lunes, 1 de febrero de 2010

Pateras




Aquél iba a ser el último viaje para Hamid Soudad y tenía miedo. Aún no sabía cómo, pero abandonaría aquello. Quizá muriendo.
Después de una semana de espera, parecía que la noche sería propicia al paso del estrecho. El viento de levante había cambiado al fin en la tarde; una brisa suave venía desde el noroeste cuando Hamid se acercó al mar para ver su movimiento. Olas suaves llegaban a la orilla con esa respiración tranquila que, antes, tanto le habría gustado. El agua arrastraba las conchas que se amontonaban en el borde de la tierra seca, las algas mecían dulcemente sus tentáculos con el vaivén de la marea. Pero aquella tarde el muchacho sabía que el mar no era dulce, había visto morir a muchos. Aquél sería su último viaje, aunque no supiera cómo hacerlo. Quizá muriendo.
Se dirigió al punto de encuentro, era un grupo de negros, de Nigeria, o quizá de Sierra Leona, para Hamid era lo mismo; esperaba que sólo hubiera hombres, no soportaba ver mujeres y niños amontonados en la barcaza. Llegó al almacén cuando el sol iluminaba apenas la calle sin asfaltar. Del cafetín de la esquina salía música española, era la televisión que unos viejos oscuros miraban callados, la luz amarillenta de una bombilla daba algo de luz a Hamid cuando abrió la puerta del almacén. No sabía cuanto tiempo llevaban allí, quizá una semana, puede que más. Olía a desechos y restos podridos; un ventanuco era la única entrada de aire fresco del almacén, un grifo goteando, un retrete oculto tras una cortina costrosa. Eran treinta y dos, entre ellos dos mujeres embarazadas, ningún niño. Él les dio instrucciones por señas, saldrían cuando el cafetín hubiera cerrado, cuando la luna nueva no pudiera delatar sus pasos hasta la playa.
Hamid había llegado a Tetuán desde Alhucemas después de la muerte de su padre. Tras del accidente, la Societé d´Explotation des Mines du Rif no se hizo responsable más que del entierro y una pequeña cantidad a la madre, y él soñaba con ver salir el sol por el otro lado del mar. En Tetuán no era fácil sobrevivir, sí lo era encontrar patrones que llevaran gente a Europa, patrones que contrataran a muchachos acostumbrados al mar, y Hamid conocía el mar, de tanto mirar el horizonte, de tanto soñar con cruzarlo.
A pesar de la aglomeración, el silencio era casi total en el almacén. Al llegar el momento, Hamid los dirigió a la playa, la barcaza estaba oculta entre las rocas y tendrían que llevarla al mar. Después de tanto levante, esa noche encontrarían más embarcaciones cruzando el Estrecho, no sería raro que los detuvieran las lanchas españolas. Subieron a la barca en orden, como si hubieran ensayado previamente sus pasos, y no se volvieron para mirar la tierra de la que se alejaban quizá para siempre. Ya separados de la costa marroquí, Hamid supo que la travesía sería fácil, el viento era suave y el motor de la barcaza la hacía avanzar a buen ritmo. Recordó otras veces de mala mar, en las que las olas subían por encima de los cuerpos ateridos, y el zarandeo los hacía vomitar por la borda, en que las madres abrazaban tan fuerte a sus hijos que ahogaban sus llantos dentro de sus vientres, en que tardaban diez horas en divisar el resplandor del faro de Trafalgar. Pensó en su madre, en las cartas que un amigo le enviaba por él desde Huelva y que contaban mentiras sobre vergeles freseros y playas de arenas finas, sobre dinero honesto y felicidad.
Un golpe de mar desvió ligeramente el rumbo y Hamid tuvo que girar el timón; un hombre gritó de dolor por las quemaduras que le produjo la gasolina derramada junto al agua salada, fue su compañero de asiento quien lo calmó hasta quedar de nuevo en silencio. Hamid no se movió, hacía mucho que no atendía ninguna mirada, así era más fácil olvidar. Porque aún soñaba cada noche con la mar dura, y las lanchas acosándolos desde Tarifa, con los ahogados de aquella primera travesía. Hombres y mujeres que al caer al mar no pudieron mover los brazos, los tenían endurecidos por el frío y el miedo y se hundieron sin luchar. Los lamentos de los que permanecían en la barcaza resonaban aún en los oídos de Hamid y las miradas de los ahogados aún las sentía clavadas en él.
Cerca del amanecer divisó el relumbre del faro. Abandonaría la barcaza en la orilla y huiría con los demás por los montes de Meca. Sí, aquella sería su Meca, su peregrinación al sitio del profeta. Si lograba escapar iría a Huelva en busca del amigo y de trabajo en las fresas, si no, se mataría antes de ser devuelto al patrón. Le habían dicho que la policía llevaba a los marroquíes a un lugar llamado Isla Paloma mientras organizaban la repatriación, y que los heridos acababan en un hospital del que era fácil escapar en un descuido. Faltaba poco, pronto divisarían la costa de Trafalgar, algunas motoras más potentes ya habían dejado su carga y desandaban el camino. Una pasó tan cerca que el tripulante avisó a Hamid de que había patrulleras, que no hicieran ruido, que sólo escaparían si por suerte las lanchas se ocupaban de otras embarcaciones que iban delante de ellos.
- Son lo menos diez. Nos esperaban – se le oyó decir.
- ¿Cerca del cabo?
- Sí, y también en los Caños y en Barbate. Mejor navega hacia Tarifa. – y antes de alejarse – Mal día para cruzar.
Los hombres estaban nerviosos, se levantaban en sus asientos mirando con ansia el horizonte, algunos decidieron llegar a nado y Hamid supo que no lo lograrían. Una luz potente lo sorprendió de pronto acercándose a gran velocidad. Él cambió ligeramente el rumbo, buscaría un lugar más seguro en la costa. Pero la luz seguía acercándose. Los negros no tenían miedo a la deportación, sabían que si tiraban sus papeles por la borda no tendrían que aclarar su procedencia, a ellos los dejaban deambular por las ciudades esperando una oportunidad. Pero Hamid no tendría la misma suerte y los montes de la costa, desde aquel mar, ya con la luz del amanecer, no parecían tan lejanos. Casi se podían tocar extendiendo los brazos, y oler los pinos desde allí.
Cuando la patrullera llegó hasta ellos, Hamid Soudad se lanzó al agua; no pudo moverse, tenía los brazos endurecidos por el frío y se hundió sin luchar. Pero él no buscó ninguna mirada a la que agarrarse. Antes de desaparecer bajo las olas sólo quiso contemplar el sol que ya salía por el otro lado del mar.

2 comentarios:

  1. me ha gustado mucho, está muy bien escrito el final, pero qué triste!
    un beso

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  2. Muchas gracias Clara. Es estupendo que te guste, y es verdad es muy triste, pero no había otra manera.
    Un beso fuerte, preciosa.

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