martes, 3 de noviembre de 2009

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Consuelo estaba muy callada. Se acurrucaba en el sofá del salón de su casa, entre almohadones, cubierta con la falda de la camilla que escondía un brasero eléctrico encendido. Hacía frío aquella noche y la humedad se había instalado en sus huesos después del chaparrón de la tarde. Dos lámparas desiguales a ambos lados del sofá iluminaban escasamente la habitación, pero aún así se entreveían muebles de madera clara, telas ligeras, mucho cristal. Consuelo había puesto en el CD un disco de Chavela Vargas y, mientras la envolvía “Noches de boda”, miraba con mucha atención el teléfono que antes había colocado sobre la tapa de la camilla.
Miraba el aparato sin atreverse a tocarlo. Era un teléfono de los antiguos, verde clarito, de esos en los que el auricular tiene forma de montera. Los de la compañía telefónica lo quisieron cambiar una vez, pero Consuelo se lo impidió; no le gustaban los teléfonos modernos que se rompían demasiado pronto. Aquél era recio y austero, como su carácter.
Finalmente se decidió. Descolgó el auricular con la mano izquierda y lo acercó a su oreja para escuchar el pitido continuo que le indicaría que había línea. El cable enrollado que unía el auricular a la base del teléfono se estiró hasta llegar a Consuelo que, aún sentada, era alta. Se adivinaba su metro ochenta, mucho para ser mujer. Llevó el dedo índice a la pieza circular que sobre el teléfono giraba para marcar los números. Arrastró la pieza desde el número nueve hasta una horquilla metálica que hacía de tope, luego la soltó y la pieza circular volvió al lugar de origen con un traqueteo que agradaba a Consuelo. Después, se dirigió hacia el número cinco.
Eran muchos años ya de relación inestable y prohibida, y Julián no era amigo de sorpresas. Una cosa así a estas alturas no le iba a gustar.
La pieza circular había comenzado su viaje de regreso desde el tope.
Consuelo había pensado mucho en lo que iba a hacer. Nada dependería de Julián.
Marcó decidida el número cuatro.
Se habían conocido hacía mucho tiempo, tanto que ella no sabría decir cuándo. Eran amantes, amantes clásicos. De los que siempre esperan disfrutar de un hueco en el matrimonio de él, y él espera que la esposa no lo sepa, y ella cree que un día la esposa lo sabrá. Al principio había ilusión y amor por el riesgo, pero aquello había pasado y sólo quedaba costumbre. Consuelo sabía que lo tenía que haber abandonado hacía mucho, cuando supo que Julián nunca dejaría nada por ella.
Ya se escuchaba de nuevo el traqueteo de la pieza circular retornando al cuatro. Era el turno del siete.
Julián era mayor que ella, mucho mayor, pero siempre se quitaba años. Al principio Consuelo reía con la ocurrencia pero aquella noche, habiendo cumplido tantos años a su lado, le parecía que se habían igualado. Ella acababa de cumplir cuarenta, él seguía cumpliendo unos eternos cuarenta y tantos. Se preguntaba qué haría él para no envejecer, no había engordado un gramo y las canas no eran cosa que le preocupara. Alguna arruguita alrededor de los ojos le daba un aspecto más real, pero lo hacía aún más hermoso, porque Julián era hermoso
Después de sonar el traqueteo de la pieza circular hacia su punto de origen Consuelo marcó el número tres.
En aquella ocasión la llamada no era un acto cotidiano, en realidad era un salto al vacío. Hacía diez días que Consuelo tenía un retraso en la menstruación, sentía nauseas, sufría mareos. No se había hecho análisis porque no quería saber. Tenía cuarenta años, aquella era su última oportunidad. No importaba Julián. No, no importaba nada.
El traqueteo sonó rápido después del tres. Marcó el seis.
Si Julián no quería el niño lo abandonaría y si le pedía que abortara lo odiaría, pero si se ilusionaba con la noticia, entonces no sabría qué hacer ¿Quería estar el resto de su vida con Julián?
Consuelo sentía que Julián estaba aburrido. A veces llegaba a ella con aromas no conocidos. Sospechaba que había otra, más joven, con la piel más tersa y más blanca; una muchacha con la que poder presumir de saberlo todo en esta vida. Consuelo reía pensando que su papel se había duplicado para ser, además de amante rancia, segunda esposa burlada. A ella le daba igual, no sentía celos, ni siquiera se preguntaba por el sentido de todo. En realidad Consuelo se divertía haciendo sufrir a Julián, no pensaba ponerle las cosas fáciles. Haría de esposa despechada si llegaba la ocasión.
La pieza circular había vuelto ya al seis. Dirigió el dedo índice al número cinco.
Si fuera cierto, si el embarazo fuera real, lo disfrutaría. Tendría a su hijo entre algodones, viviría para él y viviría por él. Lo imaginaba regordete y morenito, como ella, con ojos grandes, negros y profundos, como ella. No quería que tuviera nada de Julián, sólo de ella. Y para ella.
Obligó al círculo traqueteante a volver rápido a su sitio. Necesitaba marcar enseguida el número ocho. Lo hizo. Finalmente, marcó el cero.
Pero mientras esperaba que el teléfono le devolviera la llamada, pensó que quizá fuera una falsa alarma; al fin y al cabo ya no era tan joven, podía tener desarreglos hormonales. Aunque las nauseas y los mareos eran ciertos. O quizá no. La idea de no tener a su niño la desanimó y perdió la fuerza. Nunca había sido fuerte con Julián, siempre hizo lo que él esperaba de ella. Pero entonces no quería equivocarse, por eso, cuando escuchó la voz de él al otro lado, colgó el auricular.
Los últimos acordes de “Noches de boda” dejaban un vacío en el salón. Consuelo se recostó de nuevo entre los almohadones del sofá y cerró los ojos. Pronto se quedó dormida.

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