viernes, 13 de noviembre de 2009

La sonrisa de Doña Engracia


La sonrisa de Doña Engracia ilumina su imagen. Sonríe al canto de los pájaros, al calorcito del sol que se cuela entre las ramas de los árboles. Ella junto a su cuñado, un hermano menor y otros familiares, encabeza la comitiva; detrás camina una muchedumbre murmuradora que la anciana no sabe bien cómo ha llegado hasta allí. Parece que se ha corrido la voz, que la gente se apunta a lo que se tercie sean manifestaciones de muy distintos lemas, pasacalles de gays transformados en odaliscas, procesiones de Semana Santa o funerales bien sentidos. Y la muchedumbre, con mil voces superpuestas, susurra que vaya pinta tiene esa, que qué pasará ahora con el marido, que cuánto tiempo Antoñita…, que no llegaré a tiempo ni para ver los penaltis, que pobrecilla, que la vida es así,...
-¿Y éstos quiénes son, Armando?- pregunta Doña Engracia agarrándose al brazo de su cuñado.
En esta época del año las azucenas y los jazmines que bordean el camino de tierra, desbordan la primavera y dan un aroma suave al viento de la tarde. El paseo es tan placentero que Doña Engracia detiene la comitiva para subirse las mangas de la blusa por encima de los codos y así conseguir dorar algo la piel blanca del invierno.
-¡Ay, qué gustito! A ver si cojo un poco de color porque tengo una cara de muerta… ¡Y con este vestido tan triste que mi hija se ha empeñado en ponerme!- muy satisfecha se apoya de nuevo en el cuñado y reanuda la caminata.
Las acacias mueven sus ramas empujadas por una brisa que llega de poniente, flores marchitas ruedan ante los pasos de Doña Engracia y ésta las observa con mucha atención.
-¿Has visto, Armando, el vientecillo que se ha levantado? Parece que mañana llueve.¡Lástima! ¡Con el día tan bonito que hace hoy! Me gustaría decirle a Marieta que viniera conmigo al parque, y con la Cala, para que se moviera un poco.
El cuñado la mira con ojos llorosos. En su brazo izquierdo se aprieta el de ella buscando seguridad y con la mano derecha sujeta la urna de las cenizas de Marieta, su esposa. Por eso se concentra en cada paso, no vaya a tropezar y caer, no vaya a ser que la preciosa carga se derrame por el suelo de tierra amarillenta. Ha optado por la incineración porque es más limpia, más definitiva. También porque ha decidido llevarla al enterramiento de su familia, donde ya no queda mucho espacio, donde él espera algún día descansar junto a su esposa, mezclar ceniza con ceniza y ser uno al fin.
Se van acercando al lugar. Poco a poco doblan la esquina de la calle de Santa Justina, se dirigen hacia la zona más antigua del cementerio, la que tiene los mejores mármoles, los panteones con apellidos sonoros, más luz y más flores.
Ahora Doña Engracia camina sin decir nada, se deja llevar por el empuje de la masa que la sigue. Unos empleados de la funeraria levantan ya una losa cubierta por nombres grabados que a ella le resultan lejanamente conocidos, la muchedumbre se esparce alrededor de la tumba. El silencio es casi absoluto, sólo roto por el trabajo de los operarios. El viudo, con gran pesar, suelta el brazo de su cuñada y se inclina despacio para colocar la urna junto a sus padres y hermanos muertos. Llora, siempre llora, la muchedumbre susurra tristezas, Doña Engracia señala la tumba con el dedo índice y, con voz clara y resuelta, dice:
-Pues, ¿sabes qué te digo, Armando? Que ahí cabes tú estupendamente.

2 comentarios:

  1. Querida Pina como me alegra tu vuelta, sigue siempre porque tus muertos están siempre ¡Tan vvitos! ¡Qué seria una pena dejarlos muertos en la memoria! besos Esther

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  2. Aquí siguen las sombras, aunque a veces no se las ve, así tan vivitos y todo.
    Muchas gracias, amiga querida. Un beso.

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