jueves, 5 de noviembre de 2009

Limbo



Esta noche el frío cubre las calles y la niebla se pega a cada rincón de la ciudad, las sombras parece que reptan sobre la hierba del parque que rodea al hospital. Es el único lugar de la ciudad donde hay un bar abierto a estas horas, por eso acuden los dejados de la mano de Dios. Por eso me gusta venir cada noche, cuando la soledad del cuarto me cae encima como una losa.
-Este invierno parece que no se acaba. Maldito frío- va diciendo un hombre embutido en un abrigo oscuro, con el cuello levantado y las manos en los bolsillos. Camina rápido mientras sube la rampa de la cafetería.
Las cristaleras dejan ver un interior de luces brillantes. Dentro, el vaporizador de la cafetera calienta una jarra de leche mientras las tazas se van llenando de líquido espeso. Un camarero apagado sirve un café tras otro a estas horas tardías, no habla, sólo sirve cafés. En la caja una mujer de pelo cenizo escucha una radio que apoya sobre la máquina registradora. Varias personas se reparten entre las mesas. Algunos solitarios bajan de las habitaciones donde acompañan a sus enfermos, otros vienen de fuera, buscan calor y algo de compañía, aunque sólo sea la voz monocorde del locutor de la radio.
Vago desde hace años, unos dicen que por mis pecados, yo sé que nadie quiere tomar la decisión. No soporto el silencio, ni la oscuridad. Cuando las luces se apagan en la habitación sólo brillan los pilotos rojos de las máquinas, sólo el runrún del respirador. De día es distinto, a pesar de que ya no es como al principio. Ha pasado demasiado tiempo desde el accidente y se han relajado las costumbres. Yo sigo aquí. Él apenas viene los domingos, los hijos poco más. Pero las enfermeras cuidan mi cuerpo con mimo, y los médicos han decidido mantener la alimentación parenteral. No hay opciones, nadie quiere tomar la decisión de desconectar.
-Familiares de....- suena la megafonía del bar.
Una señora de unos sesenta años, con un moño caído y zapatillas de estar en casa se levanta. Apresurada deja el bar y recorre los pasillos. Sin nada mejor que hacer la sigo, cogemos el ascensor hasta la tercera planta, en la habitación trescientos doce hay cierto revuelo. Un médico de bata blanca se dirige a la señora y la coge por los brazos, le dice que espere, que ha sido una crisis, están intentándolo todo, hacen lo imposible. Ella quiere entrar, como sea, no molestará, sólo quiere verlo por última vez. El cuerpo está desnudo sobre la cama, varias personas se afanan por salvarlo, con aparatos, masajes, tubos y jeringas de colores, pero el tiempo pasa, no hay esperanza. Luego parece que la niebla del parque penetra por las rendijas de la ventana y la luz se vuelve turbia. No es la primera vez que veo algo parecido, después de tantas noches de vigilia lo he visto todo. La mujer se abraza al cuerpo y llora. Salgo de la habitación. Al rato sacan a la mujer, supongo que llamarán a la familia, que se llevarán el cuerpo y ella lo acompañará.
-¿Y ahora?- dice él a mi espalda. Me ha descubierto entre los demás.
-No sé- le contesto volviéndome- no se puede saber.
-Si no le importa, preferiría que se quedara a mi lado hasta el final.
-Bien- digo pensando que no tengo otra cosa que hacer. Además yo también quiero esperar, por lo que pueda pasar.
Es un hombre bastante guapo, a pesar de su palidez y su miedo. Al morir parecía más viejo, pero no lo es. No quiere moverse de aquel lugar, se siente perdido. Yo sé que pronto se irá, desaparecerá antes de que me de cuenta, y seguiré sin saber cómo. Igual que las otras veces.
-Tengo miedo- dice el hombre y sin pensar se abraza a mí como un niño, ocultando la cara en la curva de mi cuello.
-Tranquilícese. Sólo es el no saber, pero lo que viene no es malo.
-¿Usted cree?
-Ya lo he visto otras veces, se han ido contentos- miento.
-¿Cuánto hace que está aquí?
-No sé. Mucho. Desde el accidente.
-Lo mío ha sido rápido, un derrame. Y joven para eso.
De repente se anima, como si se le hubiera ocurrido la solución a un dilema.
-Véngase conmigo. No me deje solo.
-No puedo, es imposible. Sigo conectada.
-Lo conseguiremos. Será fácil, ya verá.
Me dejo llevar por su entusiasmo. Quizá sea una buena ocasión para no viajar sola, al fin y al cabo no hay nada nuevo que esperar aquí. No sé cómo lo haremos, ni si lo haremos. En la zona de cuidados paliativos ha comenzado el movimiento de cada mañana, pronto las enfermeras se acercarán a mi cama para ver si ha habido algún cambio, y me hablarán. Me cuentan su vida, igual que a un confesor. Mi acompañante está nervioso, dice que algo dentro de él lo impulsa a marchar, sin destino conocido, sólo marchar. Tiene prisa, hay que hacer algo, empujar a la enfermera para que tropiece y arranque los cables, dejar sin suministro la maquinaria, así, empujándola, hablándole muy pegado al oído, hasta desestabilizarla, hasta desmayarla de puro intentarlo. La rodea, la coge por los hombros, le grita muy cerca. Pero ella sigue con la misma expresión dulce mientras lava mis manos. Cierro los ojos un momento, para que pase tanto cansancio. Cuando los abro él ya no está, no sé cómo, igual que tantas veces.
La costumbre hace que la decepción no dure. Luego, igual que tantas veces, observo el agua jabonosa con la que me lavan y las toallas calientes, la crema sobre mi piel, la ropa blanca muy planchada, y me siento bien sólo con mirar.

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