo este regalo, es como si me ofreciera su vida, como si por un instante fuera sólo mío. Al lado de mi tía es fuerte y grande, y su voz es grave. El pelo blanco antes era oscuro, pero yo siempre lo he conocido así. Tiene unos preciosos ojos negros, y por su cara envejecida sé que las cosas no le van bien. Me siento impotente frente a sus escondidos dolores, no los entiendo y los odio. Se revuelven las ideas en mi mente y salen por mis manos y mi frente sudorosa. Dicen que cuando se es niño es fácil odiar con fuerza y olvidar después.


El camino parece infinito antes de llegar a Viar, las ruedas lo aplastan torpemente intentando seguir siempre sus absurdos pliegues. Lo primero que se ve es la cerca de arriba. Parecen las ruinas de una antigua muralla cayendo lentas y abatidas por la ladera, por la pendiente más suave del monte sobre el que se apoya la casa. La amplitud de la pradera cercada permita a los animales que siempre hay en ella, correr hasta agotarse. Beben en la pila que hay junto al pozo, o en los abrevaderos de latón de las ovejas. Es fácil encontrar allí al burro maniatado y grupos de borregos blancos y patilargos detrás de sus viejas madres.
Al patio se accede por el último trecho del carril. Es un mirador amplio, redondo, rodeado de una verja verde de puntas afiladas. Allí encontraron a Marcelo, sobre la tierra que tantas veces había estrujado con sus pasos fuertes. Los perros se le acercaban buscando algún sonido en su mirada.


Los perros de Viar siempre han sido especiales. Me gusta pensar en las pesadas carreras de los mastines entre las encinas, en los feos perritos nerviosos que salen al paso de cualquiera demostrando su presencia. Un continuo juego entre las patas de las vacas, entre las manos de los habitantes de la casa.
También están las hormigas. Cuando se es chico y observar a las otras personas supone un esfuerzo inútil, es más cómodo y divertido mirar el suelo. Se conoce cada hueco, cada ruta permanente de las hileras larguísimas de hormigas. Las hay negras y rojas, unas pequeñas y otras grandes. Mis hermanos las obligaban a pelearse.



En cada mano, aprisionada entre dos dedos, tiene una hormiga gorda que se resiste con el movimiento insonoro de sus patitas. Manolo, Álvaro, Ramón y yo estamos agachados sobre las lanchas de pizarra del porche. Somos los más chicos de la casa. Nuestra curiosidad y nuestros gritos hacen que la tensión crezca y por fin los dedos de mis hermanos abrazan, forzosa y violentamente, a las dos hormigas. La lucha es inevitable. Retuercen sus cuerpecitos de bolas negras, se patean la una a la otra intentando mantener el equilibrio y las pinzas de sus bocas lanzan ataques al aire. Cuando consiguen separarse huyen nerviosas y se pierden entre sus compañeras en el cortejo. No deja de sorprenderme el silencio de estas luchas.
En las entradas de los hormigueros, los bichitos, con sus movimientos entrecortados, entran y salen metódicamente. Ninguna se pierde, ninguna rompe la continuidad. Pero si tapamos el hueco todo se revoluciona, el suelo de alrededor se tapiza de un dinámico color negro que sólo desaparece cuando el paso es otra vez libre.


Enfrente de la casa está el palomar. Tiene un nido de cigüeñas sobre el tejado, pero ahora está vacío. Detrás el terreno se suaviza, las pendientes casi no se notan y las encinas han dejado su lugar a las retamas que forman una maraña nebulosa y dulce. En las orillas de Tamujal las ramas de espino se espesan formando una valla difícil de atravesar. Era divertido buscar un paso, y, colocando piedras resbaladizas, cruzar el riachuelo.


La risa de Cecilia me pone muy nerviosa. Lo normal será que mis botas marrones resbalen y caigan al agua torpemente. Ahora estoy colocada de un modo tan extraño que es mejor no moverse. La pierna derecha, muy valiente, ha conseguido avanzar y posarse en una piedra firme y picuda, la izquierda, tan lenta como su dueña, se ha quedado atrás indecisa y tiritando. Ceci tira de mi mano con fuerza, no sabe que mi equilibrio peligra porque no para de reír. Por fin la pierna izquierda se lanza atolondrada y la bota se introduce limpiamente en el agua clara. Ahora yo también río, reímos tanto que caemos sobre al hierba sujetándonos la tripa. La risa nos ablanda, termina siempre en una especie de suspiro agudo y leve que nos deja calladas y sonrientes, con las fuerzas agotadas. Sería más agradable ahora dormir junto a mi hermana que levantarme y seguir andando.

Siguiendo el curso del Tamujal se llega a la Junta, donde se unen nuestros dos ríos formando una laguna pequeña pero honda. Siempre hay sombra allí, porque una imponente pared de piedra protege el lugar de la luz del sol. Como es invierno la superficie de la laguna tiene un carámbano bastante firme.


Álvaro intenta mantenerse encima del hielo, Ramón lo sigue. El mayor, tan delgado, tan nervioso, salta rozando apenas la superficie, pero Ramón tiene pocos años y la pesadez de los niños chicos. Súbitamente el suelo se abre y mi último hermano se hunde hasta las rodillas en el agua helada. Se oyen riñas y gritos, pero la protectora Inés busca rápidamente una solución. Las piernecitas desnudas de Ramón encima de la hierba parecen tan tímidas y asombradas como sus ojos. Inés las envuelve en bufandas y pañuelos, y se coloca al niño en la espalda para seguir el paseo.

Viar no es sólo su paisaje. De la cima de los montes, mezclados con el olor de las jaras vienen los espíritus de sus antiguos habitantes. Han elegido Viar como morada eterna y dan una atmósfera fantasmal a las noches del cortijo. Se esconden detrás de las puertas que atravieso, en las fotografías antiguas, en los espejos. En el humo de las velas encendidas, en su luz cambiante y en los confusos ruidos. Me han acosado obsesivamente toda mi vida, aún ahora siento sus miradas y sus caricias en mi mente. Todavía hoy los latidos se aceleran, la respiración pierde su compás tranquilo y tengo la necesidad imperiosa de sentirme acompañada por algo vivo.


Llamo angustiada a mi madre. Cuando oigo su voz los fantasmas desaparecen y puedo dormir tranquila. La voz de mi madre es el bálsamo sosegado que necesito ahora, cuando entre las sombras oscuras del cuarto figuras desconocidas y vaporosas tratan de introducirse en mi almohada. Pero es Dolores la que me tranquiliza hoy hablándome de felicidades futuras, me habla de viajes a tierras lejanas y de cuentos maravillosos. Ya puedo dormir acompañada por la vigilante historia que inventa mi hermana, las palabras suaves entran en mi corazón y dulcemente lo adormecen. Ahora es todo muy real.

Es posible que algunas de las vidas que vagan por Viar se hayan metido tanto en nuestras mentes que nosotros seamos su prolongación. Puede que sea el modo de encontrar la eternidad. Imagino a mi abuelo mirando a Cristóbal, parece que mi hermano ha vivido desde hace mucho tiempo. Quizá es porque fue el primero que trajo a casa un niño de la nueva generación, el primer niño con el que me sentí mayor. También sé que la dulzura de Pilar existe desde siempre, sus ojos claros, su piel blanquísima, y que algo de mi padre continúa en Manolo.
El pasado está incrustado en las piedras, cada segundo que pasa se escribe en el suelo y en nuestra memoria. He oído hablar de Viar muchas veces, historias nuevas y viejas. El pasado, incluso el más antiguo, el que nadie conoce, está grabado en nuestras mentes y nos obliga a soñar con la tierra. Viar se fija con luces llamativas entre los recuerdos de cualquiera que pisa su sus piedras. Antonio y Paca, la Seño, todos los que conocen Viar aunque sea muy poco, pertenecen a su aire y así se eternizan.
Dentro de poco vendrán otras personas a cuidar Viar, cambiarán las costumbres y seguramente se irá recuperando el antiguo esplendor de la casa. Nos acostumbraremos a la nueva época y volverá a dolernos el pensamiento cuando inevitablemente termine. Pero las encinas no cambiarán, ni el calor del verano, ni las heladas del invierno. Al final todo no será más que aire entre las jaras. Ahora Marcelo ha muerto y su voz de humo sólo se oye por los montes de Viar.





4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho Pina. Tiene mucha verdad este cuento, no es fácil porque no pasan muchas cosas pero está hermosamente escrito. Bien hecho. Y feliz año, claro.

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  2. Muchas gracias, Jesús. La verdad es que, como aprendí con J. Sagarna, más que un cuento es una estampa. Pero lo escribí hace muuuucho y le tengo cariño. Así era mi infancia en el campo, era estupenda.
    Un beso y un felicísimo año.

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  3. Me ha encantado tia y nada aqui esta tu sobrina la tonta llorando acordandose de Paca, mi padre, Marcelo y todos los que faltan.....muy bonito. Un beso. Blanca

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  4. Sobrina linda. Un poco de nostalgia de vez en cuando viene bien, para no olvidar, ¿no te parece? Es verdad que no hablo de tu padre, ni de tío Miguel, pero lo escribí hace tanto, cuando murió Marcelo, que me salía acordarme de mis años mozos, cuando sólo estábamos los hermanos y los abuelos. Un beso fuerte, corazón. Y otro para tu preciosa aportación a la cadena.

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