domingo, 29 de noviembre de 2009

Lamia



Atardece. El sol suave de estas horas me acaricia la espalda y dejo de caminar. No quiero moverme. Me apoyo en un muro que encuentro en el camino y con un brazo oculto mis ojos de la luz; cuelgo la azada en el hombro, así pesa menos. Unas hormigas juegan entre los dedos de mis pies. Mis pies anchos y planos, morenos, resecos. La tierra se lleva el cansancio del día. Hoy el sembrado no tenía muchas hierbas, es por la falta de lluvias; si no vienen pronto se secará la siembra, como el otro año.
Pienso en mi hijo, sólo uno. Siempre pienso en él. Es fuerte, es hombre. Amina perdió a los suyos con las moscas. El médico extranjero dice que hay que hervir el agua, que cocine con un buen fuego, pero casi no queda leña, la que hay está muy lejos y tengo que trabajar la cosecha. Amina caminaba hoy junto a mí, sin hablar, sólo se dejaba llevar por el calor y el esfuerzo. Perdió a sus hijos y ya nadie honrará su tumba.
Si sigo caminando llegaré a la casa con tiempo para ir al pozo, pero el sol me calienta la cabeza y quiero dormir. La madre de él se quejará al verme, él me gritará. Yo cogeré a mi niño y le cantaré al oído, acariciaré su carita morena mientras come de mi pecho ¡Me gusta tanto rozar su piel dulce! Si cierro los ojos me parece ser pequeña otra vez y tocar los pechos de mi madre, me parece seguir enganchada a sus pezones. Sonrío.
Una hormiga sube por mi pierna. Si no la detengo se meterá entre la ropa y me picará, aunque si me quedo así, quieta, como muerta, a lo mejor se va. Las hormigas no se llevaron a los hijos de Amina, fueron las moscas, las que vienen del pantano seco. No quiero que se acerquen a mi niño, me dan miedo, cuando las oigo corro y me alejo con él en mis brazos. Amina no corría, no tenía miedo, ni prisa. Amina nunca tiene prisa. El médico extranjero le dijo que era tarde, que no podía hacer nada, que la medicina de la abuela no sirve. Amina no lloró, sólo dejó de hablar, ya no habla nunca.
Siento un cosquilleo doloroso en la mano que tengo sobre la cabeza, pero no la muevo, el sol sigue acariciándome cada vez más suave. Una levísima brisa se está levantando con la luna, la siento en toda mi piel que se despierta con un escalofrío. También se siente frío en el calor. Como cuando él me tocó la primera vez. No le vi la cara, en la boda no quise curiosear como hacen todas, pensaba en mi madre mientras me llevaban de un lugar a otro. Al conocer su cara nada cambió, era como los demás. Ahora tengo a mi hijo, desde que lo sentí moverse dentro de mí lo soñé igual que lo sueño cada noche. Cuando sea grande me llevará lejos, cruzaremos el desierto para llegar a otros mundos. Cuando sea grande me sonreirá y querrá agarrarse a mi pecho tierno, y yo lo acunaré con canciones de amor.
Pesa la azada en mi hombro. La necesito para limpiar las malas hierbas del sembrado. Tienen que llegar las lluvias, cuando sienta las primeras gotas caer sobre la tierra reseca ofreceré regalos al que todo lo da, verteré leche y harina en el polvo humedecido de la siembra que saldrá fuerte y abundante. Sí, esta vez será así, no morirá la simiente como el otro año. Para la recogida traeré a mi hijo al campo, quiero que respire el olor del fruto y de la tierra fértil.
El sol se va. Oscurece. Debo seguir andando, aún me queda un rato hasta la casa y tengo que ir al pozo antes de dormir a mi luna; entonces no escucharé los gritos de la madre, ni sentiré los golpes de él. Levanto la mano sobre mí, no puedo moverla. Intento levantar la cabeza y poco a poco recupero el movimiento. Doy un primer paso lento, luego otro,... pronto llegaré a la casa y al sol de mis noches. El suelo, bajo mis pies, recobra la vida cuando la luz se va. Los animales salen a respirar. Debo tener cuidado con los alacranes, salen al camino desde sus piedras y no quiero pisar nada que me haga daño, mi niño me espera. Cuando llegue a la casa cogeré el cántaro que está en la puerta, nadie me verá. Volveré del pozo sin sentir y me acercaré a la cuna. Ya escucho su risa desde tan lejos.

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